La Manada y la justicia del pueblo

Hace unos meses escribí un artículo en este mismo espacio tratando de explicar la forma en la que los jueces ejercemos nuestra función, ejercicio que debe ser impermeable a presiones y pasiones y que, como en todo Estado de Derecho, encuentra su fundamento y justificación en la sumisión del juez al imperio de la ley que aplica. Asistimos estos días no ya a una crítica a una resolución judicial, sino a un verdadero linchamiento de los jueces en general y de los sentenciadores del conocido como caso “la Manada” en particular.

Es mínimo el ejercicio de empatía que hay que hacer para comprender el desasosiego que puede producir una decisión contraria al veredicto ya emitido por la opinión pública y que se ha venido gestando durante meses a través de un auténtico juicio paralelo. Soy consciente de que estas líneas no servirán para cambiar la opinión de quienes, desde un sentimiento visceral, ni siquiera realizarán el esfuerzo de valorar el porqué de esta resolución que tanta furia desata.

Sin embargo, no puedo renunciar a invitar a una reflexión al lector más moderado sobre algunas cuestiones de carácter general en lo que se refiere al proceso de juzgar. No entraré a valorar el contenido de la sentencia ni a explicar por qué se ha tomado la decisión de condena por un determinado delito. Y no lo haré por respeto a la función de juzgar, que tengo como oficio y cuyo ejercicio a lo largo ya de casi dos décadas me ha enseñado que la aplicación técnica de la ley lleva, en ocasiones, a resultados que no son los esperados por el ciudadano.

Resulta llamativa la facilidad con que se desprecia la labor de los jueces que han dictado la sentencia. La opinión pública, con el respaldo y aliento de representantes políticos e institucionales, ya había admitido un veredicto inapelable de condena por violación, sin importarles las connotaciones e implicaciones técnicas de tal término, que curiosamente ni siquiera se encuentra recogido en nuestro Código Penal. Que el tribunal haya condenado por un delito distinto se considera por quienes se manifiestan en estos días, en el mejor de los casos, como profundamente injusto.

Mi confianza en el Estado de Derecho, de cuyo engranaje formo parte, me lleva a considerar que quienes han emitido tan denostado fallo son quienes se encuentran en mejores condiciones para resolver qué respuesta merece en nuestro Derecho. Llamo la atención sobre la expresión que utilizo “qué respuesta merece en nuestro Derecho” y no “qué es lo más justo en este concreto supuesto”. El valor de la Justicia, que la Constitución consagra como uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, debe buscarse a través de la aprobación de leyes cuya aplicación produzca consecuencias coincidentes con el concepto de Justicia que impere en cada sociedad.

Los jueces nos limitamos a imponer las consecuencias que las leyes, aprobadas por los representantes de la ciudadanía en las Cortes, establecen para los hechos que se nos presentan. Lo hacemos a través de un proceso técnico, que exige una intensa formación jurídica y que se plasma, como en casos como el que ahora nos ocupa, tras años de ejercicio profesional.

Es cierto que la función de juzgar no es puramente mecánica y que implica la emisión de juicios de valor. Pero no es menos cierto que el propio sistema arbitra un mecanismo de recursos que lleva a que sean varios los jueces que revisen los hechos sometidos a enjuiciamiento y la forma en la que han sido enjuiciados, minimizando el sesgo que ese juicio de valor pueda provocar.

En el caso que ahora escandaliza a nuestro país, tras una cuidada instrucción, han sido tres los magistrados que han dictado la sentencia después de un examen directo de todas las pruebas y varios meses de reflexión. En cerca de 200 páginas, de manera pormenorizada, se exponen los argumentos técnicos en los que se funda su decisión. Es incuestionable que sus razonamientos pueden y deben estar sujetos a crítica y valoración. Pero supone una grave anomalía de nuestro sistema democrático que el mero ejercicio de la función técnica de juzgar genere una reacción social como la que estamos viviendo estos días.

La sociedad, movida por el paralelo juicio mediático y con la fuerza de comunicación que aportan las redes sociales, ha volcado una inusual furia contra quienes somos depositarios de un poder limitado y de ejercicio eminentemente técnico. Es doloroso ver manifestaciones públicas deseando la violación de las hijas de los jueces, incluso su muerte, llegando a rodear el Palacio de Justicia de Navarra al grito de “Yo sí te creo”. Sorprenderá a mucho lectores que los magistrados que han dictado la sentencia también creen a la víctima. De hecho, dedican un buen número de páginas a argumentarlo. Sin embargo, la aplicación de la ley al relato de la víctima, aceptado por el tribunal, difiere del veredicto popular.

No puede hablarse de distintos criterios jurídicos en la calificación de este relato, pues el que emiten las enfervorecidas masas no es un criterio fundado en Derecho sino en emociones que, créanme, también pueden haber sentido los miembros del tribunal sentenciador, pero que nunca deben hacer que se desvíen de la recta aplicación de la ley desde la razón y no desde el corazón.

Desconozco cuál será el veredicto de los dos tribunales que eventualmente resuelvan los recursos que ya se han anunciado contra la sentencia, pero tengo el convencimiento de que, coincida o no con el parecer de quienes han juzgado en primera instancia, responderá a criterios técnicos. Resulta lamentable que quienes tienen como responsabilidad fomentar la confianza en las instituciones justifiquen, e incluso alienten, estas injustificadas y violentas reacciones en un verdadero ejercicio de irresponsabilidad.

Finalmente, quiero destacar que no es la primera ni será la última vez que una resolución judicial desate las iras del pueblo, pero puedo asegurar al moderado lector, que ha hecho el esfuerzo de llegar al final de estas líneas, que los jueces seguiremos actuando con plena sumisión a la ley y no buscando dar satisfacción a quien más alto clame por la materialización de su ideal de justicia.

Ignacio de Torres Guajardo es magistrado y pertenece a la Asociación Judicial Francisco de Vitoria.

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