Un nuevo aniversario del final de la violencia terrorista y —cómo no— una machacona insistencia en la necesidad imperiosa de que todas las partes —ETA, Gobierno, ciudadanos todos— den los pasos necesarios para conseguir el objetivo excelso de que la sociedad vasca llegue a ser por fin una sociedad reconciliada. Porque ahora mismo, según les parece a los pertinaces exigentes de los pasos, lo que tenemos es una sociedad cuyos miembros coexisten, pero no una en la que conviven de verdad. No parece sino que estaríamos por estos lares en algo así como la situación de coexistencia pacífica que hubo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, ambos armados hasta los dientes de cohetes y mirándose desconfiados. Mientras que ahí a nuestro alcance, con un poco de esfuerzo reconciliatorio, estaría la verdadera convivencia feliz de los vascos todos.
Reconciliación, noble palabra. De indiscutible raigambre religiosa, incluso untada de sacralidad. Obvio sin embargo que nos encontramos también ante que eso que se llama una palabra-trampa, de esas cuya sola formulación produce el cierre anticipado de la discusión. Porque quien pone en el tablero la propuesta de “reconciliación” se reviste de una tal superioridad moral —¿quién es capaz de negarse a ella sin caer de inmediato en la categoría de mezquino o vengativo?— que hace imposible la discusión. Por mucho que la reconciliación fuese asimétrica —uno de los bandos tendría que moverse mucho más que el otro para conseguirla—, entrar en la dialéctica de la reconciliación termina por conceder algo a los terroristas o a sus relatadores interesados.
Por eso es su mantra constante. Porque si los ciudadanos pacíficos que nunca agredimos a nadie, o el Estado de Derecho que nos ampara, si cualquiera de ellos tiene que moverse de sus posiciones, por poco que sea, es porque algo malo hizo o hicieron en el pasado. Con lo cual ingresamos de hoz y coz en el relato de contextualización benévola de la violencia pasada, la única victoria que queda al alcance de los ideólogos del conflicto: todos tuvieron alguna culpa, por eso todos tienen que poner ahora algo de su parte. Y no es así, una cosa es perdonar a quien lo pida y otra que nos conminen a reconciliarnos. Aquí no hubo una guerra civil entre vascos, igual que Bélgica no invadió el II Reich.
Neguemos la mayor: no existe eso que se llama “sociedad reconciliada”. Y no sólo no existe, sino que no cabe proponerla como objetivo normativo en democracia. Quienes lo hacen están confundiendo torticeramente la buena sociedad en que piensa la democracia liberal con el reino de los cielos o la comunión de los santos.
Una buena sociedad no es aquella en que todos sus integrantes se aprecian, se quieren, o comparten sentimientos de identidad fraternos, tienen las mismas metas y comparten un recíproco aprecio: esa es la utopía escatológica de muchas ideologías, desde el socialismo marxista al radicalismo rousseauniano, desde el nacionalismo al populismo, pero no es lo que la raíz liberal de la democracia ha percibido siempre como límite insuperable de la sociedad humana: su irreprimible estado de conflicto entre ideas, intereses y aspiraciones. Su pluralismo de valores, imposible de resolver en ninguna fórmula salvo la de la pura y simple coexistencia bajo reglas convenidas. ¿Les resulta pobre y deprimente a algunos? Es su error de concepto y de esperanza, la democracia consiste en saber desilusionarse y aprender la decepción.
La situación normal —no usemos la palabra natural— de la sociedad es la conflictiva, y es bueno que así sea, de lo que tratan las reglas es de encauzar el conflicto para que la sociedad no se destruya, no de suprimirlo.
La sociedad vasca no necesita para ser una sociedad normal —conflictiva— ninguna reconciliación ciudadana. Le basta, como a todas las sociedades democráticas, con que todos acaten las normas, aunque sea a regañadientes y con miradas torvas.
Nadie espera de ellos amor ni cariño, sólo se trata de que no den palizas a nadie. No de que aplaudan a la policía, basta con que la respeten. Eso es la convivencia. Lo demás son ganas de confundir.
José María Ruiz Soroa es abogado.