La máquina

La crisis actual ha quebrantado muchas certidumbres y encendido otras tantas alarmas. Lo que no ha conseguido es provocar un movimiento político de fondo, ni aquí ni en otros países europeos. Los indignados se han disipado en el aire diáfano de forma súbita y desconcertante, y también, dicho sea de paso, una miaja escamante. Y las huelgas generales que han tenido lugar aquí y allá, y que llegarán también a España, no han constituido, todavía, hechos políticos, sino laborales. La gran reacción que yo preveía, y no deseaba especialmente, no se ha verificado en absoluto. Algunos hablan de resignación; otros entienden que el desprestigio de la política ha desmovilizado a las masas. El caso es que tanto las clases dirigentes como los ciudadanos motilones han dado en representarse la cosa pública, el todo que conforman la política y la economía, como una máquina. En los momentos malos, la máquina renquea. La máquina, no se sabe muy bien por qué, deja de producir empleo y riqueza. El toque estaría, entonces, en ponerla otra vez en marcha, a fin de que se recupere el empleo y disminuya el número de pobres. No se tiene paciencia para discutir de otras cosas. Lo que no sea esto adquiere pronto un aroma sospechoso a filosofía. Es decir, a palabrería.

El maquinismo imperante ha contaminado el lenguaje, que es la materia sensible en que dejan su huella las mentalidades. Por ejemplo: hace cosa de mes o mes y medio oí a Felipe González hablar sobre la «cohesión social». González no estaba diciendo nada que no diga casi todo el mundo. Pero conviene reparar en que el sintagma «cohesión social» no equivale a otro que se usa todavía, aunque cada vez menos: «justicia social». La diferencia entre los dos es enorme. «Cohesión» es una palabra de inspiración utilitaria: el que quiere cohesionar la sociedad se la está representando como un cuerpo material al que hay que dotar de las propiedades que asisten a los objetos físicamente estables. Está razonando, en fin, como un científico aplicado. «Justicia» es, por el contrario, un concepto moral. La sustitución del vocabulario moral por el utilitario revela, no que hayan dejado de tenerse ideas morales, sino, más bien, que estas se han sumergido y no intervienen en el debate público. La justicia social, por cierto, era la bête noire, el cúmulo de males, para Hayek. En muchas de las cosas que dijo, Hayek llevaba razón. Pero la vida hace extraños, y devuelve argumentos discutibles, aunque interesantes, bajo formas que nadie esperaba. La justicia social no ha desaparecido en un paraíso hayekiano en el que cada cual va a lo suyo bajo el gobierno de la ley y sin la intromisión de una autoridad impertinente que quita a unos y compensa a otros con el propósito de que todos acaben quedándose con lo que presuntamente merecen, sino que ha reaflorado como cohesión social, un sistema en que una autoridad impertinente quita a unos y da a otros, y no alega nada que pueda llegar a nuestros corazones. Este desplazamiento del discurso y de la praxis hacia formas moralmente inexpresivas constituye una novedad importante. No considero inútil, a fin de entenderla, echar un vistazo al curso seguido por las ideas durante los dos últimos siglos.

Por motivos que aburrirían al lector, y de los que le hago gracia, llevo tres años leyendo con cierta intensidad a los clásicos del XVIII. Tanto la praxis como el pensamiento actuales han simplificado, y al tiempo confundido, las dos grandes tradiciones, la democrática y la liberal. Los liberales postularon un mercado no intervenido dentro de un orden político e institucional controlado por una élite —y una oligarquía— de tamaño reducido. Puede reprochárseles que no advirtieran —no lo hicieron— que el mercado termina por subvertir la estructura institucional y política. Lo que no puede reprochárseles es que pensaran que el mercado puede sustituir a la estructura institucional y política. El liberalismo actual, que es una versión bastante tosca del que excogitaron los padres fundadores, sí parece proclive a cultivar este error. En consecuencia, oscila entre proponer modelos libertarios en que los gobiernos serían residuales y hacer economía, en la acepción más directa, más prosaica, menos especulativa, de la palabra. La oscilación, por supuesto, es asimétrica, porque los asuntos del día aprietan y el PIB, la productividad, la balanza de pagos, no dejan sosiego para pensar en otras cosas. Al cabo, el soi-disantliberal se olvida de la libertad y acaba hablando solo de las cosas de comer. Es curioso que muchos liberales no se hayan percatado de ello.

Impresiona comprobar, asimismo, hasta qué extremo se ha desnaturalizado la idea democrática. Rousseau y los protagonistas de la Revolución se representaron la democracia bajo el signo de la participación. El punto de referencia fueron las democracias de la Antigüedad, pequeñas, belicosas y absorbentes. El experimento acabó, según sabemos, como el rosario de la aurora. Lo que aquí nos importa, no obstante, es que la democracia se instó, y siguió instándose durante siglo y medio, como un hecho moral. Lo que ha sucedido a la postre, más allá del bla-bla-bla del liberalismo de catón, y más allá, igualmente, del bla-bla-bla del socialismo de catón, es que las dos doctrinas se han superpuesto incongruentemente, y no en su forma prístina, sino, como no podía ser menos, después de haberse desleído y simplificado. El ideal de participación, al entrar en ósmosis con el ideal de los mercados, un ideal en rigor apolítico, ha suscitado un entendimiento de la igualdad en que no entra ya la participación. Lo que entra es el derecho a disfrutar de una porción de la tarta social, producida, y horneada, por una máquina cuyo combustible son los recursos que genera una economía libre. De la participación nadie espera nada porque lo único en lo que se confía es en una dosis suficiente de igualdad material o, en su defecto, de bienestar. La resulta ha sido el triunfo, en clave socialdemócrata, del espíritu fukuyamesco, y un estado provisional de quietud. Los partidos se diferencian marginalmente. Zapatero, después de haber gobernado con torpeza, y de haber hecho como que hacía la revolución, una revolución retórica y fantasmal, ha terminado por aplicar, con timidez, con cortedad, las recetas de Bruselas. El Gobierno actual confía en ser más eficaz. Pero si lo es, y esperemos que lo sea, lo será en los términos, muy estrechos, que dicta el consenso social.

Este fue bien resumido por Rawls. Se trata, en esencia, de paliar el incumplimiento de la gran promesa democrática —la igualdad— mediante una promesa más asequible: la de mejorar a los peor situados. El arreglo rawlsiano exige crecimiento económico. Para el arreglo rawlsiano, el crecimiento es tan necesario como el oxígeno para las criaturas aerobias. ¿Y si tardamos demasiado en volver a crecer? ¿Qué ocurrirá si la crisis se estira cuatro, cinco años más, y los que se han acomunado en torno del consenso empiezan a sospechar que este es estéril? Sigo pensando que la situación es potencialmente peligrosa, por mucho que, de momento, no haya llegado la sangre al río. Nuestras sociedades, quizá las más clementes, las más habitables que el hombre se ha concedido a lo largo de la historia, se hallan intrínsecamente mal preparadas para soportar la escasez. O los técnicos atinan con las tuercas que andan sueltas en la máquina, o puede que acabemos todos, literalmente, donde Cristo dio las tres voces.

Por Álvaro Delgado-Gal, escritor.

1 comentario


  1. Buen análisis sintetizado en una tercera. Personalmente valoro mucho este tipo de artículos, este en concreto escrito en buen castellano, con vocablos no hoy día muy usados pero precisos y preciosos.

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