¿La mezquita o la modernidad?

¿Qué pasó con la primavera árabe? Cuando estallaron las protestas en Túnez, Egipto y Libia, que en última instancia condujeron a la caída de tres dictaduras viejas y desgastadas, nadie sabía qué fuerzas, instituciones y procedimientos surgirían de las demandas de democracia de los manifestantes. Pero, a pesar del giro inesperado y sin precedentes que dieron los acontecimientos –o tal vez debido a él– se alimentaron grandes esperanzas.

Lo que ha pasado muestra claramente lo que todos sabían (o debían haber sabido) desde el principio: un cambio de régimen es complicado. Ninguno de los tres países ha encontrado todavía una solución institucional estable que pueda desactivar las tensiones internas, que se intensifican cada vez más, y responder efectivamente a las demandas populares.

Otros países de la región, incluidos Yemen y algunos de los Estados del Golfo, han experimentado desórdenes de distintos grados. La violencia sectaria está consumiendo nuevamente a Irak, mientras que los choques entre las facciones que se oponen al régimen en Siria se hacen cada vez más frecuentes, puesto que los islamistas tratan de ganar ventaja antes de la transición política que resultaría si el gobierno se colapsara. Incluso en Marruecos, un rey con poder absoluto como Comendador de los Creyentes se ha visto obligado a adoptar un sistema que tome más en cuenta al Islam político debido al intenso descontento popular.

De igual manera, los acontecimientos en las dos potencias no árabes de la región sugieren que ninguna es inmune a la inestabilidad. En Turquía, protestas recientes han puesto de manifiesto la creciente oposición al arrogante poder del primer ministro, Recep Tayyip Erdoğan y a sus políticas sociales divisivas y de base religiosa. En Irán, gran parte de la clase media respaldó al más moderado de los candidatos, aceptable para los guardianes islámicos del país en las elecciones presidenciales de junio.

Varios factores relacionados entre sí están detrás de la inestabilidad crónica de la región. Uno es el subdesarrollo. Mientras que el petróleo ha hecho asombrosamente ricos a unos cuantos presidentes y príncipes, el resto de la población ha tenido poco beneficio. El hambre se generaliza; en efecto, la pobreza y la desigualdad han alimentado gran parte de las protestas públicas en la región.

Sin embargo, las protestas políticas en la región también reflejan el creciente rechazo a la dictadura y el gobierno arbitrario. A pesar de que en estos países no existe la tradición de disentir abiertamente, la globalización ha hecho entender a todos que el desarrollo económico requiere de un cambio de régimen.

Finalmente, el islam político es común denominador de todos los conflictos de la región, y no debe disociarse –como se hace a menudo– de las dificultades económicas de estos países. Llanamente, el Islam –una de las grandes religiones del mundo, que practica casi una cuarta parte de la humanidad– perdió la oportunidad de echar a andar su desarrollo.

No hay una salida fácil al subdesarrollo sin que se cuestionen estilos de vida tradicionales, costumbres y relaciones sociales. En efecto, las religiones no soportan bien las presiones del cambio económico.

En el caso de los judíos, dada la falta de una tierra propia, el desarrollo se produjo en la diáspora, y la emancipación civil en Europa dio origen a movimientos reformistas orientados a reconciliar la fe y la modernidad. De igual manera, el cristianismo, católico u ortodoxo, bloqueó el desarrollo económico durante siglos, hasta que reformistas internos redefinieron las posturas teológicas acerca del dinero y la banca, la naturaleza del progreso, la ciencia y la tecnología. No es coincidencia que las reformas religiosas en Escandinavia, Alemania, Inglaterra, los Países Bajos y los Estados Unidos condujeran al actual capitalismo global.

Esta dinámica se extiende incluso hasta la China atea oficial. El comunismo ortodoxo, un simulacro de religión perfectamente secular, ha sido la principal víctima de desarrollo desde que China emprendió sus reformas de mercado en 1979.

El Islam también tiene sus reformistas. Por ejemplo, la misión que se le confió a Rifa’a al-Tahtawi, el gran erudito que Mohammed Ali envió a Europa en 1826 para aprender de la civilización occidental e intentar crear un entendimiento entre esta y el Islam. No obstante, en todos lados del mundo árabe, sin excepción, los reformistas han sido encarcelados, asesinados o privados de poder político.

Al no tener un equivalente de la Revolución Industrial occidental, los musulmanes (y en especial los árabes) han encarado múltiples humillaciones y colonizaciones parciales en los dos últimos siglos. El agravio, vergüenza y enojo resultantes son parte de la razón del actual malestar en la región.

En efecto, algunas de las protestas en las calles muestran claramente que muchas personas se están alejando completamente de la religión. Esto es evidente tanto en Egipto y Túnez como en Turquía. Pero la cruda realidad para el mundo islámico es que en tiempos de incertidumbre generalizada, las fuerzas de la tradición tienden a expresarse más fuerte y claro que las del cambio.

La paz en esta región estratégicamente vital –y por ende en el mundo– prevalecerá solamente si sus países logran, pese a los conflictos, protegerse a sí mismos de los extremos ideológicos y los excesos políticos. La importancia de esto debe ser muy clara para los occidentales, cuya civilización moderna se desarrolló a partir del disentimiento religioso, que en un principio fue atacado por la violencia de la Inquisición y la Contrarreforma. Si el Islam, en particular en Medio Oriente, sigue una trayectoria similar, la inestabilidad de largo plazo en la región es casi un hecho. El entendimiento mutuo es la única vía para moderar las consecuencias.

Michel Rocard, former First Secretary of the French Socialist Party and a member of the European Parliament for 15 years, was Prime Minister of France from 1988 to 1991. Traducción de Kena Nequiz.

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