La maldición Villalonguiana

Siempre que voy a París paseo por Palais Royal. Es uno de mis ritos. Si no lo cumpliera no tendría la sensación de haber estado en la ciudad. De Palais Royal me gusta todo: su arquitectura, sus jardines, las modernas columnas de Buren -a medio camino entre los colores de Scully y la señal de tráfico-, sus comercios y, al fondo, el Grand Vefour, aunque haya perdido el Grand por el camino. Me gusta también pensar, mientras paseo bajo sus arcadas, en Jean Cocteau observando desde su apartamento a Cary Grant durante el rodaje de Charada y a Colette, por qué no, haciendo lo mismo desde el suyo con Audrey Hepburn. Eso me impide recordar que ahí, donde las tiendas chic y vintage, estaban los cafetines donde se escribían los libelos calumniosos, antes de la Revolución, y luego las listas de nombres que arrestar y mandar a la guillotina. O los paseos del cardenal Richelieu por las galerías superiores del palacio, concentrado en la obtención de más poder en la corte y en Europa. Nada percibo apenas de todo esto, pues me lo impide el espíritu del lugar, que es superior al de las ambiciones del poder y sus cíclicas sangrías.

Antes de llegar a Palais Royal paso por delante del Hotel Louvre, donde me alojé la primera vez que visité París. Ahí se instalaba el escritor mallorquín Llorenç Villalonga cada vez que iba a París, que iba poco, pues como buen insular centrípeto, no era muy amante de viajar. Pienso entonces en Villalonga y me meto luego en una librería que me gusta bastante -la librería Delamain-, situada en los bajos del edificio del hotel y que es de nuevo y de viejo a la vez. Me gusta esa librería tanto como el cercano Café Nemours, bajo La Cómédie, y el escaparate vecino de Drapeaux de La France, con sus miles de figurillas de plomo pintado, que reproducen la vida desde el exceso de lo diminuto y el alegre colorido de un Tour ciclista.

Pero vuelvo a Villalonga, cuyo fantasma sale ahora del Hotel Louvre del brazo de su mujer Teresa Gelabert y encamina sus pasos hacia el Café de La Paix. Bajo sus techos pintados el novelista se tomará un delicioso milhojas, que es un dulce hecho de finos estratos -unos cremosos, otros crujientes-, como la memoria. Mientras lo paladea piensa en las nieves de antaño, en Moliére, en Anatole France y Marcel Proust. Piensa en la biblioteca de Palma -El Círculo Mallorquín, entonces principal casino de la ciudad, hoy sede del parlamento autonómico- donde se convirtió en un escritor de la memoria, del que, más allá de su isla natal, poca memoria queda en España. Me he preguntado muchas veces la causa de lo refractario hacia la literatura de Villalonga, siendo como es uno de los mejores escritores españoles del siglo XX y más aún cuando aquí tanto gustó su primo hermano Lampedusa -ya no digamos Visconti- y existen múltiples muestras en nuestra literatura de afecto por lo elegíaco.

Es cierto que el realismo de los 40-60 desplazó a un autor como él -que repudiaba «el behaviorismo»- y que su Bearn perdió en el Premio Nadal -una derrota de potente carga simbólica- frente a una obra como El Jarama de Sánchez-Ferlosio. Es curioso: años más tarde arrasaría en nuestra lengua una novela ultramarina donde los hombres vivían doscientos años y las mujeres volaban, cuando se habían arrinconado, en cambio, obras como Bearn o Desenlace en Montlleó, cuya salvación, si puede decirse así, fue la literatura catalana y en ella ser -junto a Rodoreda- la novela de esa literatura, tan rica poéticamente como austera narrativamente hablando. Me refiero, claro está, a mediados del pasado siglo. Pero no nos engañemos: no se iba tan sobrado en España como para despreciar a un escritor de su talento y una inteligencia y cultura del calibre de las de Villalonga. ¿O sí? ¿O fue eso? Y si lo fue, ¿lo sigue siendo? Porque incluso la bienintencionada versión cinematográfica de Bearn, realizada por Jaime Chávarri allá por los ochenta, no pasó de un ejercicio de desleimiento que no logró captar el verdadero espíritu de la novela.

¿Y él? ¿Qué parte de Lorenzo Villalonga le hizo convertirse, ya para siempre, en Llorenç Villalonga? Cuando en 1961 aparece la versión catalana de Bearn, Villalonga tiene ya sesenta y cuatro años. Se dice pronto. Es, pues, un hombre mayor, médico por ser algo respetable en la vida y un novelista no reconocido que va camino de los setenta. La literatura catalana, de la mano del editor Joan Sales, lo recibe con los brazos abiertos y su obra literaria aparece, año tras año, variada, múltiple e impecable. Hasta entonces -pongamos que hablo de Madrid- era un autor menor, de provincias -y en esos años, la provincia sí lo era- si acaso más conocido como hermano de Miguel -cuya Miss Giacomini había obtenido cierto eco crítico y escribió hasta su muerte en los periódicos del Movimiento- que por sí mismo. A partir de ese momento, todo lo que no había conseguido en décadas, lo logra en poquísimo tiempo desde Barcelona. Incluso una acusación de plagio de El gatopardo, desmentida gracias a que la edición en castellano de Bearn era de 1956, anterior por tanto a la aparición de la novela lampedusiana. Como un juego de venganzas mediterráneas, Villalonga traducirá después al catalán El gatopardo (bastante mal, por cierto).

Pero además del reconocimiento como escritor a una edad senatorial -aunque, eso sí, como el gran novelista de la literatura catalana y un clásico del siglo XX-, ¿qué consiguió literariamente Lorenzo Villalonga al convertirse en Llorenç? Probablemente libertad de lenguaje, eso tan importante en la vida de un escritor. Me explicaré. Los escritores mallorquines en castellano no solemos extendernos demasiado en coloquios. Me refiero a nuestra narrativa. Suele primar lo descriptivo sobre lo hablado, lo meditativo sobre lo dialogado y no sólo por una cuestión de estilo. Ocurre que en nuestra vida cotidiana la lengua coloquial utilizada fuera de nuestra mesa de trabajo es, mayoritariamente, el mallorquín o catalán de Mallorca -no crea el lector en otras denominaciones, que son cuentos chinos-, lo que resta soltura y facilidad a la hora de escribir diálogos y perjudica, por tanto, la acción narrada. De otro lado, Llorenç Villalonga, mientras fue Lorenzo, heredaba un maleficio: la tradicional invisibilidad de los escritores mallorquines en castellano, tratados en casa y fuera de ella como una rareza impropia, inclasificable y estrambótica, destinada al desván o al silencio. Pasó con Miquel de los Santos Oliver, con Mario Verdaguer, con Miguel Villalonga o con Jacobo Sureda -tan amigo de Borges- y así se lo confirmaría, una vez más a Villalonga, el fracaso de Bearn a sus casi 60 años. Por tanto había que actuar, cruzando de nuevo la frontera de las lenguas y recalando para siempre en la que había sido su lengua literaria inaugural con Mort de dama (1931). Lo demás, lo conocemos. A quien se conoce poco es a él y a su literatura, lo que no deja de ser una ironía y un lujo poco permisible. Pero en tiempos de desmemoria eso tiene su lógica: un escritor de la memoria en el museo del olvido, como una pesada broma del destino.

José Carlos Llop, escritor.

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