La memoria histórica de la mujer

Nos adentramos en un proceso de recuperación de la memoria histórica de la mujer y hay mucho que desenterrar. Últimamente las intelectuales silenciadas por sus contemporáneos hacen correr tinta de tóner, pero no se habla tanto de aquellas que sí fueron reconocidas y que, sin embargo, han sido borradas a posteriori. Desde luego es más romántico llevarnos las manos a la cabeza mirando hacia el pasado y felicitarnos por nuestras evolucionadas sociedades, que asumir que aún existe cierta resistencia a reconocerle a la mujer su papel en la creación del pensamiento.

Es un hecho: las que consiguieron destacar las hemos ido perdiendo por el camino. Me encantaría responderme al porqué con una teoría más conspiratoria, pero mi conclusión es muy prosaica: por desinterés. Quizás ha sido necesario que llegaran las mujeres a la investigación para que desenterraran a sus antecesoras. Yo misma me he propuesto contribuir a devolverle a María Lejárraga las obras que escribió y publicó con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra, a quien aún hoy se estudia en las oposiciones a profesor de literatura como padre del modernismo teatral en España. Esta y otras muestras del grado de olvido colectivo que afecta a la recuperación de muchas otras intelectuales me ha conducido a la siguiente pregunta: ¿por qué sus nombres no nos han llegado hasta ahora? En el caso de Lejárraga lleva cien años de retraso. Aunque la profesora Patricia O’Connor publicó un ensayo en los años sesenta atribuyéndole, con pruebas, la totalidad de las 90 obras que firmó su marido, su descubrimiento se topó con un clamoroso silencio, y aún hay quien se empeña en atribuirle a su marido la coautoría sólo por la posible influencia de “su genio”.

La historia ha tenido sus grietas —el Renacimiento, la belle époque, las vanguardias—, por las que se colaron algunos talentos femeninos tan explícitos que no hubo forma de obviarlos: la influyente Hildegarda de Bingen (1098), compositora, escritora y madre de la Historia Natural; Sofonisba Anguissola (1532), una de las primeras pintoras de éxito; María Blanchard, la gran dama del cubismo, o Marga Gil, niña prodigio y escultora inclasificable del 27, muy valorada por la crítica. Eso sí, ella “esculpía como un hombre”, igual que pintaba Maruja Mallo o escribía Emilia Pardo Bazán.

Ya sabemos que cuando una mujer se salía de ese tiesto llamado “el eterno femenino”, una crítica despeinada las etiquetaba como transgresoras o masculinas, tanto a sus personas como a sus obras. De hecho, desde el siglo XIX, la crítica literaria se ha empeñado en sexar las obras como quien sexa pollos, pero sólo en el caso de la mujer: el añejo término de “literatura femenina” —que aún hoy aparece en la prensa con extraordinaria frecuencia— es siempre peyorativo, ya que entronca con “ese eterno femenino”: sentimental, inocente… e inferior. No existe el término “novela masculina”.

El caso es que hubo mujeres que obtuvieron con mucho esfuerzo reconocimiento y, sin embargo, muy pocas han llegado a los libros de texto. Y este tratamiento del legado intelectual femenino me lleva a enlazar con la última exposición del Prado titulada Invitadas —sigo preguntándome por quién, ya que el museo reconoce haber sacado muchas obras que no son expuestas de manera habitual, y si es así, podrían hacerlo y llamarlas Secuestradas—, pero más allá de esto, me llamó la atención que las primeras pintoras del siglo XIX que aparecen en ferias de arte y concursos fueran grandes copistas. Ese era el espacio reservado para “la pintura femenina”, porque no se buscaba que fueran creativas, querían que fueran buenas.

Otra causa de la ausencia de las mujeres en gran parte de la historia pudo ser que nuestras intelectuales desaparecidas se borraran a sí mismas por esa humildad considerada en el XIX el atributo más valorado en “el ángel del hogar”. Quién sabe si esto también influyó en el hecho de que muchas de ellas no nos dejaran autobiografías. Hubo una reflexión de la profesora Alda Blanco, especializada en este género literario, que se me quedó dentro: “La mujer que se atrevía a escribir sus memorias se estaba dando demasiada importancia a sí misma y esto no era tolerado”. Quizás su propia desmemoria haya contribuido a borrarlas de nuestra memoria colectiva.

No tengo demasiadas certezas de las causas, es cierto, pero sí de las consecuencias de este exilio, el más largo, el de la memoria: del mismo modo que hasta 1936 se entendió en España que la educación de la mujer era fundamental para que esta conquistara una posición en la vida cultural y política, ahora es el momento de exigir que se nos eduque a hombres y mujeres desde una edad temprana en esos referentes femeninos perdidos. Porque como periodista me habría encantado saber que el género de investigación lo inauguró Nellie Bly; como novelista me habría gustado que le dieran más importancia a Mary Shelley, autora de la primera novela de ciencia ficción, y como dramaturga hubiera agradecido conocer el nombre de María Lejárraga, que logró que sus obras triunfaran en Broadway en los años treinta. Como ser humano, en definitiva, resulta enriquecedor ser consciente de que ese otro 50% silencioso ha contribuido a dotar de significado nuestras vidas.

Vanessa Montfort es dramaturga y novelista, autora de la pieza teatral Firmado Lejárraga y del libro La mujer sin nombre (Plaza & Janés).

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