La máquina del tiempo de Putin

El gran escritor inglés de ciencia-ficción H. G. Wells, quien describiera el viaje de un hombre a través del tiempo con cinematográfica precisión, no tuvo en cuenta una sola cosa: la influencia de ese extraordinario viaje en la psique del viajero. El hombre, como es sabido, es un ser en el tiempo. “¡Intenten separarme de mi época! Se romperán el cuello”, escribió en los años estalinistas el poeta Ósip Mandelshtam. Tan sólo la implacable máquina del gulag logró separarle de su época.

La novela de Wells alumbró el género “cronofantástico”; no obstante, en esos libros y películas, apenas se trata la psique del viajero por el río del tiempo. En general, el protagonista regresa a su época feliz, colmado de sensaciones intensas.

Si bien todo está más claro con los viajes hacia el futuro, la posibilidad de desplazarse hacia el pasado confunde como antaño a las luminarias académicas. Los teóricos se enzarzan en los congresos, sin advertir que ya se construyó la máquina del tiempo, ni que ha partido alegremente hacia el pasado. Y lo más sorprendente: este viaje no lo ha emprendido un héroe solitario, émulo del wellsiano, sino un país entero: ¡los 140 millones de habitantes de la Federación Rusa! Sólo personas abducidas por esa idea se prestarían a tan arriesgado experimento. ¿Pero es la abducción propiamente rusa? Recordemos el siglo XX con su proyecto comunista. No en vano el primer hombre en el espacio fue un ruso…

La máquina del tiempo de PutinMas… ¿Quién construyó y puso en movimiento la máquina del tiempo? Un hombre mediocre, exempleado del KGB que, sin haber hecho una carrera fulgurante y reconvertido en funcionario público de cierto éxito tras la caída de la URSS, asciende paso a paso e, inesperadamente, es encumbrado por un enfermo Yeltsin a la cúspide del poder, garantizando la seguridad de su familia. La cúspide de esa antigua pirámide, fundada por Iván el Terrible, despierta en las personas unas capacidades que ni ellos mismos sospechaban. Como en un cuento: érase un hombre que se anudó el Anillo y se convirtió en Sauron. Y de repente, en un hombre mediocre se despertó tal pasión animal por el poder, tal deseo de portar siempre el Anillo mágico, que el camarada Stalin, desde su tumba, sonrió con aprobación. Él también amaba el poder, y lo mantuvo con la ayuda de una fórmula efectiva: el terror masivo ininterrumpido + el mito de un futuro brillante + el Telón de Acero. Mas… ¿cómo mantenerse en la cúspide de la pirámide mágica en el siglo XXI, el siglo de Internet, la democracia, las fronteras abiertas y la tecnología punta? Y el cerebro del nuevo dirigente dio con la fórmula mágica: la máquina del tiempo. Desde el primer día de su mandato se puso a construirla con tesón de hormiga, tornillo a tornillo. Este hombre, a primera vista discreto, aparentemente gris, demostró un tesón vigoroso en esta campaña. Construyó la máquina del tiempo. Y con mano sudorosa por la inquietud, accionó la palanca de arranque. Un país enorme navegó hacia el pasado con el que soñaban millones de pensionistas rusos. ¡La antigua grandeza del imperio soviético! Ésta no sólo no les daba tregua a los pensionistas, sino también a los neoimperialistas, a los nacionalbolcheviques y a los neomonárquicos, convencidos de que Stalin fue “un zar ruso más, sólo que un poco cruel”.

