La manía obsesivo-compulsiva hispanófoba

Cuando alguien comienza a destacar en algún ámbito de la vida —sea político, social o económico— o amenaza con dominar un mercado o un sector, sus competidores o perjudicados tratan de contratacar, incluyendo las consabidas campañas de desprestigio. Dado que España fue, al menos durante siglo y medio (desde 1492 hasta la batalla de Rocroy en 1643, incluso hasta 1820 cuando perdimos las “Españas de América”), el enemigo a batir resulta lógico que fuera asimismo blanco de una propaganda negativa por parte de sus rivales.

Como ha destacado Peer Schmidt (La monarquía universal española y América. La imagen del imperio español en la Guerra de los Treinta Años) España fue el primer país de la Historia que pudo aspirar razonablemente a dominar el mundo. Por ello se planteó una fiera guerra cultural contra ella, fundamentada en el uso de folletos y panfletos, llenos de fake-stories e imágenes y arquetipos de gran impacto, como instrumentos para manipular la opinión pública, potenciados además por la aparición de la imprenta. A ello se añadió que los nuevos imperios coloniales pronto se dieron cuenta de que la leyenda negra hispanófoba servía como una excelente cortina de humo para ocultar sus propias fechorías, mucho más terribles que las nuestras; de hecho, las leyendas negras británica, francesa, belga, holandesa e incluso la norteamericana están en gran parte por escribir.

Hasta aquí nada extraño. Como hoy se diría en la guerra comercial: “no era nada personal; sólo negocios”. Lo que resulta un auténtico misterio sin resolver, un fenómeno paranormal y para-anormales es cómo y por qué los propios españoles (incluidos algunos de nuestros más reputados intelectuales) interiorizamos ese relato histórico que se dedicaba a ocultar todos y cada uno de nuestros éxitos colectivos, o convertirlos en fracasos, al tiempo que se destacaban de forma obsesivo-compulsiva nuestros pretendidos errores y horrores, fueran reales o no.

Mientras otros ignoraban o maquillaban descaradamente sus fracasos y derrotas (e.g. la de Gran Bretaña en Cartagena de Indias a manos de un vasco-español manco, tuerto y cojo; o la de Francia en la II Guerra Mundial en menos de un mes y su pasado colaboracionista con los nazis), nosotros nos dedicábamos (algunos con indisimulado entusiasmo) a airear las nuestras hasta la extenuación, etiquetándolas además con nombres grandilocuentes: el “Desastre” de 1898 o el “Desastre” del Annual.

En ningún otro país se ha dado este fenómeno, que se mantiene en pleno vigor en la actualidad azuzado oportunamente por el fenómeno separatista. Y eso que la campaña anti-española comienza en Italia y estaba dirigida a los primeros catalanes que por allí aparecieron, aunque acabaron por afectarnos a todos pues a los catalanes ya en pleno siglo XV se les tenía por españoles. Decía Farinelli: “Da un lembo de la Spagna, dalla Catalogna, a noi più vicina, giudicavisi l’intero paese”.

Las razones de este ingenuo (y bastante bobalicón) harakiri histórico-cultural son variadas y difíciles de resumir en pocas líneas. Baste destacar que hemos aceptado el mantra de la ausencia de modernidad o Ilustración en España (el libro de Antonio Regalado sobre “los orígenes de la modernidad en España” resulta hoy sospechosamente descatalogado) o el cuestionamiento de nuestro derecho a existir como nación (pero sus regiones, que nunca lo han sido, sí).

Almanzor y sus colegas aparecen hoy convertidos en una suerte de miembros de una ONG cultural, mientras los Reyes Católicos se retratan como intolerantes. Somos el único país que lo invade un tercero, con el pequeño Napoleón a la cabeza (el responsable de más muertos en Europa antes de Hitler), y considera que las tropas invasoras son bienintencionados salvadores de nuestro sempiterno atraso…

Existen anglófilos, francófilos, germanófilos…, pero cuando llega a España hablamos de “hispanistas” y no de “hispanófilos”, como si pensar favorablemente, o simplemente con respeto, de este país y de su historia fuera (todavía hoy) un acto sospechoso y vergonzante. Se da la extraña paradoja de que muchos extranjeros aman más profundamente a España que algunos españoles: baste recordar el poema España de Borges. Igual de paradójico resulta que tengan por lengua propia al español —sin problemas, suspicacias o complejos— aquellos que viven plus ultra los mares, mientras aquellos que conviven como españoles y entre españoles, al menos, desde hace cinco siglos parezcan avergonzarse de ello.

En realidad, la imagen de España (cfr. Barómetro del Real Instituto Elcano, febrero-marzo 2017) mejora día tras día…, pero “sólo si preguntamos fuera”. En 2017 éramos el quinto país mejor valorado, sacábamos un notable (7,1) calificación similar a la de Estados Unidos. En su conjunto, España aparece como un país confiable, democrático, honesto, trabajador, fuerte, pacífico, solidario, rico y tolerante. Las empresas españolas reciben valoraciones medias cercanas al notable. Y el Reputation Institute en su Country RepTrak de junio de 2017, valorando la reputación de los 55 países del mundo con mayor producto interior, situaba a España en el puesto decimotercero, por delante de países como Italia, Francia y Alemania, entre otros.

Sin embargo, ya el Pew Global Attitudes Survey de los años 2012-2013, sobre la opinión de los nacionales de unos países sobre otros, mostraba que los españoles somos los que peor consideración tenemos de nuestro propio país (-16 puntos sobre 100); incluso Grecia, incursa en pleno rescate de la UE, se valoraba con 67 puntos. En 2014 se constataba que salíamos de la crisis y alcanzábamos un 6,1 en valoración exterior, pero eso contrastaba de nuevo con nuestra auto-imagen, donde suspendíamos (4,8).

Recuperar la autoestima interna resulta inaplazable, no solo por una cuestión de justicia histórica, con uno de los cinco países sin los cuales no se habría podido escribir la Historia del mundo, sino por razones prácticas: los países que mejor funcionan en términos económicos y de peso en el mundo suelen ser los que tienen una autoestima mayor; sirvan de ejemplo Reino Unido, Alemania, Francia, Estados Unidos y Australia. Éste último por cierto, el más nuevo, es el que más autoestima colectiva tiene, a pesar del genocidio de aborígenes que allí tuvo lugar.

¿Seremos capaces de aprender las lecciones que nos ofrece gratis la Historia y el estudio comparado? No se trata de dejar de ser autocríticos, pero sí de evitar hacerlo de forma compulsiva. Debemos poner nuestras críticas legítimas y necesarias en contexto, mirando antes qué ocurre (u ocurría) en otros países de nuestro entorno en parecido tiempo y lugar. Pues sólo con un diagnóstico certero de nuestras virtudes y defectos, podremos razonablemente plantear ser mejores (aun) de lo que ya somos. Para muestra un botón: según la crónica del alemán Humboldt en 1812 no existía corrupción entre los oficiales y funcionarios de la América española, lo que puede sorprender a más de uno. Esta lacra por tanto no forma parte indeleble de nuestro ADN (no al menos más que en otros sitios). Si una vez fuimos decentes podemos volver a serlo, basta aprender, sin sectarismos ni estereotipos, de nuestro pasado, de cómo aquellos españoles lo consiguieron. ¿Estamos dispuestos a ello? ¿O seguiremos asistiendo pasiva e ingenuamente al espectáculo grotesco de cómo un español se convierte en el mayor enemigo de otro español, y por tanto de sí mismo? Le guste o no.

Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es 'La leyenda negra: Historia del odio a España' (ed. Almuzara, 2018).

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