La necesidad de una “nueva política” y lo inexorable de su triunfo son dos lugares comunes de los que nadie querría desprenderse hoy en España al hablar de cualquier asunto de interés general. O nos gobernarán partidos nuevos que nadie habría imaginado hace diez años —se piensa—, o lo seguirán haciendo los antiguos, pero a condición de renovarse de modo que su aspecto no recuerde nada al acostumbrado. Sin embargo, en la modernidad tardía el destino de lo nuevo es casi siempre un envejecimiento precoz, y la tan anhelada regeneración de la cosa pública no se librará, con toda seguridad, de la obsolescencia galopante que afecta a toda clase de bienes y palabras. Aunque no es fácil adivinar las sorpresas que la nueva política puede dar de sí, lo hasta ahora visto sugiere que este concepto hallará su acomodo más natural dentro del ámbito de las artes escénicas. En caso de que tal impresión resultase certera, convendría no olvidar que los espectáculos han de ser de excelente factura para poder verse repetidamente en poco tiempo sin causar aburrimiento y sin mudarse en una maldición.
Ya antes de las elecciones del 20 de diciembre de 2015, las controversias televisadas entre los más altos dirigentes fueron objeto de inusitado interés, y no, desde luego, por lo allí dicho (que, con alguna excepción, ya no recuerda nadie), sino por su formato, por sus ausencias y presencias y por su celebrado tono de vivacidad, que contrastaba con la atonía cansina de la vieja política. Nada tiene de raro que las palabras vertidas en alguna escena agria de aquellos debates condicionasen no poco los acontecimientos posteriores: donde la política es espectáculo, el resto de la realidad tiene que estar determinado por la escena de la manera más poderosa. Si en la vieja política un jefe de partido quería llamar indecente a otro, lo hacía de manera velada, confiando en que el público sería buen entendedor, pero en la nueva no puede ahorrarse una dramatización vistosa que electrice a los espectadores, a quienes, no sé si con populismo o con paternalismo, se atribuye una adicción inmoderada a las sensaciones fuertes.
Aunque lo ideal habría sido, según llegó a solicitarse, transmitir en directo las negociaciones de quienes intentaron formar gobierno, no deben escatimársele al espectáculo de estos últimos meses los altísimos méritos que le corresponden. Es, desde luego, difícil de igualar el lance del adusto mandatario que rehúye el saludo del galán cortés (dialogad y pactad, ha ordenado la ciudadanía, si bien no es necesario que cometáis el exceso de estrecharos la mano), y resultaron tan inolvidables los detalles de peluquería e indumentaria de los bravos adalides de la nueva política como los rasgamientos de vestiduras de los acobardados residuos de la vieja, por no recordar aquella incomparable sesión de guiñol, llena de sutilezas, que remató su delicada pedagogía con el ingreso de los titiriteros en la cárcel.
En los años de gestación de la nueva política se hizo célebre el lema “no nos representan” referido a quienes hasta entonces se suponía que sí lo habían hecho, pero el vicio que se denunciaba no ha tardado en corregirse: de pronto el político ha pasado a ocupar la mayor parte del día en concienzudas tareas de representación, aunque ahora en el sentido teatral de la palabra. El mecanismo es sencillo: la escenificación de modales, maneras, palabras, ropas, cabellos y gestos que constantemente se ejecuta está concebida para que “la ciudadanía” se sienta reflejada en el nuevo teatro, de modo que la representación sea al mismo tiempo dramática y política. “Éstos sí que nos representan”, habrá de juzgar el público. ¿Acaso no hablan, visten y se peinan como cualquiera? Nos imitan en todo con tanta maestría que parece que estuviésemos nosotros mismos en la escena, no como ocurría con los actores de la vieja política, aquel auto sacramental inverosímil y casposo.
Pero ese feliz reflejo del espectador en la escena está ensombrecido por una tara que deja el juguete averiado y desencadena un tedio melancólico. La nueva política puede volverse viejísima pronto, porque los espectáculos banalmente transgresores son muy difíciles de repetir con éxito. Las coletas, las mochilas y las rastas han pasado a incluirse, de hecho, en las imágenes estereotipadas del palacio de la Carrera de San Jerónimo, igualándose casi a las guedejas de los leones de la fachada principal, de modo que, si se quiere que el espectáculo no decaiga, será preciso incrementar sus rasgos más tremendos y aparatosos, acariciando quizá la tentación de una quiebra radical que haga estallar del todo la vieja política. La fantasía de una ruptura del régimen de 1978 sería, no en vano, el clímax de la lógica del espectáculo. ¿Habremos de oír pronto en calles y plazas el lema “dejad de representarnos de una vez”?
Que la vieja política era una ficción de poder subordinada al orden neoliberal pertenece al catálogo de las ásperas verdades largo tiempo enmascaradas. No está claro, sin embargo, que la nueva vaya a librarse de ese destino a base de dramaturgia, pues no lo haría ni siquiera con portentosos episodios constituyentes. La división del trabajo entre una política entregada a los ensayos de la siguiente representación y una economía que, mientras tanto, es quien manda de verdad resulta demasiado tentadora para los poderes de hecho, sin que quepa eliminar la posibilidad de traumáticos espectáculos de ruptura, que concluirían en breve plazo con el restablecimiento ejemplar del orden y con un duradero escarmiento.
En mitad de la representación presente, no será grato oír que la insignificancia de la política en un régimen de mercado total ha llegado a tales extremos que lo único a que cabe aspirar es a contener la riada de la manera más sabia posible. Tampoco seducirá demasiado la idea de que el deber de la política contemporánea consiste en ser más astuta que los poderes de hecho y en burlar de cuando en cuando alguna de sus defensas. El político que con toda urgencia se necesita habría de ser muy modesto en sus propósitos, muy firme en la resolución de lograrlos, muy discreto en la exposición pública de su estrategia y lo bastante lúcido para no engañarse con la apariencia de poder que su oficio le suscita sin cesar. Ese político debería comenzar seguramente por acostumbrarse a ironizar sobre sus propias posibilidades, y para ello le convendría reducir al mínimo la adicción a hechizar con la imagen, a engatusar con el gesto y a adular con el porte. Pero la conversión de la política en espectáculo no sólo es el opio de las multitudes; también lo es, y esto quizá tenga peor remedio, de sus incautos gobernantes y de los aspirantes a tales.
Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Acaba de publicar Teoría del súbdito (Herder).