La masculinidad estadounidense según Josh Hawley

Es un problema con demasiados nombres.

Masculinidad tóxica. La feminización de Estados Unidos. La ausencia epidémica del padre. La crisis de los niños. El fin de los hombres. Hay muchas explicaciones y soluciones en competencia para la difícil situación del hombre estadounidense contemporáneo. El estado de la hombría se ha convertido en un frente más de nuestras guerras culturales, un debate que se sigue desmenuzando en un marco político, incluso mientras los propios hombres se siguen desmoronando.

A estas alturas, los signos de ese desmoronamiento son bien conocidos: los chicos en Estados Unidos están menos preparados que las chicas cuando empiezan la escuela y es menos probable que se gradúen del bachillerato o terminen la universidad. Los jóvenes no están formando parte de la fuerza laboral. Las llamadas muertes por desesperación —por suicidio y sobredosis de drogas— son casi tres veces más frecuentes entre los hombres que entre las mujeres. Además, uno de cada cinco padres no vive con sus hijos. En 1990, el tres por ciento de los hombres afirmó no tener amigos cercanos; ahora es el 15 por ciento.

La masculinidad estadounidense según Josh Hawley
Zohar Lazar

Estos indicadores están por todas partes en el libro detallado que Richard Reeves publicó en 2022, Of Boys and Men, el cual se ha convertido en un texto de referencia sobre la materia. “El problema con los hombres se suele plantear como un problema de hombres”, escribe Reeves. “Se debe reparar a los hombres, un hombre o un niño a la vez. Este enfoque individualista es equivocado”.

Como especialista académico en clases sociales y desigualdad, Reeves más bien considera que los problemas estructurales de nuestra sociedad son los que agobian a los hombres, y tiene en mente varias soluciones políticas. Quiere retrasar un año el ingreso de los niños a la educación preescolar, en parte porque sus cerebros se desarrollan más lento que los de las niñas. Quiere ver más maestros hombres desde el preescolar hasta el decimosegundo grado, porque sirven de modelo para los niños y contribuyen a mejorar su rendimiento académico. (Los hombres representan el 24 por ciento de los maestros estadounidenses, una cifra más baja en comparación con el 33 por ciento de inicios de la década de 1980). Y, en una época en que la automatización y un comercio más libre han transformado los mercados laborales, Reeves quiere crear más oportunidades para los hombres en lo que él denomina empleos HEAL (sigla en inglés de salud, educación, administración, alfabetización), los cuales normalmente dominan las mujeres.

Son ideas sensatas, pero me pregunto si están a la altura de las dificultades que el mismo Reeves describe de forma convincente. ¿Más maestros hombres de ciencias en el bachillerato o un año más de educación preescolar solucionarán la “constante sensación de falta de propósito” que aflige a los hombres en la actualidad —en palabras de un escritor que citó Reeves— o ampliarán “la limitada variedad de fuentes de significado e identidad” de la que sufren? El “reequilibrio dramático” del poder económico y cultural entre los sexos en las últimas décadas “ha vuelto obsoletos los viejos modelos de masculinidad, en especial el referente al sostén de la familia”, escribe Reeves. “Pero nada los ha remplazado todavía”.

A Josh Hawley, senador estadounidense por Misuri, se le han ocurrido algunas ideas para sustituirlos. Su nuevo libro, Manhood: The Masculine Virtues America Needs, recurre a influencias bíblicas —las historias de Adán, Abraham, David y Salomón, en particular— para combatir el malestar de los hombres estadounidenses, quienes están tan aturdidos con los videojuegos y la pornografía y afligidos con la depresión y la drogadicción que no pueden distinguir su vocación. “No tienen ningún modelo”, escribió Hawley, preocupado. “No tienen ninguna visión de lo que es ser un hombre”.

Hawley escribió que los hombres están llamados a cultivar, proteger y expandir el Edén que es la Tierra, para enfrentarse al mal, abrazar la servidumbre, privilegiar el deber sobre el placer, disciplinar sus cuerpos y ordenar sus almas. Deben “iniciar familias, construir hogares y dejar legados de carácter que duren generaciones”. El senador, sin complejos, alienta encontrar consuelo en el pasado. “Hombres estadounidenses, es hora de despertar”, escribió en su capítulo final. “Es hora de convertirse en hombres libres, como lo fueron sus padres y abuelos”.

