La mayor tarea de Rajoy

La Transición supo consolidar entre los españoles tres creencias básicas acerca de su país, que pueden expresarse así: España significa todos, significa iguales y significa libres. Todos quiere decir que España es una democracia auténtica, sin tacha; iguales, que nos tomamos en serio la igualdad de oportunidades; y libres, que el nuestro es un gobierno de leyes, que somos ciudadanos de un Estado que protege nuestros derechos mediante la aplicación justa de las normas. Es decir, la creencia de que España significa todos, iguales y libres se condensa en la creencia de que España es un Estado democrático, social y de derecho. Con los matices propios de cada sesgo o querencia, el éxito de la Transición fue consolidar como creencias comunes estas cosas, que inicialmente eran buenos deseos pero que pronto fueron leyes y políticas. Esas creencias han dado legitimidad y valor al sistema político de 1978.

Pero hoy estas creencias se han erosionado. Los españoles no están en absoluto seguros de la calidad de su democracia; ni de que exista igualdad de oportunidades ni de que las instituciones tengan verdadero interés en que la haya; y no están seguros de que el nuestro sea un gobierno de leyes previsibles e iguales para todos.

Éste es el legado profundo de los últimos años, haber debilitado las creencias en que se basaba nuestra convivencia política. En primer lugar, la deslegitimación de la Transición ha sido una actividad constante y consciente del Gobierno desde 2004. Se ha provocado un debilitamiento de las creencias sobre las cualidades morales de la democracia española. Constitucionalista (que no deja de ser una variante excelsa del término legal y cuyo contrario debiera ser imposible en un contexto democrático liberal) es una adscripción minoritaria, y en algunos lugares testimonial.

En segundo lugar, cada día es más patente la fractura de la sociedad española entre grupos amplios cuya capacidad de elección real diverge en razón de su posición de partida. Porque el deterioro de los servicios públicos esenciales y la cautividad en que muchos españoles se hallan de aquello que se les ofrece por las Administraciones, particularmente de la educación, anula en la práctica la movilidad social y la igualdad de oportunidades. Se ha generado un descreimiento profundo sobre la ecuanimidad de nuestro sistema de bienestar, comenzando por la incapacidad para producir empleo mientras persisten agravios comparativos inocultables; la utilización de las Administraciones para difundir un credo partidario ha sido evidente, al tiempo que se actuaba con clara irresponsabilidad fiscal y sin prestar atención a los efectos de la crisis.

Finalmente, el uso político de la Justicia y de las instituciones ha tenido episodios abochornantes que no han pasado inadvertidos para nadie. Se ha producido una sensación muy extendida de que en España la ley no quiere decir gran cosa cuando están por medio los políticos, la sensación de que el nuestro es un sistema sin límites fiables, en el que puede pasar cualquier cosa porque ni los procedimientos, ni las instituciones, ni las magistraturas son previsibles en su comportamiento, y en todo caso se reservan un margen de maniobra que raya en la arbitrariedad y que beneficia a unos pocos. Los españoles han visto que el Estado de Derecho puede ser suspendido, adormecido o utilizado a favor o en contra de pretensiones de partido sin que ello provoque las consecuencias que cabría suponer cuando el hecho de que esas cosas no pasen ni queden sin sanción constituye la garantía básica de la libertad de todos.

No es sorprendente, pues, que las series estadísticas del CIS registren un desplome apocalíptico de la confianza de los españoles en su sistema político. No porque hayan dejado de creer en una España de todos, de iguales y de libres, sino porque han dejado de creer que España sea tal cosa o aspire realmente a serlo. La alternativa a esa creencia es la anomia y el despeñamiento en un mundo hobbesiano: «Donde no hay ley no puede haber injuria».

Por todo esto, aunque pueda establecerse una similitud genérica entre las condiciones de acceso al Gobierno del PP en 1996 y las condiciones en que se encuentra España ahora, lo cierto es que las cosas son muy distintas: hoy no tenemos creencias compartidas, sólo una gran duda sobre lo que somos y sobre lo que podemos llegar a ser. Esa duda es la que hay que despejar. En estas circunstancias no será posible ejecutar una agenda amplia y profunda de reformas, capaz de sacar al país de la peor crisis económica e institucional que se recuerda en mucho tiempo y de adaptarlo a un contexto de restricción presupuestaria permanente a largo plazo.

De modo que el primer trabajo del próximo Gobierno de España ha de ser recuperar las creencias perdidas, porque sin ellas será sencillamente imposible ejercer el poder con legitimidad, con autoridad y con provecho. Los resultados del 22 de mayo ofrecen una oportunidad para empezar a trabajar en esa tarea.

Si no se acierta en ello pronto, cualquier proyecto de gobierno, por bien fundado que se encuentre, fracasará, porque carecerá de lo que es indispensable para gobernar: una presunción generalizada de que se gobierna mediante leyes y para el bien de todos por igual.

Con frecuencia se dice que Rajoy, como probable próximo presidente del Gobierno, va a tener que realizar la proeza de hacer muchas reformas en poco tiempo. Pero su tarea será aún mayor y más importante que hacer reformas. Tendrá que restaurar las bases de legitimidad del sistema, tendrá que volver a consolidar como creencias políticas lo que ahora está puesto en cuestión, tendrá que hacer posible que su victoria signifique realmente que dispone de poder para gobernar a favor de un país reconocible, vuelto en sí, con un soporte sociológico comprometido con los fundamentos de la democracia española de 1978. Un país que quiera ser y que quiera elegir su modo de ser.

Porque la creencia de que España existe y de que significa algo valioso, incluso extraordinariamente valioso, es lo único que permitirá pedir y obtener el apoyo necesario para transformar el sufrimiento que padecemos en sacrificio. Creo que ésa será la clave del éxito del próximo Gobierno: transformar el puro sufrimiento en sacrificio, es decir, transformar un padecimiento impuesto y sin sentido en un esfuerzo elegido que sirve a un bien superior.

La tarea de Rajoy no será hacer las reformas. Ésa es una tarea técnica compleja, pero relativamente menor en comparación con la genuinamente política que recaerá sobre él. Su tarea, la más difícil, será mantener unido al país alrededor de un consenso fuerte de alcance moral mientras las reformas se hacen. La tentación tecnocrática no es una opción viable dadas las circunstancias. Hace falta empuje político puro para regenerar un sistema muy dañado. Y será necesario hablar a la nación.

Miguel Ángel Quintanilla Navarro, politólogo.

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