La mirada de jurista

Algunos tratados de fisiognómica, es decir, de la «ciencia» que estudia el carácter del individuo analizando sus rasgos fisonómicos, cuando escrutan los ojos y la mirada identifican la que denominan «mirada jurídica» o «mirada del jurista». Es por ejemplo el caso de la Fisonomía de Rosina F. Hetzel (Barcelona 2007), que describe la «mirada jurídica» en los siguientes términos: «El globo ocular está avanzado, se ve totalmente el iris y los párpados están abiertos enérgicamente. El libro, que ilustra su textos con varias fotografías, desarrolla esta escueta descripción señalando que la jurídica puede también denominarse «mirada severa» y que es habitual entre jueces, inspectores, etc. y aquellos que, por razones profesionales, están obligados a discriminar lo correcto de lo falso.

Cuando me topé con esta tipificación, no sé si precisamente por mi condición de jurista y esa propensión profesional a la que alude la autora citada a separar la ganga de la mena, la miré con todo escepticismo. Es verdad, como dice nuestro sabio refranero, que «la cara es el espejo del alma», y también lo es -he visto la cita atribuida a muy diversos autores- que a partir de cierta edad todos somos responsables de nuestro rostro, pero de ahí a afirmar que en general los juristas tenemos una mirada singular, un modo de mirar la realidad que encontraría reflejo morfológico en nuestro rostro, va un abismo.

No debo ocultar, sin embargo, que me quedé con la copla, y que en mis visitas a diferentes museos, al observar con detenimiento algunos retratos y ver en su rostro la mirada de marras, no he podido resistir la tentación, cuando desconocía al personaje, de intentar indagar mínimamente su biografía. Pues bien, puede imaginarse cuál no ha sido mi sorpresa al constatar que muy a menudo el personaje al que el retratista -maestro en el arte de mirar- atribuía esa mirada aguda, sagaz y percutiente era un jurista.

Podría traer a colación numerosos ejemplos -en la casa de Rubens en Amberes he visto recientemente dos muy sobresalientes- pero por utilizar referencias próximas, mencionaré sendos retratos que han sido recientemente exhibidos en exposiciones del Museo del Prado.

El primero es el imponente retrato de Velázquez de Don Diego del Corral y Arellano, perteneciente a la colección permanente del museo, y que, en compañía del de su esposa, Doña Antonia de Ipeñarrieta y Galdós y su hijo don Luis, formó parte de la exposición que el Prado organizó con ocasión de su bicentenario. Don Diego, que fue catedrático de Derecho de la Universidad de Salamanca, fiscal de la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, fiscal y consejero del Consejo de Hacienda y oidor del Consejo de Castilla, es retratado de cuerpo entero. Su figura luce soberbia acompañada de todo el aparato propio de su rango: toga negra, cruz de Santiago, sombrero de alto copete, bufete y, en sus manos, los papeles de quien sirve a la justicia. Pero nada impresiona tanto del cuadro como la severa continencia y penetración de su mirada, que nos mira y juzga -adivinamos- de manera implacable.

El segundo ejemplo cuelga ahora en la magnífica exposición que sobre los dibujos de Goya exhibe el Prado. A diferencia del anterior, se trata de un dibujo de exiguo formato, pero de factura no menos impresionante, porque empleando solo el lápiz negro Goya consigue captar toda la personalidad de su modelo. Me refiero al retrato de Francisco Otín Duaso, de quien por el catálogo de la exposición sabemos que fue «figura importante como jurista, lexicógrafo, redactor de la Gaceta de Madrid y magistrado de la Real Audiencia de Manila». Goya dibuja su busto a la edad de veintiséis años, cuando apenas había iniciado su carrera, pero el porte adusto, el gesto sobrio y contenido, el pelo desgreñado y, sobre todo, la mirada intensa e inteligente hacen del retratado para quien lo contempla una realidad viva.

Pero si la «mirada jurídica» o «mirada del jurista» existe, ¿qué significa esa mirada? Si el jurista mira así, ¿qué nos dice de él su modo de mirar? Lo primero que estas miradas transmiten, a mi modo de ver, es distanciamiento: la intención de acercarse la realidad sin involucrarse emocionalmente en ella. Trátese del abogado, del juez o del legislador, el jurista debe acercarse al problema que aborda fríamente y, si percibe que no lo logra, debe hacer el esfuerzo de enfriarse, porque en la medida en que su percepción de la realidad sea parcial, sesgada o esté contaminada emocionalmente se situará en peores condiciones de realizar su trabajo. Obviamente, en su acercamiento al problema el jurista carga con sus convicciones -su ideología- y su acervo cultural, pero debe hacer todo lo posible para evitar que estos le nublen la percepción de los hechos. Creo que lo siguiente que esa mirada incisiva -inquisitoria si se quiere- denota es el propósito de aprehender el problema en todas sus dimensiones, de hacerse con toda la realidad, pues sólo aquilatando todos los elementos que la conforman, va a poder hacer un juicio ecuánime sobre ella y dilucidar el mejor modo de afrontarla. El tercer elemento que la «mirada jurídica» denota -creo- es la determinación. De «la profundidad y decisión del personaje» hablan Manuel Matilla y Manuela Mena al glosar el retrato de Francisco Otín en el catálogo que he citado y no menos resuelta parece la mirada de Don Diego del Corral en el de Velázquez. En efecto, diagnosticado y analizado el problema, decidido el modo de resolverlo, se requiere determinación para abordarlo y ese modo de mirar enérgico también la refleja.

Los expertos fisonomistas dicen que la parte más sincera de nuestra cara son los ojos, porque ejercemos muy poco control sobre ellos. Quiero pensar que la severidad de la mirada del jurista es manifestación de asiduo ejercicio de la responsabilidad. La responsabilidad de quien sabe que en la vida debe uno responder de sus actos y, lo que es más grave, de las consecuencias de sus actos.

Francisco Pérez de los Cobos fue presidente emérito del Tribunal Constitucional.

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