Sin embargo, no hay ninguna certeza que nuestros padres y abuelos lo tuvieran todo claro. Los lamentos sobre la condición de los hombres tienen una larga historia en los debates culturales estadounidenses, que se remonta a mucho antes de que naciera Hawley, de 43 años. En 1958, la revista Esquire publicó un ensayo de Arthur Schlesinger Jr. titulado “La crisis de la masculinidad estadounidense”, que casi parece como si se hubiera publicado en estos días. “¿Qué le ha pasado al hombre estadounidense?”, preguntaba Schlesinger. “Durante mucho tiempo parecía totalmente confiado en su hombría, seguro de su papel masculino en la sociedad”. No obstante, Schlesinger escribió que, a mediados del siglo XX, los hombres habían llegado a considerar su masculinidad “no como un hecho, sino como un problema”.

El poeta Robert Bly, en su exitoso libro de 1990, Iron John: A Book About Men, trazó el dolor del hombre moderno desde la Revolución industrial, que separó a los hombres de sus familias y de la naturaleza, hasta la Revolución de la información, que dejó a hombres atados a la oficina y demasiado enervados como para orientar bien a sus hijos. “Muchos de los papeles de los que los hombres han dependido durante cientos de años se han disuelto o han desaparecido”, escribió Bly, quien, una generación después de Schlesinger y una antes de Reeves y Hawley, llegó a la conclusión de que los hombres adultos se sentían avergonzados y los jóvenes, confundidos.

Para Schlesinger, quien llegaría a trabajar como asesor del presidente John F. Kennedy, la respuesta no era reafirmar una actitud machista al estilo John Wayne para contrarrestar el creciente empoderamiento femenino, sino reconstruir un sentido de identidad individual para luchar contra la burocracia asfixiante y la centralización económica del Estados Unidos de la posguerra. En otras palabras, quitarse el traje gris y el ethos del “hombre de la organización” y, en su lugar, desarrollar un sentido de lo irreverente, de lo artístico, de lo moral, de lo político; según Schlesinger, de esta manera los hombres, las personas, pueden oponer resistencia a la uniformidad. En opinión de Bly, parte de la respuesta consistía en recrear los ritos antiguos de iniciación masculina y restablecer la tutoría entre los jóvenes y sus mayores, una relación que instruye a los chicos a canalizar, pero no suprimir, sus instintos.

Es fácil fruncir el ceño al leer a Hawley —un largo sermón sobre la masculinidad se siente un poco como una sobrecompensación cuando viene del tipo que huyó a toda prisa por los pasillos del Capitolio junto con otros senadores después de que saludó con el puño en alto a los alborotadores pro-Trump el 6 de enero—, pero hay muchas cosas que se deben tomar en serio de sus páginas. Pide la subordinación del yo frente a las necesidades de quienes amamos. Defiende la dignidad de todos los trabajos, independientemente de que sean denigrados como un trabajo “sin futuro”. Reconoce la paternidad como un recordatorio diario de nuestros defectos. Además, insta a los hombres jóvenes a asumir una mayor responsabilidad en sus propias vidas (“Abandonar la pornografía es un buen punto de partida”, escribió Hawley) como un paso para vislumbrar esa visión extraviada de la virilidad. Rechazar o burlarse de estas opiniones por el mero hecho de que procedan de Hawley es dejar que los compromisos partidistas arrollen a los intelectuales.

Ahora, si Hawley simplemente hubiera escrito un libro sobre los problemas muy reales que enfrentan los hombres jóvenes en Estados Unidos, agregando sus recomendaciones predilectas sobre cómo vivir una vida más satisfactoria, Manhood: The Masculine Virtues America Needs podría haber sido un esfuerzo interesante. Más aún, si Hawley hubiera ahondado en explicar por qué “no hay mayor amenaza para esta nación que el colapso de la masculinidad estadounidense” y cómo, en ausencia de la restauración de la masculinidad, “ya no seremos una nación autónoma porque no tendremos el carácter para ello”. Estas advertencias merecían una mayor exploración para que no terminaran siendo solo florituras retóricas.

Pero Hawley no hace ninguna de esas cosas. En su lugar, convierte a Manhood: The Masculine Virtues America Needs en un conocido ataque a una izquierda atea, sentenciosa y buscadora de placer que, según afirma, está intentando someter a los hombres y transformarlos en consumidores complacientes, andróginos y dependientes. “Gran parte de la izquierda de hoy parece acoger a los hombres que son pasivos y dóciles, que harán lo que se les diga y se sentarán en sus cubículos, con los ojos fijos en sus pantallas”, escribió Hawley. La “religión progre” de la izquierda pretende suplantar al Dios de la Biblia y exige que “renunciemos a la masculinidad, la feminidad, el cristianismo y otros supuestos marcadores de ‘poder social’ y nos sometamos a la tutela correctiva de la élite liberal”.

