La mecánica del genocidio

Las grandes matanzas del siglo XX han suscitado un enorme volumen de publicaciones en las que se relatan historias individuales, en su inmensa mayoría las de las víctimas y los supervivientes. Los libros como Desde aquella oscuridad, en el que la periodista Gitta Sereny refleja sus entrevistas detalladas con Franz Stangl, el antiguo responsable de Treblinka, son excepción. Y todavía más infrecuente, e incluso imposible, es encontrar documentales que nos muestren a los autores de esos crímenes de masas comprometidos con la búsqueda de la verdad. Pero su interés salta a la vista. Oír hablar a las víctimas es desgarrador, provoca emoción y compasión, pero no nos enseña nada: las víctimas no son las responsables de esos hechos, sino quienes han sufrido, impotentes, la voluntad de otros. Si queremos comprender los desastres pasados, condición previa indispensable para cualquier intento de impedir que se repitan, lo que debemos hacer es acudir a quienes cometieron esos actos: ¿por qué hicieron esas cosas? ¿Cuál es el mecanismo que engendra el horror? ¿Cómo puede convertirse un hombre corriente en un verdugo de masas? Por desgracia, los individuos que podrían hacerse estas preguntas y buscar respuesta sin hacer concesiones son escasos; en su mayoría, no se consideran culpables en absoluto y concentran sus esfuerzos en buscarse excusas.

En 2009 se celebró en la capital de Camboya un proceso al régimen de los jmeres rojos por los crímenes cometidos durante su periodo en el poder. En el banquillo de los acusados, una sola persona de apellido Duch, antiguo director de un centro de torturas y exterminio, denominado S 21. El juicio, el primero de su tipo en aquel país, fue excepcional, entre otras cosas, por el hecho de que los archivos del centro están perfectamente conservados y, por tanto, permiten reconstituir de forma minuciosa su funcionamiento. Pero fue extraordinario también por la personalidad del procesado, que en ningún momento trató de eludir sus responsabilidades, sino que se reconoció culpable de un crimen abominable del que dijo arrepentirse amargamente y, a continuación, se comprometió a cooperar activamente con el tribunal.

A todos estos elementos, ya sustanciosos, se añade otro más muy positivo: el juicio originó varios libros de gran calidad, redactados por testigos que aclaran diversos aspectos de él, y, cosa aún menos frecuente, un documental sobre Duch. Su director, Rithy Panh, con el deseo de comprender más que conmover, se sumerge en el espíritu del verdugo y tiene el valor, o la prudencia, de no enmarcar el discurso de su personaje en el suyo de autor, sino de enfrentar directamente al espectador con el hombre que confiesa y analiza sus crímenes. El resultado es sobrecogedor.

Estos libros y este film permiten, ante todo, reconstruir el contexto en el que actuaban los jmeres rojos, una guerra civil (1970-1975) que causó 600.000 muertes, un país que padecía los bombardeos estadounidenses (cayeron en él casi cuatro veces más bombas que sobre Japón durante la Segunda Guerra Mundial), el ansia de libertad y justicia que engendró toda aquella violencia. Los testimonios relatan el proceso inexorable que se inició con la victoria de los comunistas en 1975 y prosiguió hasta 1979. La represión tuvo tres fases. Al principio, ejecutaron a todos los antiguos enemigos, pero también a los “desviados”: locos, discapacitados, leprosos. A continuación, expulsaron de las ciudades a todos los que no pertenecían a las nuevas clases privilegiadas de obreros y campesinos, es decir, los enseñantes, empleados, comerciantes, propietarios, y los enviaron a cavar canales y construir diques, con el argumento de que, para merecer formar parte del pueblo, necesitaban reeducarse. Un año después comenzó la tercera fase, la persecución de los “enemigos interiores”, una purga permanente que afectó a los propios revolucionarios y acabó con todos los sospechosos en prisiones especiales, como la que dirigía Duch, en las que los torturaban para que revelasen los nombres de sus “cómplices” y luego los ejecutaban. La vida de un enemigo no valía nada, y tampoco las de las personas más próximas a él: esposa, hijos, padres, amigos, colegas. Los presos eran “bolsas de sangre”: les sacaban toda la que tenían —con lo que morían de inmediato— y les practicaban una vivisección “para estudiar su anatomía”. Se calcula que el número de víctimas de aquellos cuatro años asciende a 1.700.000, aproximadamente el 20% de la población.

Antes de asumir su compromiso político, Duch era un personaje corriente, atento a los demás, aplicado en su trabajo, inteligente. Durante su periodo de jmer rojo, cometió crímenes extraordinarios y supervisó las torturas y ejecuciones de al menos 12.500 personas. Su paso de una cosa a otra se explica, más que por su pasado personal, por su relación con la historia colectiva: en este caso, no se trata de un monstruo individual. La fuerza que impulsó el régimen fue la ideología comunista llevada al paroxismo y sostenida por el ejército, que no se ha visto sometido a ningún proceso porque el tribunal solo juzga a individuos. Los dirigentes de los jmeres rojos se remitían a Marx, Lenin y Mao, a los comunistas franceses, país en el que varios de ellos habían estudiado. El objetivo era crear un hombre nuevo y una sociedad nueva, de manera que había que comenzar por destruir todo lo que existía. Privar a la persona de su familia, su casa, su profesión, incluso darle un nombre nuevo. La alternativa que se ofrecía a la población era adoptar la nueva fe con entusiasmo o someterse a ella por miedo al sufrimiento. La presión era tal que nadie podía superarla. Pero las reacciones fueron distintas: unos se negaron (y aceptaron morir), mientras que otros se sometieron (y aceptaron matar). En varias cárceles especiales, como la que dirigía Duch, se torturaba a los “sospechosos” para que revelasen los nombres de sus “cómplices” y luego se les ejecutaba de forma sistemática. Las “confesiones” extraídas a las víctimas permitían mantener la ficción de las conspiraciones, que debían servir para explicar los fallos económicos y justificar la dictadura, convertida en un fin en sí misma.

¿Cuál es el régimen político más inhumano?, se pregunta Rithy Panh, y responde: el que decide qué es lo que le conviene al individuo y se lo impone a todos.

Por Tzvetan Todorov, semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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