La masa es rebaño

Nunca me gustaron las manifestaciones, aunque participé, por supuesto, en las de 25 de febrero de 1981 o en la del 12 de marzo de 2004 y en la sobrecogedora concentración del 13 de julio de 1997 reclamando la liberación de Miguel Ángel Blanco. He huido siempre de las asambleas multitudinarias de vociferante desorden, de las aglomeraciones y embotellamientos, de las colas y, en general de las masas.

Con pasión me identifiqué, desde que recuerdo haber alcanzado el uso de razón, con los derechos y libertades individuales, nacientes en las revoluciones francesa y norteamericana y en nuestra emblemática, pero de cortísima vigencia temporal, Constitución gaditana. Las libertades colectivas fueron reconocidas mucho más tardíamente y su ejercicio se sujetó a no pocos frenos y cortapisas por el temor del poder político a la movilización crítica a que daban lugar. En todo caso entiendo que las libertades colectivas no son sino las libertades individuales en marcha, en acción, dirigidas a la consecución de aquellos fines y objetivos que nos resultan inaccesibles individual y separadamente de otros ciudadanos. Son libertades convivenciales que completan nuestro status libertatis.

Pero el sujeto de los derechos es siempre y necesariamente el individuo. El individuo, cada individuo, es el centro del universo, su ser transformador y el motor de la historia, tanto la escrita con mayúsculas (como los grandes personajes de los siglos X al XX a lo que dedica su extraordinario libro «La mirada del poder» mi amigo Pedro González-Trevijano), como de la personal trazada por cada uno de la que es su único dueño. El llamado éxito colectivo es fruto del hacer y quehacer común, pero su protagonismo corresponde a las personas que, con su esfuerzo, coadyuvan a ese fin con generosidad y entrega. Pongo un ejemplo, de innegable actualidad, y entiendo que compatible con este razonamiento. Exactamente un mes antes de la declaración del estado de alarma tuve el honor de presentar en el Congreso de los Diputados -junto a relevantes personalidades del sector- el libro, del que era coordinador, con el título de «40 años de Constitución. 40 años de Sanidad», en lo que fue un homenaje anticipado (y merecido) a nuestro sistema sanitario. Recordé entonces, y pido disculpas por la autocita, que el Servicio Nacional de Salud nace del compromiso, del sacrificio y dedicación de personas con cara y ojos, con nombre y apellidos, y entre ellos, los de las treinta y siete personas (personajes) que escriben su testimonio en ese libro, de distinto origen y adscripción, pero todos hijos del momento estelar de nuestra historia, el que culminó el 6 de diciembre de 1978.

El bestiario del totalitarismo y del autoritarismo, en sus distintas versiones, se acunó en el ensalzamiento de las masas, conducidas y adormiladas por una ideología o por un líder. De la que para mí constituye la novela definitiva sobre la llegada al poder de Benito Mussolini, y de la que es autor Antonio Scurati -merecido Premio Strega 2019-, con el título «M. El hombre del siglo», entresaco este párrafo: «La masa rebaño, el siglo de la democracia ha terminado, la masa carece de mañana. Las directivas del Duce son claras. Los individuos, abandonados a sí mismos, se aglutinan en una gelatina de instintos elementales e impulsos primordiales, un gel sanguinolento movido por un dinamismo abúlico fragmentario incoherente. Son simple materia, en definitiva. Por eso es necesario derribar de los altares democráticos a su “santidad la masa”. La democracia tiene una concepción predominantemente política de la vida. El fascismo es algo de muy distinto cariz... la disciplina militar incluye la disciplina política».

En el periscopio el foco se centra en borrar al individuo, larvar su conciencia, gusanear su cerebro, secuestrar su espíritu para hacerlo servil como en la granja de George Orwell o en la República de Gilead de Margaret Atwood. El individuo es animado a cavar su propia sepultura, a enterrarse en la masa dominadora que, naturalmente, piensa y decide por él. No hay representación sino absorción, ablación confiscación de la individualidad. Las neuronas son las de la masa cuyo cuadro de mandos conduce un Sujeto, que se suele creer carismático, al que nada importa el individuo, simplemente porque no cree en él, sino que solo aspira a someterlo, a su callada obediencia como en el incauto protagonista de «El Palacio de los sueños» del Nobel albanés Ismail Kadaré.

La que alguien bautizó como «caja tonta» es el instrumento operativo contemporáneo para arrastrar cuerpos inertes que aplauden su derrota, a la orden del regidor, en el colectivismo ambiente. La «caja tonta» convoca a miles de espectadores-consumidores que degluten lo que el vendedor de turno determina. En «El abuelo que saltó por la ventana y se largó», el sueco Jonas Jonasson, con ese delirante sarcasmo que en ocasiones nos recuerda a Eduardo Mendoza, escribe que el padre de Allan (el abuelo) le recordaba que «su amigo Fabbe sostenía la tesis de que la gente no sabe lo que le conviene y necesita que alguien le eche una mano», claro que también puede ser para rodear los cuellos con sendas sogas rugosas que ahoguen la individualidad.

El engatusamiento, con pretensión de atontamiento, se convierte así en arma de destrucción masiva, cuando otro (u otros) piensan por nosotros dejamos de ser los propietarios de nuestro destino. La dilución es una derrota, porque la pérdida de la identidad personal, sumergida en la masa amorfada, en el teatro de guiñoles por (el sujeto) que mueve los hilos, es la muerte civil. Nos lo enseñó el vídeo del pastor francés, que no llegó a calificarse de bulo, y que circuló viralmente por las redes, demostrando que las ovejas se parecen demasiado..., o quizás es al revés.

Enrique Arnaldo Alcubilla es catedrático de Derecho Constitucional.

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