La medalla a la activista Rosario Ibarra es un acto vacío

La legendaria activista Rosario Ibarra de Piedra recibirá la próxima semana la medalla Belisario Domínguez, que entrega el Senado mexicano y es una de las mayores distinciones del país. Pese a ello, Ibarra aún critica —y con razón— al actual gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador por la falta de una política de Estado que esclarezca el paradero de las víctimas de desaparición forzada y juzgue a los victimarios.

La luchadora más emblemática contra la Guerra Sucia (1965-1985) —un período de represión estatal a grupos guerrilleros y movimientos opositores— tiene 92 años. Si bien no conserva la enjundia física de antaño, mantiene el mismo espíritu aguerrido con el que ha exigido durante décadas la aparición de su hijo Jesús Piedra Ibarra —desaparecido en 1975 por agentes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS)— y la de cientos de personas más que también se llevaron agentes del Estado.

Ante el nombramiento que le dará el Senado —en donde el partido oficialista Morena es mayoría— Doña Rosario sigue exigiendo al actual gobierno la creación de una Comisión de la Verdad que investigue el destino de al menos 557 personas desaparecidas entre 1969 y 1998, las cuales tiene documentadas. Aún no tiene respuesta. Ese silencio hace que el homenaje luzca como un acto vacío, de relumbrón.

Este es el mensaje (resumido y editado) que me hizo llegar por correo Rosario Ibarra, creadora del Comité Eureka, quien por su condición de salud no podrá acudir personalmente a recibir la medalla el 23 de octubre. En su representación asistirán sus dos hijas.

“En junio hicimos un reclamo público porque la Secretaría de Gobernación instaló un memorial en el edificio ubicado en Circular de Morelia 8 (la exsede de la DFS en la Ciudad de México), que consideramos la escena del crimen terrible de la desaparición forzada y que debiera ser investigado. ¿Para qué? ¿Una simulación más? Hasta la fecha esa Secretaría solo ha dado evasivas y burlas a nuestras propuestas para investigar los casos de desaparición que el Comité Eureka ha denunciado y documentado.

Lo hemos dicho siempre: no hay nada que nos puedan ofrecer a cambio. Saber de los nuestros y que reciban la justicia que les fue arrebatada, así como acabar finalmente con este crimen terrible que ofende y agrede enormemente a la conciencia de la humanidad, siempre han sido nuestros únicos objetivos; sin estos, todo lo demás carece de sentido para nosotros.

Sabemos con datos precisos qué policías o militares detuvieron y desaparecieron a los nuestros, a dónde los llevaron y quiénes fueron las mentes perversas que lo ordenaron. Solo se requiere de una investigación bien hecha y a fondo para saber dónde están nuestros hijos y familiares, y por eso ya hemos pedido al nuevo gobierno la creación de una Comisión de la Verdad. No ha habido respuesta, pero de ninguna manera cejaremos en nuestro empeño de encontrarlos.

A pesar del tiempo transcurrido, nuestro grito ‘¡Vivos los llevaron! ¡Vivos los queremos!’ no es en vano. No somos locas o ingenuas. Buscamos la verdad, que nos digan qué fue de ellos después de ser sustraídos de sus familias con la violencia brutal y feroz de un aparato represor y terrorífico que fue creado exclusivamente para este fin; y que creció y se perfeccionó para continuar impune conforme iban cambiando los malos gobiernos que antecedieron al actual”.

Ibarra tiene razón: el Estado mexicano, como una excepción en Latinoamérica, guarda el capítulo de terror de la Guerra Sucia en la impunidad.

Ante una nula política de justicia transicional por parte del actual gobierno, lo que ha intentado son otras acciones de relumbrón: la disculpa pública de la Secretaría de Gobernación a la exguerrillera Martha Alicia Camacho, quien fue torturada y su marido desaparecido por el Ejército; o el “rescate” cultural de lugares de tortura y exterminio, como el de las instalaciones de la DFS.

Otros familiares de víctimas de la Guerra Sucia, como Enoé y Pavel Uranga, califican de “disculpa vacía” el acto de la Secretaría de Gobernación. Dicen que este tipo de medidas deberían llegar después del procesamiento y sentencia a los culpables, la ubicación de las personas desaparecidas, la atención y reparación del daño a las víctimas, y la garantía de no repetición por parte del Estado.

Sin duda debe reconocerse a doña Rosario, y con ese gesto, a los cientos de mujeres que se enfrentaron al Estado en los años 70. La mayoría de ellas madres de familia, campesinas y estudiantes universitarias a quienes movieron la angustia y el amor por sus seres queridos. El país, y la Cuarta Transformación en particular, tienen una deuda histórica con ellas. No se entiende su llegada al poder sin sus acciones.

Su exigencia de una amnistía para la juventud encarcelada por actos guerrilleros rompió el cerco represivo, mediático y político que detonó en la reforma política de 1977 mediante la cual la izquierda pudo, finalmente, ser votada en comicios electorales.

Su trabajo por la liberación de personas recluidas en cárceles clandestinas policíacas y militares creó un frente común de la lucha opositora en 1979, que es el gran antecedente de la defensa de los derechos humanos en el país.

Para Doña Rosario, quien fue candidata presidencial en dos ocasiones, ningún reconocimiento apaciguará su demanda de dar con el paradero de su hijo y de las demás personas desaparecidas.

Es por eso que la atención a la exigencia de doña Rosario de crear una Comisión de la verdad no solo no es vana, es apremiante, porque la impunidad de ayer se ha perpetuado hasta hoy. Por eso vivimos en un país ya convertido en una república de fosas.

Laura Castellanos es periodista independiente y autora del libro ‘México Armado’, que explica la historia de las desapariciones forzadas en el país.

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