La maravillosa innovación monárquica

La primera vez que vi a Don Juan Carlos fue en enero de 1975. Él todavía era Príncipe y Franco seguía vivo tras haberse recuperado, según todas las apariencias, de una grave enfermedad que había padecido el año anterior, cuando había transferido temporalmente el poder al Príncipe. Programé una entrevista en La Zarzuela y salí hacia las cuatro para asistir a la cita, prevista para las cinco. Al cabo de media hora el taxista me había llevado al teatro de la Zarzuela de la calle Jovellanos, en el casco antiguo de Madrid, y no al palacio situado a las afueras. Me contuve y, con la ayuda de un mapa, dirigí el trayecto a lo largo de la carretera de La Coruña, donde vi que había una buena entrada a la auténtica Zarzuela. Pero al llegar allí me encontré con una verja que nunca llegó a abrirse. Nos dirigimos a toda prisa a la entrada principal mientras yo repetía una frase que creo que era de Luis XVIII: «La puntualidad es la educación de los reyes».

Llegué tres cuartos de hora tarde a mi cita. Don Juan Carlos no pudo ser más considerado. «Mire —me dijo—, tengo que irme a ver a Franco para hablar de un posible viaje que quiero realizar a China. Quédese aquí, charle con mi secretario particular y yo volveré en media hora». Y allí me quedé, y hablé con su secretario particular, que era muy inteligente, y el Príncipe regresó y me concedió una excelente entrevista.

Le pregunté qué clase de Monarquía pensaba instaurar. «Una Monarquía muy moderna», me respondió, y así lo hizo. Nada de aquel viejo estilo cortesano que había dado al reinado del Rey Alfonso XIII un aire un tanto pomposo. Lo que hizo Don Juan Carlos fue implantar la Monarquía en noviembre de 1975, no como si fuese una restauración, sino algo bastante nuevo. Eso obedeció en parte a que él y Doña Sofía eran muy jóvenes en comparación con Franco y sus generales, que habían dominado España durante mucho tiempo. Pertenecían a una nueva generación. Franco había mantenido relación con personas jóvenes como Adolfo Suárez y también Fraga, quien por entonces tenía aún unos 40 años. Pero Don Juan Carlos pareció infundir un cambio muy refrescante a lo que parecía una institución bastante nueva, con la que la mayoría de los españoles nunca había tenido experiencia. De hecho, algunos viejos monárquicos mostraron su rechazo a la falta de ceremonia de Don Juan Carlos. Recuerdo que asistí a un congreso del partido de Fraga, creo que en Barcelona, y en la mesa a la que yo estaba sentado, los invitados criticaron muy duramente a Don Juan Carlos. Sus innovaciones les habían disgustado.

En cuanto Don Juan Carlos fue proclamado ante las Cortes y tuvo un Te Deum de acción de gracias, a la manera tradicional, en la iglesia de San Jerónimo el Real, se embarcó en los brillantes cambios que España necesitaba para convertirse en una democracia occidental. No es preciso detallarlos, pues son de sobra conocidos. Uno de los elementos esenciales del proceso que merece la pena recordar fue el denominado Pacto de la Moncloa, que relegó a la historia todas las discrepancias del pasado. No creo que esos cambios democráticos se hubieran podido materializar sin violencia de no ser por ese acuerdo.

Estos logros son los que afianzaron a Juan Carlos como Monarca. Fue un líder de máxima importancia en la instauración de la libertad y también de la Monarquía, una combinación que no siempre ha caracterizado a la vida monárquica. La restauración de la década de 1870 fue sobre todo una restauración de la dinastía, y no primordialmente de la libertad, aunque el Rey Alfonso XII fue benigno y útil. La de 1812 fue exactamente igual.

Desde la implantación de la libertad y de un pacto constitucional, Don Juan Carlos ha personificado otro aspecto importante de la política del país, y éste es que incluso la gente sofisticada e inteligente del siglo XXI desea un jefe simbólico que exprese y afirme su identidad. Los ingleses se alegran de tener dicha representación en la persona de la Reina. No existe ninguna lógica en el sentimiento de lealtad y afecto que la mayoría de la ciudadanía inglesa profesa a su actual Monarca. Pero no son solo las Fuerzas Armadas las que la consideran el gobernador supremo del Reino.

Como todos recordamos, la Monarquía fue hasta la Primera Guerra Mundial el sistema político dominante en todo el mundo. Algunas, como la austrohúngara, eran en efecto ancestrales. Otras, como la de Italia, se valieron de una antigua familia de la realeza, los Saboya, para dirigir la nación. Francia, el país más monárquico por naturaleza, había probado en el siglo XIX tres tipos de realeza: la bonapartista, la borbónica, cuyo principal linaje era eminentemente capetiano, y los Orleans. No estoy convencido de que éstas o, de hecho, ninguno de esos países hayan encontrado una sucesión adecuada a sus antiguas tradiciones. Hay un viejo chiste que cuenta que un hombre entró en una biblioteca pública de París y pidió una copia de la Constitución. «Lo lamento, señor —respondió el bibliotecario—, no guardamos periódicos».

Incluso Estados Unidos y México, al igual que otras presidencias de Latinoamérica, parecen sistemas monárquicos electos en los que todavía se advierten muchos de los símbolos de la realeza.

Curiosamente, lo que falta en todos nuestros sistemas es el planteamiento bicéfalo que caracterizó a dos de los Gobiernos más importantes de la Antigüedad: Roma, liderada por sus dos cónsules, y Esparta, regida por sendos reyes. En la política, la verdadera innovación es algo asombrosamente inusual. De ahí que la casualidad de que en la Inglaterra medieval hubiera dos cámaras parlamentarias haya afectado al mundo de tal manera que nunca vemos una constitución tricameral.

Estoy divagando. En solo 35 años, Don Juan Carlos ha impuesto una verdadera innovación política de la máxima importancia. Los dictadores nunca pueden prever a sus sucesores, y Franco fue lo bastante inteligente como para darse cuenta de ello. Recuerdo que don Adolfo Suárez tuvo la valentía de advertirle de la probable desaparición de su sistema antes de que muriera. Un Rey puede crear una institución que sobrevivirá. Esto se ha hecho para bien de muchas generaciones de españoles, y también de sus vecinos europeos que tanto los admiran.

En Inglaterra tenemos una preciosa poesía infantil:

Yo tenía un pequeño nogal

No daba fruto alguno

Salvo una nuez de plata

y una pera de oro.

La hija del Rey de España

vino a visitarme

y todo por mi pequeño nogal.

Confío en que la maravillosa innovación monárquica de Don Juan Carlos perdure al menos tanto como esa poesía, y que la pera de oro de la ecuación siga siendo la magnífica Constitución que Don Juan Carlos legará.

Hugh Thomas, historiador.