Precisamente la nostalgia del pasado se ha convertido en el principal carburante de la máquina de Putin. No todos arrojaron la nostalgia al basurero de la década de los noventa: esas píldoras de naftalina se guardaron en las cajitas de los abuelitos y las cómodas de las abuelitas. Y para suministrárselas a la población, para echar combustible a la máquina del tiempo, fue necesaria otra máquina más: la propaganda. Eso es ahora la televisión. Todo empezó con los remakes de películas y las canciones soviéticas interpretadas como grandes éxitos; con los talk shows, en los que estalinistas canosos contaban a la juventud cuán poderosa fue la URSS y cuánto la temía y respetaba Occidente, silenciando el gulag y la represión masiva. En paralelo se clausuraba los programas librepensantes, se desmantelaba canales de televisión, se recrudecía el control sobre los medios… El viaje retrospectivo había comenzado. Hecha la cuenta atrás, el país se sumergió en el final de la era Breznev: el sistema monopartidista se afirmó, los opositores se convirtieron en disidentes, el antiamericanismo se volvió un lugar común. Y además, ese tufo a estalinismo de cada cinco años: las elecciones se convirtieron definitivamente en una ficción, los políticos-disidentes eran imputados o emigraban, y la justicia y el parlamento se redujeron a juguetes en manos de Putin. El éxito le dio alas, y hundió con más fuerza las palancas de su máquina: ¡atrás, atrás, más rápido! Así fue cómo la retórica soviética se trocó imperial, cómo la máxima del zar-conservador Alejandro III “Rusia solamente tiene dos aliados: su Ejército y su Marina” se convirtió en programa político. En los talk shows ya hablan de “la singularidad de la vía rusa”, la extraordinaria espiritualidad que nos salva del Occidente materialista e infecto, la Iglesia fundida con el Estado, con generales de los servicios de inteligencia persignándose desde las pantallas. “¡Rusia siempre ha sido, es y será un imperio!”, vociferan los jóvenes escritores y analistas. Pero un imperio necesita conquistas militares, la retirada del enemigo. Entonces llegó la victoria: “¡Crimea es nuestra!” El televisor se recalentó con los vítores, se atascó la máquina del tiempo. Parecía el momento de frenar y reflexionar. Pero he aquí el ofuscamiento del juicio del viajero que silenciara Wells: nuestros prohombres se desenmascararon: “¡Lancemos los tanques sobre Kíev!” “¡Armas nucleares contra los ucrafascistas!” “¡Rusia necesita un emperador!” “¡Impidamos a la población tener dólares!” “¡Pena de muerte para castigar a los pervertidos y los enemigos de Rusia!” “Estudiar idiomas en la escuela va contra la tradición rusa” “¡Visados para viajar fuera!” “¡La Quinta Columna a Siberia!”

Angela Merkel ha observado que “Putin vive en otro mundo” ¡Y tanto! Ese mundo le embriaga, sus piernas aprietan las palancas con los casquillos de la máquina incandescentes. Se necesita más combustible: queda poca nostalgia, no basta con las ideas imperiales, urge una guerra real, con sangre real, sangre de los héroes que cayeron por el Dombás, por Novarrusia, por un ideal. ¡Guerra a Occidente hasta la victoria! En Minsk se impuso a los debiluchos políticos europeos. ¡Más victorias en el horizonte! Habrá un nuevo Stalingrado en Járkov, y Járkov aniquilado será rebautizado como Putingrado, el vencedor empuñará la espada de Aleksander Nevski montando un caballo blanco, de uniforme blanco… no, de judo-kimono; o mejor, en topless, cual nuevo Conan el Bárbaro, mas no será un bárbaro, sino el vencedor, el guardián del mundo ruso, y habrá desfile de la victoria, y acto seguido, la coronación del emperador de la nueva rusia…

Lamentablemente, la máquina del tiempo ha resultado un capricho caro. El rublo se desploma, la economía, sancionada, rueda por la pendiente. La gente pierde sus ahorros. La histeria televisiva contra los “vendepatrias” y la quinta columna ya ha traído su primer fatídico fruto: el asesinato del opositor Boris Nemtsov frente al Kremlin hace la vida en la capital realmente impredecible y peligrosa. Ahora todo es posible: la caza a los “enemigos del pueblo”, colas en las calles, provocaciones sangrientas…

Llegará el tiempo real y los ciudadanos, hambrientos y exhaustos de incertidumbre y ensañamiento, se preguntarán: “¿Para qué demonios nos han dado esta máquina del tiempo?” Preguntas como ésa hacen desvanecer las ilusiones e imperios colectivos. Recordemos: “¿Para qué demonios nos han dado este comunismo?”

La máquina del tiempo de Putin se llena de humo. Es harto difícil que se detenga voluntariamente. Lo más probable es que se recaliente o estalle. En el primer caso, el olor será insoportable; en el segundo, se desintegrará. La pregunta es: ¿cómo y dónde caerán sus pedazos?

Vladimir Sorokin es escritor. Traducción de Amelia Serraller.

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