La mejor Navidad de nuestras vidas

Cuando esta Nochebuena el Rey don Felipe se asome a los televisores, en un discurso navideño que casi ha debido pronunciar en directo, dado que la volatilidad del presente no ha permitido grabarlo con la antelación de costumbre, tendría todo el derecho a desahogarse ante los españoles emulando a aquel crítico neoyorquino que, tras asistir al estreno de una obra indigna de figurar en la gran cartelera del mundo, se limitó a escribir: «Anoche se estrenó la producción titulada... ¿Por qué?». No cabe fórmula más certera para mostrar la perplejidad que produce la surrealidad española, donde el surrealismo es realidad diaria.

Empero, percatados de su entereza de ánimo y como mantiene el tipo en todo lugar y ambiente, como acredita desde su entronización, el monarca no verbalizaría obviamente esta pregunta sobre el devenir de una España en vilo. Al contrario, espantaría la tentación como el que se quita de encima una mosca pegajosa como las del mes de la uva. A fin de que los españoles puedan tener la cena en paz, si es que el deterioro de la convivencia no se ha ciscado ya en esos hogares, Felipe VI pondrá buena cara al mal tiempo que avecina el invierno de desesperación en que ha devenido aquella primavera de la esperanza de la Transición. Ésta ha supuesto el mejor de los tiempos en la sobresaltada historia de España, aunque esa no sea una estricta anomalía patria, por mucha que sea la inclinación al autoflagelo en esta curtida piel de toro.

Persiguiendo falsamente el cielo, España ha tomado un peligroso atajo hacia el infierno, si no pone freno al desenfreno y fin al sinfín. Como aquella gran tempestad que aniquiló la seguridad perecedera de El mundo de ayer que retrató Stefan Zweig. Creyendo que habitaba una sólida casa de piedra, resultó ser un castillo de naipes al desatarse el viento huracanado de la Gran Guerra. Aquella pérdida le dejaría huérfano de patria al fenecer el imperio austro-húngaro y le forzaría a ser un eterno errabundo hasta su suicidio en Brasil.

No sin razón, el premier británico MacMillan diría que quien no conoció el mundo previo a la I Guerra Mundial no disfrutó la dulzura de vivir. Aquel estío del 14 fue hermoso como pocos en la isla y su cielo jamás había brillado tan azul como expresión de un optimismo sin precedente, al igual que julio de 1936 invitaba a festejar que «las bicicletas son para el verano», como el bello título de Fernando Fernán Gómez.

Sin embargo, en medio del conformismo general de aquel arranque del siglo XX, Rudyard Kipling apelaba a luchar «por todo lo que somos y tenemos» para evitar el infausto desenlace de Nínive y Tiro, arrasadas hasta sus cimientos tras décadas de esplendor. «Nosotros, usted, yo, Inglaterra, y el resto… hemos empezado a dudar de la existencia del mal», le refirió un soldado francés a un Kipling que perdería a su hijo en la contienda y al que dedicaría un emocionado epitafio: «Si alguno pregunta por qué hemos muerto / diles, porque nuestros padres mintieron».

Estos niveles de libertad, bienestar y felicidad que ha facultado la Constitución de 1978, con su explosión de vida y su ejemplo para países en vías de democracia, se echa a perder por quienes, vendiendo progreso, producen retroceso. Parafraseando a Dickens en su Historia de dos ciudades, se ha suplantado la edad de la sabiduría por la de la locura hasta hacer que la luz se cubra de tiniebla. Todo por mor de la secreta atracción del abismo y que, según el gran autor, sólo requiere de circunstancias idóneas para manifestarse, al ser rarezas que todo ser lleva oculta en el alma.

No cabe duda de lo tragicómico –cómico en su desarrollo y trágico en sus secuelas– que resulta que Pedro Sánchez fíe su reelección a profesos enemigos de España que ambicionan su destrucción. Abrazado a quien antes le generaba insomnio como Iglesias, propicia el triunfo postrero de los golpistas del 1-O en Cataluña. Tras ser condenados por sedición, se erigen en dominadores de la situación. Como el brazo político de la banda terrorista ETA (EH-Bildu), que se permite dar lecciones de democracia a un PSOE que se deja hacer y blanquea a quienes no reniegan de sus asesinatos. Con esta transigencia ciega, el PSOE asume que «el terror es un medio poderoso para hacer política y hay que ser un hipócrita para no reconocerlo» (Trotski).

Noverdá Sánchez está resuelto a vender su alma con tal de seguir en La Moncloa. Cuando le llegue la hora de la derrota, quizá se sienta como Mefistófeles: «Al diablo ahora vendería mi alma si yo no fuese el diablo mismo». La ambición inescrupulosa de poder da pie a las peores pasiones sin que ello encuentre freno en un partido constituido en sociedad unipersonal. Todos enmudecen y ninguno actúa, aunque haya barones que tosan para hacerse notar o reservistas que suelten algún gallo para aclararse la garganta, a modo de desahogo. Lo malo es que el fracaso, si es lo bastante grave e irreversible, tiende a consolidar en el machito a quien lo perpetra.

