¿La merecemos?

¿Nos damos cuenta los españoles del país que tenemos? No me refiero a su política, ni a su historia, ni a su condición actual –lo que nos llevaría irremediablemente a la eterna disputa entre moros y cristianos–, sino a sus tierras y mares, a su geografía, mucho más perenne que su devenir, aunque mucho más callada, razón de que no le concedamos importancia. Y tampoco voy a perderme en la glosa grandilocuente de San Isidoro, que la pone sobre todas las tierras del planeta. Me basta mirar el mapa para darme cuenta de que se halla en una situación muy peculiar: a caballo del continente eurásico y el africano, con el Mediterráneo –el mar de la Antigüedad clásica– a un lado y el Atlántico –el Océano de la Edad Moderna– al otro, su proyección hacia el Nuevo Continente la llevó a descubrirlo y colonizarlo. Por si fuera poco, ella misma es un continente en miniatura. Pese a su extensión media como país, tiene valles umbríos y áridos desiertos, cordilleras y mesetas, huertas y trigales, viñedos y olivares, largos ríos y lagos naturales y artificiales, amplísima costa y un interior no menos extenso, veranos tórridos, inviernos crudos y primaveras casi todo el año. Ello le proporciona una policromía que solo se da en países-continentes, como Estados Unidos o Rusia. Si se le añaden los dos archipiélagos que por la variedad de sus islas, templanza de su clima y amabilidad de sus habitantes han atraído desde antiguo a las más diversas gentes, muchas de las cuales se quedaron, tendremos la combinación perfecta.

¿La merecemos?Por aquí han pasado semitas y arios, romanos y godos, árabes y galos, y seguirán pasando, ya como turistas de vacaciones, ya como subsaharianos camino del paraíso europeo. Hoy hay en España 800.000 residentes ingleses, los alemanes deben de andarles cerca y, si no hay tantos escandinavos, es porque son menos. Tales invasiones pacíficas son bienvenidas –esos residentes pagan aquí impuestos–, a diferencia de las bélicas de tiempos pasados, aunque también dejaron su impronta, lo que en el mundo como aldea global hacia el que vamos representa una riqueza, como la variedad de razas, costumbres, lenguas, folklores, cocinas y actitudes, resultante de la encrucijada geográfica que es España. Variedades que autorizan a calificarlas de «hechos diferenciales» internos suficientemente marcados como para que, en los momentos de crisis históricas, se hayan convertido en nacionalismos excluyentes, y es que, como dice el refrán anglosajón, «no hay almuerzo gratis». Comenzó a notarse con la pérdida del imperio ultramarino –la plata que llegaba de allí tapaba las diferencias– y vuelve a notarse hoy, cuando la crisis económica advierte a los españoles, con la severidad que las crisis acostumbran, que no éramos tan ricos como creíamos en los años de las vacas gordas. Claro que muy pocos de nosotros quisimos darnos cuenta de que no era lógico que encontrásemos barato Nueva York, algo que iba contra toda lógica económica.

Una de las consecuencias positivas de la crisis –puede que la única– es que ha puesto de manifiesto que los españoles nos parecemos inter nos más de lo que nos diferenciamos. Se han disparado los rasgos comunes de nuestro carácter, especialmente los negativos: la insolidaridad, la envidia, la egolatría, la arrogancia, la picaresca, el saltarse las leyes y el «yo hago esto porque me da la gana, y el que venga detrás de mí que arree». Se está haciendo desde Cataluña a Andalucía, desde Galicia a Levante, pasando por el centro y por los más españoles de todos: los vascos.

Lo que demuestra es que la fusión de todos esos pueblos ha creado «el español», uno de los arquetipos más marcados y populares en el mundo, junto al inglés, el francés, el alemán, el ruso o el norteamericano, a medio camino entre don Quijote y Sancho, entre el santo y el pecador, el caballero y el pícaro, sustrato común que se impone sobre todas nuestras variedades regionales. No hace falta que ver cómo reaccionamos ante lo que nos gusta y ante lo que no nos gusta, para comprobarlo. Lo grave es que ello nos lleva a que no haya cuajado del todo el «proyecto sugestivo de vida en común» que pedía Ortega a las naciones modernas. Curioso: España, que construyó –también según Ortega– el primer Estado moderno –con sus dominios, burocracia y designio imperial– es la última en emerger como nación moderna e incluso hoy se debate entre nación y naciones. Mi explicación es que ese imperio temprano frenó el desarrollo de la idea nacional, al ser el imperio el mayor enemigo de la nación, por volcar los esfuerzos, los medios y las personas fuera en vez de dentro de ella. Es más, los rasgos «imperiales» siguen lastrando la actual nación española, que no acaba de encontrarse a gusto, no ya en el mundo, sino consigo misma. Hay hoy más elogios a España fuera que dentro, e inversamente, más descalificaciones. Algo que, como me apuntaba un catedrático de literatura, ya describió López Ibor en su libro sobre el complejo de inferioridad de los españoles, que marcha paralelo a otro de superioridad. Mezcla explosiva, pero que explica el grado de cabreo actual en España.

Si examinamos los testimonios de los visitantes extranjeros antiguos y modernos, comprobamos que la mayoría de ellos son favorables, bastantes incluso entusiastas. Los de izquierda, por ver en el anárquico carácter español una rebeldía contra la sociedad burguesa, acomodaticia y de consumo que se ha instalado en occidente. Los de derechas, por encontrar aquí aún vivos los valores religiosos y tradicionales, desaparecidos en sus países. A mí, si quieren que les diga la verdad, no me satisface ni una cosa ni la otra. Esos extranjeros vienen como a un parque temático, en busca de emociones que no encuentran en casa. Es su problema.

El nuestro es cómo hacer de España una nación realmente moderna. O si lo prefieren, realmente democrática. Los elementos están aquí, pero no hemos sabido mezclarlos bien. Democracia no es simplemente tener una constitución, unos tribunales, unos partidos políticos, un Congreso y unas elecciones de tanto en tanto. De nada sirve una Constitución que no se cumple, unos partidos que solo miran para ellos, un poder judicial elegido por los políticos y unas elecciones predecibles. Democracia es, ante todo y sobre todo, responsabilidad, individual y colectiva. Y responsabilidad significa que desde el más alto al más bajo, sin excepción, cada uno es responsable de lo que hace o no hace, habiendo debido hacerlo. Hasta que no lo hayamos metabolizado, los españoles no podremos apreciar y gozar del país que tenemos.

O sea, que, hoy por hoy, no nos lo merecemos.

José María Carrascal, periodista.

2 comentarios


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