Según Hawley, la izquierda considera a los hombres la fuente de sus propios problemas. “En los centros de poder que controlan, lugares como la prensa, la academia y la política, culpan a la masculinidad de los males de Estados Unidos”, escribió el senador. Hawley no está tan equivocado cuando se queja de los mensajes contradictorios que se dirigen a los jóvenes de hoy en día —Debes darle forma y reclamar tu identidad, pero ¿por qué eres tan tóxico y opresivo?—, pero parece no darse cuenta de la contradicción que hay en el núcleo de su libro: capítulo tras capítulo, Hawley les dice a los jóvenes que dejen de culpar a los demás de sus problemas y los insta a asumir la responsabilidad personal de sus vidas y fracasos… y luego procede a darles a esos mismos jóvenes alguien a quien culpar de su destino.

Entonces, ¿cuál es la opción correcta, senador? ¿Los hombres estadounidenses necesitan ponerse los pantalones como sus antepasados o encerrarse en silos ideológicos como sus líderes políticos? Si está promoviendo la hombría, ¿por qué regodearse en el victimismo? Este es un libro que levanta el puño y luego corre a esconderse.

Aunque no menciona a Reeves por su nombre (excepto en sus notas finales), Hawley expresa su desacuerdo con los “expertos acomodados de manera segura en sus centros de investigación” que piden que más hombres ingresen a profesiones como la enseñanza y el trabajo social. “No hay nada malo con esas carreras, por supuesto”, nos asegura Hawley —después de todo, los asistentes de salud a domicilio también votan— pero parece preocuparle que esos trabajos simplemente no sean lo suficientemente varoniles. “Los hombres históricamente están menos interesados en estos campos y menos preparados educativamente para asumirlos”, escribió Hawley. Además, “¿realmente es demasiado pedir que nuestra economía funcione para los hombres tal como son, y no como la izquierda quiere que sean?”.

Por su parte, Reeves sí menciona a Hawley por su nombre en Of Boys and Men, cuando recuerda un discurso de 2021 que pronunció el senador en la Conferencia Nacional de Conservadurismo, en el que describió los desafíos que enfrentan los hombres y fustigó el esfuerzo de la izquierda por definir la masculinidad como tóxica. (Por mi parte, estaría encantado si “tóxico” y “progre” se cancelaran entre sí y nunca más escucháramos de ellos). “Cuando se trata de soluciones, Hawley por lo general no tiene nada que mostrar”, escribió Reeves. También acusa a la derecha de manera más general de atizar los agravios masculinos con fines políticos y de querer “retroceder el reloj” en las relaciones económicas entre hombres y mujeres. Desde la publicación del libro de Hawley, Reeves también ha publicado una larga refutación a la sugerencia del senador de que los hombres no quieren asumir los llamados empleos HEAL, bajo el título un tanto autorreferencial “Lo que Josh Hawley entiende mal de mí”.

Hay muchos desacuerdos significativos entre estos escritores —y tienen razón en discutirlos— pero me sorprendió una amplia coincidencia. Un senador, un académico y un poeta coinciden en que la hombría no brota completamente formada del vientre materno ni comienza con una transformación biológica reconocible, como la pubertad, que convierte a los niños en hombres. Por el contrario, debe moldearse y reafirmarse de manera constante.

“La hombría es algo que se alcanza, no algo con lo que se nace”, escribe Hawley. “Es un logro del carácter”.

“La hombría no se da por sí sola”, escribe Bly. “No sucede porque comamos Wheaties”.

“La hombría es frágil”, escribe Reeves, y agrega que “la construcción de la masculinidad es una tarea cultural importante en cualquier sociedad”.

La unidad de estas visiones es conceptual; sus diferencias son prácticas. Es menos vital que la hombría se construya por medio de interpretaciones bíblicas, se nutra de rituales y mentores o se reimagine en periodos de agitación cultural y económica que la simple noción de que sea creada.

Esta forja de la hombría no está exenta de riesgos; si los hombres y los niños buscan a tientas un sentido de propósito y significado, lo encontrarán, ya sea en un templo o en un sótano, de un mentor o de un influente, por medio de un ritual o de una adicción. Reeves tiene razón en que las luchas colectivas de los hombres no deben interpretarse como un problema inherente de un género, como si todos los hombres tuvieran defectos y hubiera que enviarlos a reparar. No obstante, si concebimos la hombría como algo creado o logrado —no dado, heredado o inamovible—, esta crisis colectiva de niños y hombres es también una oportunidad para la autodefinición individual. Puede ser que todos los hombres, cada uno de nosotros, decida lo que significa serlo. No tiene por qué tratarse de “ponerse los pantalones” o de sentar cabeza.

Carlos Lozada se convirtió en columnista de la sección de Opinión del New York Times en septiembre de 2022, luego de 17 años como editor y crítico de libros en The Washington Post. Es autor de What Were Were Thinking: A Brief Intellectual History of the Trump Era y ganador del Premio Pulitzer 2019 a la crítica.

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