La meditación del rey destronado

No era el rey Arturo. Tampoco era el caudillo que unos soñaban y otros denunciaban. Es dudoso que a estas alturas pueda mantenerse como líder incontestado de Convergència i Unió: los cuchillos se afilan en el partido de Pujol donde fabricaron su liderazgo y más todavía en Unió Democràtica, el socio de coalición dirigido por Duran i Lleida, al que los designios dinásticos de la familia Pujol prohibieron el acceso al trono. Le costará incluso seguir como presidente en ejercicio, es decir, gobernar, con una mayoría tan insuficiente en un Parlamento tan fragmentado y excitado por su acción divisiva y sus recortes sociales: ha roto todos los puentes con el PP, ha peleado por el electorado independentista de Esquerra Republicana y ha intentado quebrar el espinazo al socialismo catalán.

Su plan y su hoja de ruta yacen hechos trizas en los salones del hotel Majestic donde su partido acostumbra a celebrar sus numerosas victorias. Semáforo rojo. Quiso cambiar el catalanismo pactista y aspiró a superar a todos los héroes que le precedieron. Se sintió con fuerzas para desafiar al Minotauro, la bestia mitológica que el historiador Jaume Vicens Vives identificaba con el poder español, con el objetivo de acabar de una vez con la ineptitud secular de los catalanes respecto al Gobierno del Estado: ya que no se nos abren las puertas del de España, vamos a crear uno propio. Se sintió llamado a tomar esta empresa como un desafío personal, arropado por la seguridad en su causa y por la fe en el derecho de los catalanes a decidir sobre su futuro. Iba a ser la voz del pueblo. Su destino iba a ser el de Cataluña. Palabras mayores todas ellas en tiempos muy menores. Se las susurraban sus asesores, sus amigos, sus aduladores, cada vez más numerosos, cada vez más hipnotizados por sus propias palabras y sordos a las razones de los otros, sobrecargados de sus propias razones.

El domingo por la noche, a pie de resultados, rechazó la entrevista que le pedía TV-3, la televisión pública, su televisión. No es extraño. Su deuda es con el pueblo, no con los ciudadanos de Cataluña. Su guardia mediática evita la intemperie. Todo muy medido y preparado. Durante la campaña tampoco quiso dar entrevista alguna a EL PAÍS. Sus lectores no eran “una prioridad”, según su equipo de campaña. Quien accedió a responder a las preguntas incómodas de TV-3 en la noche de una tan amarga victoria fue Oriol Pujol, el hijo del patrón y secretario de Convergència Democràtica. “El presidente no puede responder a la entrevista porque está reflexionando”, fueron sus explicaciones.

Es una muy buena respuesta. Artur Mas debe hacer una reflexión seria sobre las sucesivas decisiones que le han llevado a esto, lo más parecido a dispararse en el pie cuando nos había anunciado la caza del león. “Cataluña está en vísperas de su plenitud nacional”, dijo después de la Diada. Estábamos y estamos en el abismo financiero más profundo. La Generalitat, sin liquidez. La población, en un pozo de desempleo, recortes y pérdidas de derechos como no se habían visto desde la posguerra. El bochorno es colosal. Los panegíricos y ditirambos en honor del rey Arturo se han trocado en espinas lacerantes. La antología es extraordinaria. No solo por las frases del propio Mas y de su guardia pretoriana, sino de los periodistas, directores de medios y empresas de comunicación enteras. Llenarían colecciones de libros.

El destrozo va mucho más allá de lo que nadie hubiera esperado y previsto. No es Mas el único que deberá reflexionar. También deberían participar de esta meditación nacional todos los que han coadyuvado a la construcción del escenario ficticio que ahora se ha derrumbado y que tanto daño ha producido ya al proyecto soberanista. Algo tendrán que decir los responsables de unas encuestas que ni siquiera se acercaron a las cifras finales del hundimiento.

No son los únicos. Hay muchos comentaristas en los medios de comunicación que se han dejado llevar por la corriente o por sus bajas pasiones e intereses, que deberán también meditar sobre sus responsabilidades y dar alguna explicación. La ficción que se ha creado en torno a la transición nacional, al liderazgo de Mas y al cambio que se acercaba merece una meditación generalizada de las élites catalanas, de las que hay que excluir, justo es decirlo, a un empresariado que ha sabido mantenerse en silencio mientras los otros se regodeaban ruidosamente en sus errores.

