La marquetería habsburguesa

Por Miquel Porta Perales, crítico literario y escritor (ABC, 01/09/05):

... No tiene sentido reivindicar una soberanía territorial-nacional que no existe cuando, además, la soberanía se está cediendo a organismos supraestatales. Contiene el germen del conflicto y la división, porque la concesión de privilegios fomenta la discordia...

EN uno de sus trabajos, el periodista y ensayista británico Timothy Garton Ash -una autoridad en la reciente historia europea- relata que en la sede del semanario polaco Tygodnik powszechny colgaba un retrato de Francisco José I, Emperador de Austria de 1848 a 1916, y Rey de Hungría de 1867 a 1916. La anécdota tiene mensaje: después de la caída del comunismo, algunos de los antiguos satélites de Moscú buceaban en la historia en busca de alternativa. ¿Por qué no inspirarse en los Habsburgo representados por Francisco José I? No se trataba de restaurar el viejo imperio austrohúngaro con sus reyes, reinas, príncipes, princesas, palacios y jardines. No se trataba tampoco de restituir la Monarquía, aunque algunos países como Bulgaria sí plantearon y plantean la cuestión. Se trataba de recuperar la idea plurinacional, pluricultural y pluriétnica sobre la cual, según se afirmaba, se sustentó la Monarquía dual de los Habsburgo. Monarquía, se decía, fundamentada en una serie de solidaridades nacionales. Para los redactores del semanario Tygodnik powszechny, esa era la solución para conseguir que Europa central saliera del cul-de-sac en el cual se encontraba tras el hundimiento del totalitarismo comunista. Y se las prometían muy felices, porque -aseguraban- la vía de los Habsburgo era lo más parecido al ungüento amarillo al respetar las realidades nacionales y culturales en un ambiente de paz, armonía, tolerancia, convivencia y colaboración.

En fin, la vía de los Habsburgo permitiría la construcción de una Europa central de los pueblos. Adolf Fischhof, uno de los teóricos del austrohungarismo, escribió en 1869 un libro titulado Austria y las garantías de su existencia en donde afirmaba que las naciones que constituían el imperio de los Habsburgo («una obra de marquetería en la que cada una de las piezas encaja con muchas otras») sólo podía subsistir bajo la forma de una «asociación de pueblos» organizada alrededor de un «Estado de nacionalidades». Unos años antes, el checo Franz Palacky, defensor de la nacionalidad checa y de la supranacionalidad habsburguesa, había proclamado que si el Estado de los Habsburgo -defensor, recordaba, del «principio de la igualdad de derecho de los pueblos»- no existiera habría que inventarlo por el bien de Europa y de la Humanidad.

Desconozco si el semanario polaco Tygodnik powszechny sigue publicándose. Desconozco si -de continuar existiendo- tiene todavía la foto de Francisco José I colgada en la pared de la redacción, y revindica aún la vía de los Habsburgo. Lo que sé es que en la Europa central de hoy los Habsburgo permanecen en los libros de historia. Pero, he aquí que la marquetería de los Habsburgo se quiere restaurar en un territorio -¿Nación? ¿Nación de naciones? ¿Comunidad de comunidades nacionales? ¿Estado plurinacional?- del Mediterráneo occidental llamado España. Sí, en España, al modo habsburgués, hay quien habla del cul-de-sac al que nos ha conducido la Constitución de 1978, de «solidaridades nacionales», de «paz, armonía, tolerancia, convivencia y colaboración plurinacional», de «encaje de naciones», de «asociación de pueblos», de «supranacionalidad», de «igualdad de derecho de los pueblos». Suena bien, pero tiene trampa. Parece moderno, pero es anacrónico. Se presenta como solución, pero contiene el germen del conflicto y la división.

La marquetería de los Habsburgo -propuesta por los nacionalismos periféricos y, según parece, aplaudida e impulsada por el Gobierno- tiene trampa, porque lo que se pretende no es el fortalecimiento de la solidaridad nacional, ni tampoco el encaje de los pueblos de España, sino la obtención de espacios de soberanía territorial -un cambio de modelo de Estado- a mayor gloria de intereses simbólicos y económicos de carácter particular. Resulta anacrónica, porque no tiene sentido reivindicar una soberanía territorial-nacional que no existe cuando, además, la soberanía se está cediendo a organismos supraestatales. Contiene el germen del conflicto y la división, porque la concesión de privilegios fomenta la discordia y la desagregación.

Cuentan los libros de historia que el reinado de Francisco José I estuvo marcado por los problemas nacionalistas. Perdió Lombardía, Venecia y parte de los territorios alemanes. Debilitado su poder, se vio obligado a conceder una amplia autonomía a los eslavos y a los húngaros, que con el tiempo llegaron a controlar a la propia Monarquía. Fracasó el intento de régimen constitucional de 1861 al ser boicoteado por húngaros y eslavos, quejosos de que el alemán fuera la lengua oficial. La burguesía alemana se negó a pagar los impuestos. El descontento se extendió entre los súbditos checos y serbios, que paulatinamente se fueron alejando de Austria-Hungría. Los últimos años de su reinado se vieron sacudidos por el asesinato -urdido por un nacionalista serbio- de su sobrino Francisco Fernando, que había sucedido a su hijo Rodolfo como heredero del trono. El atentado fue la chispa que desencadenó la I Guerra Mundial. Francisco José I, que falleció en el año 1916, no vio la derrota de Austria-Hungría, ni la disgregación de Austria y Hungría, ni la desaparición de la Monarquía de los Habsburgo. Y tampoco pudo ver cómo las naciones que supuestamente vivían en «paz, armonía, tolerancia, convivencia y colaboración plurinacional» bajo el manto de la «supranacionalidad» de los Habsburgo, reclamaron con tanta intensidad la «igualdad de derecho de los pueblos» que acabaron enfrentándose los unos a los otros -rumanos, croatas, polacos, rutenos, serbios, eslovacos, checos, alemanes, etc- en busca de una salida al caos generado por el «encaje de naciones» propiciado por la «asociación de pueblos» habsburguesa. Si Francisco José I hubiera podido contemplar el desastre, a buen seguro que añoraría aquel lejano año de 1848 cuando accedió al trono y consiguió restablecer el orden en Austria al detener el proceso de desintegración propiciado por los diversos grupos nacionalistas que existían en su seno.

Los nuestros son otros tiempos, otros escenarios y otros protagonistas. Pero, no está de más aprender de la historia. Si el Estado se debilita, si las concesiones políticas persisten, si el Gobierno no responde al desafío constituyente planteado por los nacionalismos periféricos, si ello ocurre, la España del XXI podría retroceder al período a caballo entre el XIX y el XX. Y es que hoy, en España, los nacionalismos periféricos -con la inapreciable ayuda de ciertos compañeros de viaje que juegan el papel de tonto útil-, conscientes de su poder, conscientes de las dudas, parsimonia, debilidad y estulticia del Gobierno, esperan que Francisco José I resucite en la figura de un Rodríguez Zapatero que legalice la asimetría política, o la comunidad de naciones, o la libre asociación, que conduzca a un nuevo Tratado de Saint-Germain-en-Laye en virtud del cual Austria vio reducida soberanía y territorio. Eso no ha de suceder, porque con la marquetería habsburguesa llegaría la trampa, el anacronismo y el conflicto de que hablábamos. El Gobierno no debe anteponer el interés partidista al nacional, no debe ceder al chantaje de las alianzas políticas que le mantienen en el poder, no debe tender puentes con quien busca alzar barreras, no debe morder el anzuelo del diálogo-trampa con los terroristas.