La mili y el habla

Los jóvenes de mi generación que ingresábamos en las aulas del alma mater cumplíamos el servicio militar obligatorio entonces vigente en las llamadas Milicias Universitarias separados del resto de los reclutas. En un primer tiempo el “caballero aspirante” ascendía a sargento al cabo de tres meses de entrenamiento veraniego en alguno de los campamentos dispuestos para ello y el siguiente año, siempre en verano a fin de no interrumpir los estudios, a alférez provisional. Una vez graduado, con el diploma de médico o ingeniero en la mano, finalizaba los seis meses restantes de oficial en algún cuartel. Los que como yo no concluimos nuestra carrera llevábamos a cabo las prácticas como meros sargentos. Aquella segregación clasista entre universitarios, hijos por lo común de familias acomodadas, y quintos o “sargentos chusqueros” que no habían tenido oportunidad de cursar estudios, no impidió no obstante que el servicio militar fuese una escuela de la que algunos de nosotros extraeríamos una enseñanza que luego aprovecharíamos.

Si a diferencia de mi hermano Luis aprendí muy poco de mi paso por el campamento de Castillejos en la tarraconense sierra de Prades más allá de algunos episodios que permanecen vivos en mi memoria (la convocatoria por el capitán a tres compañeros de tienda para interrogarnos sobre otro conmilitón sospechoso de catalanismo, desafección al Régimen u homosexualidad por el hecho de prepararse el té antes del toque de retreta; “los españoles bebían vino”, dijo el oficial), mis seis meses de prácticas en el regimiento de infantería Badajoz número 26 sito en Mataró, incidieron decisivamente en mi vida y labor. La compañía a la que fui a parar estaba compuesta en gran parte de reclutas de la provincia de Almería, entonces la más pobre de España, reclutas cuyo analfabetismo, desamparo social y giros idiomáticos llamaron poderosamente mi atención. Recuerdo que anotaba estos últimos en un cuadernillo del que me serví más tarde para componer el relato de mis viajes a los Campos de Níjar y mi visita al barrio de La Chanca. La transcripción del habla campesina de la Andalucía Oriental y su reproducción fonética fueron así producto de aquellos meses de contacto con una España que desconocía y que se me ponía al alcance de la mano en virtud de la amalgama del servicio militar pese al elitismo clasista de las milicias. Aunque por aquellas fechas ya había iniciado mis correrías en los barrios proletarios de La Barceloneta y Montjuic, el regimiento de infantería Badajoz me proporcionó a fin de cuentas una educación más provechosa que lo que podían procurarme las clases, por lo común insípidas, que se impartían en la Universidad.

Si futuros escritores de mi círculo más próximo como José Ángel Valente y mi hermano José Agustín sirvieron como caballeros aspirantes y sargentos en el campamento de la Granja y Luis Goytisolo en el de Castillejos, otros, como Rafael Sánchez Ferlosio, optaron por el tradicional sorteo y, al igual que el autor de Material memoria, les tocó cumplir la mili en Marruecos. Aunque ni uno ni otro han dejado un relato de su estadía en el antiguo protectorado español, el fruto de ello en Sánchez Ferlosio lo hallamos en El Jarama: el trato asiduo con los reclutas y su escucha del habla popular sentaron en efecto las bases de su innovadora novela.

Pero tal vez el ejemplo más claro de la incidencia de la mili en la expresión de un habla que nuestros casticistas calificarían de plebeya sea la jerga cuartelera de los hijos de la inefable clase media barcelonesa reproducida en el capítulo V de Recuento, de mi hermano Luis. El novelista alterna las bellas descripciones del paisaje rural de las aldeas abandonadas de la sierra de Prades, que yo también recorrí durante las preceptivas marchas del regimiento, con una transcripción fiel de un habla sembrada de tacos más propia de los despreciados guripas que de caballeros aspirantes a oficiales, y el efecto es demoledor. Los eh tú, joder, coño, gilipollas, te la chupas, etcétera, registrados en una cinta grabadora nos dicen más sobre el empobrecimiento lingüístico de aquellos retoños de la burguesía que una sesuda tesis consagrada al tema.

Si la abolición del servicio militar obligatorio después del franquismo fue un indiscutible logro de la democracia, aquel sirvió al menos de inspiración para algunas de las obras más significativas de los escritores sujetos a él en unos tiempos opresivos y sin un horizonte abierto. Soldadesca, de José Miguel Ullán, pertenece ya a otra época —había desaparecido entre tanto un lector indeseable: el señor censor— y por dicha razón no cabe en estas líneas.

Juan Goytisolo es escritor.

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