Cuando no se pone empeño bastante en la preservación de los principios que se prometen custodiar situando la mano derecha sobre un ejemplar repujado de la Constitución, se fijan las bases para merecer lo que llamamos a voces. Así, en vez de detener desde primera hora la deriva separatistas, haciendo que se derritiera como la bola de nieve a la que se le planta un dedo encima antes de que cuaje, el soberanismo ha adquirido una dimensión de alud que arrolla a lo que le sale al paso.

Al reeditar la política de apaciguamiento con la que Chamberlain caviló aplacar a Hitler y obtener «la paz para nuestro tiempo», ese desistimiento ante el independentismo sólo ha acelerado sus planes rupturistas. Atendiendo a la máxima churchilliana, por soslayar el conflicto, se aceptó el deshonor y ahora se tiene lo uno y lo otro. Como se aprecia en la forma en que se veja el Estado de derecho y se desprestigia España por quienes su fuerza deriva de la debilidad ajena.

Con la perspectiva de lo acontecido desde su histórico discurso del 3 de octubre de 2017 cuando, al modo de la arenga del almirante Nelson en Trafalgar de que «Inglaterra espera que cada hombre cumpla su deber», Felipe VI pidió a los poderes del Estado que restauraran el orden constitucional, no se puede decir que todos hayan estado a la altura de la requisitoria real en consonancia con la gravedad del brete. Ni los gobiernos, más pendientes de sus pequeñas mezquindades que de atajar al secesionismo dentro y fuera de las fronteras españolas, ni los parlamentarios como depositarios de la soberanía nacional, ni el Tribunal Supremo, atendiendo al fallo final sobre el 1-O, tras el ímprobo esfuerzo de instructores y fiscales.

Se puede bramar contra Europa y sus instituciones –y hay razones para triscarse contra quienes socavan el proyecto continental favoreciendo un nacionalismo que es sinónimo de guerra, como resaltó Mitterrand–, pero no se puede cosechar cosa distinta cuando es la misma España la que renuncia a protegerse de la forma en que lo han hecho sus sucesivos Ejecutivos. En vez de combatirlo, han buscado su alianza tanto si carecían de mayoría como si gozaban de ella, dando la impresión de que fuera ineludible su plácet.

Si el PSOE del fraude de los ERE, el Podemos de la financiación irregular y los sobresueldos, según sus abogados despedidos, el PNV de la mayor trama de corrupción descubierta en el País Vasco y el viejo partido de Pujol en todas sus recreaciones y cambios de siglas de la corrupción sistémica (con Laura Borràs, su portavoz en el Congreso, como última imputada), instrumentalizaron la corrupción para defenestrar a Rajoy, aprovechando su declaración como testigo en una pieza del caso Gürtel útilmente manipulada, a través de la moción de censura Frankenstein, el fallo del Tribunal Supremo sobre el 1-O ha servido para posibilitar ese gobierno Sáncheztein en lontananza. Sus unánimes magistrados rindieron togas como esos tunos que arrastran sus capas para alfombrar el paso de su objeto de deseo, aunque sea circunstancial y pasajero. Mientras el presidente del TS, Manuel Marchena, repetía durante la vista «mire, vamos a ver», prefiguraba un Gobierno con quienes se sentaban en el banquillo presidido por un aspirante dispuesto a creerse sus mentiras y a humillarse ante ellos.

En su bajeza, éste muestra el servilismo del encargado de la exquisita tienda de moda de Pretty Woman en la que el pudiente personaje que interpreta Richard Gere entra para transformar en princesa a la prostituta de lujo que encarna Julia Roberts. «Estamos dispuestos –le suelta– a gastar una suma indecente de dinero en el sitio donde sepan mejor hacernos la pelota». «Señor –cabecea cual perrillo faldero–, ha entrado usted en el establecimiento adecuado».

Viendo de hinojos a Sánchez, habrá que confiar en que el líder de ERC, Oriol Junqueras, no le obligue a visitarle en prisión para que le dé el voto que determina su investidura. Sabedor de que Iceta está loco por la música y de que Iglesias ya lo hizo en busca de apoyo a los Presupuestos no natos del PSOE y Podemos, reportándole ahora una Vicepresidencia de facto del Gobierno. Entretanto, la vicepresidenta en funciones, Carmen Calvo, quien se comprometió en campaña a traer a España al Puigdemont que se le había escapado a Rajoy, al tiempo que afeaba la condescendencia de los tribunales belgas con el prófugo de Waterloo, malo será que, una vez que éste ya dispone de la inmunidad del Parlamento europeo, no aporree su puerta para que le preste sus sufragios como ERC. Luego de hacer los honores a un inhabilitado Torra y activar las capitulaciones de la Claudicación de Pedralbes de hace un año.

En medio del marasmo, con un presidente en funciones humillado ante aquellos contra los que el Rey reclamó la rauda intervención de los poderes del Estado para reponer la legalidad, cómo Felipe VI no va a preguntarse «por qué», aunque no lo verbalice ni lo escriba como el crítico teatral de marras. Sin traicionarse a sí mismo ni retratar al Gobierno en su impostura, sólo le quedará al Rey poner bálsamo de Fierabrás sobre las heridas de una España tumefacta y estupefacta. Teniendo en cuenta lo que se atisba tras la esquina, podrían ser paradójicamente las mejores Navidades de nuestras vidas.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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