Por mucho que se empeñen algunos, insistiendo todavía en la mayoría soberanista del Parlamento, no hay por dónde coger los resultados. CiU se ha quedado a 18 diputados de la mayoría absoluta que se había fijado como objetivo y que justificaba la precipitada disolución parlamentaria en la atmósfera soberanista de la Diada. No tiene mayoría de Gobierno si alguna de las tres fuerzas que le siguen no le echan un cable. La mayoría soberanista apenas se ha movido en un diputado por arriba, lejos de la barra de los dos tercios del Parlament que se establecía como símbolo de la hegemonía: tampoco por ahí se justifica la maniobra. Nadie en las filas de CiU, Artur Mas el que menos, tiene la capacidad ni la grandeza para promover geometrías políticas distintas. Recordemos que Jordi Pujol arrancó su larga presidencia en 1980 solo con 43 diputados.

La reflexión nacionalista se enfrenta a un obstáculo grave, surgido de su repertorio más clásico. Se llama Madrid. Cualquier crítica queda adscrita a la inquina secular instalada en su discurso y cierra el camino al análisis. La hipermediática Pilar Rahola, pionera del culto masista, supo verlo con agudez en su libro La máscara del rey Arturo: “Él parece guiarse por una disciplina moral estricta, que no se acomoda muy bien con la lógica sucia de la guerra política. Todo gira alrededor de un cierto aire de martirio”.

Rahola, que escribió su libro a rebufo de Yasmina Reza y su El alba la tarde o la noche sobre Nicolas Sarkozy, utiliza el pronombre Él en cursiva para no repetir su nombre, con el efecto de subrayar todavía más hasta qué punto este hombre gris necesita el culto a su liderazgo. Con la Diada, y una estudiada ausencia en la manifestación que le hizo todavía más presente, el mito del líder alcanzó cotas solo superadas por la última ocurrencia de su equipo de campaña. Identificado como Moisés y convertido en la voz del pueblo, el rostro de Artur Mas colgado de las farolas de Cataluña estaba listo ya para el sacrificio.

Si el nacionalismo se equivocará en eludir la reflexión escondiendo la cabeza detrás de Madrid, todos los que el nacionalismo identifica con Madrid harán lo mismo si en la derrota sin paliativos de Mas quieren entender una derrota de Cataluña y una victoria de la España de una sola nación, una sola identidad y una sola lengua. El problema se halla intacto. O peor: con los puentes rotos y el interlocutor natural herido gravemente gracias a sus errores y pecados. La transición nacional fue una idea de Mas. El Estado propio dentro de la Unión Europea también. Pero la crisis institucional del Estado de las autonomías, la financiación insuficiente, el déficit catalán en infraestructuras, la insatisfacción catalana con los símbolos y con la lengua, la aspiración de Cataluña a mayores cotas de autogobierno y a una presencia singular en Europa, seguirán existiendo caiga o siga Mas, tengan o no recorrido los actuales planes de la indiscutible mayoría soberanista que hay en el Parlament.

Además, tras el batacazo suenan distintas las descalificaciones contra los tibios y los dialogantes de uno y otro lado. No suena mal ahora el pacto fiscal primero exigido perentoriamente y luego despreciado por demasiado poco y demasiado tarde. Tampoco parece tan descabellado el federalismo, menos inextricable que el famoso Estado propio, que los maltrechos socialistas catalanes han situado en el centro del escenario.

Las elecciones ponen a todos en su sitio. Mas dijo que pensaba en Cataluña y no en su partido cuando convocó elecciones. Al revés te lo digo para que me entiendas, le ha respondido la voz del pueblo, esos 3,5 millones de decisiones que dibujan, sumadas una detrás de otra, el acierto que corrige un inmenso error. Cataluña ha ganado, CiU tiene la pesada tarea de formar Gobierno en las peores condiciones posibles y Artur Mas ha sufrido una severa derrota de la que difícilmente podrá levantarse. Un presidente malherido y disminuido es el que debe gobernar a partir de ahora.

En otro sistema de partidos la cabeza de Mas habría caído ya. En este, por el contrario, recibe un doble castigo, el de su derrota personal y el de gestionar el Gobierno en las peores condiciones. La generosidad que exige tal situación es escasa en la vida política de hoy y quien menos la encarna es el presidente, propenso a lamerse las heridas y a contemplarse dolidamente en el espejo. A pesar de todo, habrá que exigírsela.

Lluís Bassets

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