Falta poco más de un año para el segundo centenario del Dos de mayo de 1808. Vivimos tiempos de memoria histórica corta en que el pasado sólo parece haber empezado en 1931 y la última guerra civil monopoliza toda la atención intelectual y sentimental, como si fuera el primer conflicto cainita que han librado en el ruedo ibérico las dos Españas.
En este contexto, me temo que 1808, es visto por los actuales administradores de la memoria colectiva, no sólo como un referente histórico lejano en el tiempo, sino como un producto de la propia memoria histórica construída en el franquismo. Y como tal, despreciable. Efectivamente, los españoles de mi generación, los nacidos en la larga postguerra, recibimos, en nuestra infancia, un auténtico aluvión de imágenes épicas de la guerra de la Independencia, entendida ésta como eslabón decisivo, de una larga cadena de manifestaciones de la identidad española, caracterizada por la capacidad de resistencia a invasores foráneos, cadena que empezaría en Numancia y Sagunto. El mito de la España indomable de 1808, que se opone a la dominación del déspota foráneo, tuvo enorme arraigo en el franquismo. Hasta se reflejó en el cine pseudohistórico que se hacía entonces con vocación épica. Recuérdense, a este respecto, películas como Agustina de Aragón de Juan de Orduña (1950) rememorando a la heroína defensora de Zaragoza frente a los franceses. El propio franquismo remodeló su mitología en el cine. Es un buen ejemplo, Carmen la de Ronda de Tulio Demicheli (1959), con el corazón partido de la cupletista entre el casticismo, representado por el bandolero y el europeísmo representado por el soldado francés. Y ella, en medio, muriendo al no poder o no saber elegir. Unos años antes, tal contraposición, en términos de equiparación, era impensable. El correlato de la España indómita fabricado en aquellos tiempos, era el de la AntiEspaña, la de los afrancesados, los traidores, la que renunciaría a la lucha del invasor por comodidad o cobardía. La excepción a la regla de la dignidad española.
Así pues, la glorificación épica de la guerra de la Independencia por el franquismo es incuestionable. Pero de aquellos rancios mitos franquistas hemos pasado, en los últimos años, al decontruccionismo postmoderno que ha fabricado sus propios artefactos conceptuales al margen de la realidad histórica. Y, desde luego, en lo que se refiere a 1808 se ha aplicado un revisionismo laminador, que, a caballo de la presión de los nacionalismos periféricos, los nacionalismos sin Estado, ha acabado por considerar como pura invención el propio concepto de guerra de la Independencia o guerra nacional. Según esta historiografía, el discurso nacional de la guerra nunca existió o fue simple explosión emocional reaccionaria y xenófoba.
España emergería como nación a través de la soberanía nacional proclamada por la Constitución de 1812, pero ello, también, de manera solo teórica o retórica porque, al fin y al cabo, para los historiadores revisionistas la nación española no ha sido sino una realidad virtual, un sueño del imaginario. España solo sería un Estado plurinacional con muchos lastres históricos a sus espaldas, en busca de una nación imposible. Es curiosa la beligerancia con la que se estigmatiza la metafísica del nacionalismo de Estado y el silencio crítico con el que se asume la metafísica de los nacionalismos sin Estado. Pero sobre todo, es bien patente, que se desprecia lo que se ignora.
El discurso nacional de la guerra de 1808 como guerra de la Independencia, no es una invención -concepto hoy tópico de tan repetido- del franquismo. Es un producto generado por los conservadores y los liberales ya desde el mismo año 1808. Son muchos los textos que desde esa fecha hicieron gala de una conciencia nacional de beligerante independencia frente al invasor. En esa conciencia, hubo no pocos resabios xenófobos y reaccionarios, pero también, insisto, ya desde 1808, dos años antes de las Cortes de Cádiz, se definen los sueños revolucionarios liberales que van a fructificar en el nacionalismo cívico de las Cortes. Por otra parte, si repasamos la genealogía de la memoria del Dos de mayo de 1808 o de los sitios de Zaragoza o Gerona, a lo largo de los siglos XIX y XX, constatamos que esa memoria fue patrimonio de todos, conservadores y liberales. La comparación de las evocaciones de unos y otros permite deducir con toda rotundidad, que fueron los liberales los que más y mejor enarbolaron la bandera de la memoria de aquellos hechos, como referente patriótico, en todas sus manifestaciones: monumentalista, artística, historiográfica y literaria. Hizo mucho más en el contexto del centenario, celebrado en 1908 por la memoria del sitio de Zaragoza, un político liberal como Segismundo Moret o una institución también liberal como la Sociedad Económica de Amigos del País, que el presidente del Gobierno en ese año 1908, el mallorquín Miguel Maura, inhibido ante lo que podía ser interpretado como antifrancesismo, y que prefirió, en cambio, apoyar el séptimo centenario de Jaime el Conquistador. En 1936 los republicanos que defienden Madrid vincularán su ¡No pasarán! a la memoria heroica de los sitios de Zaragoza y Gerona. Manuel Azaña, en su discurso del Ayuntamiento de Valencia, el 21 de enero de 1937 decía: «la guerra de la Independencia -hacia la cual me vuelvo muchas veces siempre que hablo de esta guerra- cobijó y amparó el nacimiento de un movimiento político español, el primero en el que la nación española tomaba conciencia de su propio ser y empezaba a aletear con independencia política».
Por tanto, hay que enterrar una imagen de la guerra de la Independencia como producto exclusivo del franquismo y afrontar la memoria de 1808, sin inhibiciones ni lastres ideológicos. La asignatura pendiente de nuestra cultura colectiva es el desacomplejamiento del nacionalismo español, del nacionalismo de Estado, de la España de los ciudadanos, que se nutre, ciertamente de la épica imperial, de los grandes héroes, de las viejas glorias políticas o culturales, pero también de los sufrimientos de los perdedores, de las lágrimas de los derrotados, de las angustias de los arbitristas, buscadores de pócimas mágicas para solucionar los males de la patria.
Por último, 1808, no hay que contraponerlo a 1812, el patriotismo xenófobo frente al patriotismo integrador. Esa dicotomía es falsa. 1812 es la herencia resultante de la heterogénea confluencia de fuerzas que inciden en 1808. Las dos grandes conquistas de la Constitución de 1812 (la proclamación de la soberanía nacional y la apertura del proceso de la revolución liberal) no son el contrapunto al Dos de mayo; son el legado de aquel tormentoso 1808 en que se produjo un levantamiento, posiblemente nada espontáneo, sin duda caótico, irracional y confuso, que no sabía bien lo que quería pero sí lo que no quería y que, en cualquier caso, cambió el rumbo de la historia de España. Nada ya fue igual. Nadie pudo frenar el curso de la historia.
España merece un centenario de 1808, con memoria abierta y plural, sin reducciones sectarias, que sea capaz de evocar la guerra (con sus victorias y sus miserias) y al mismo tiempo explorar los caminos que conducen del levantamiento de 1808 a la revolución de 1812. La revolución que fue y la queno pudo ser. La España real y la imaginaria. Sin prejuicios ni complejos.
Ricardo García Cárcel, catedrático de Historia Moderna.