La mirada de Thierry

En pocas semanas hemos sido convocados a dos jornadas electorales para decidir las líneas rectoras de nuestra vida política en el nivel estatal, local y global. Los resultados han abierto una ventana de oportunidad temporal para reconsiderar el modelo social —y no meramente el productivo— de la próxima década, seria tarea para la que deberíamos observar no solo lo que sucede dentro de nuestro país sino también lo que está pasando en nuestro contexto global más inmediato, Europa. Nuestros vecinos, Francia y Portugal, con sus especificidades, son dos entornos cercanos a los que hay que mirar, por distintas razones.

En el caso francés, no hemos prestado suficiente atención al proceso conducente al estallido de una cólera social, los controvertidos chalecos amarillos, de la que deberíamos identificar cuanto antes los primeros signos. El presidente Macron, liberal, intenta responder al desafío apelando a una ampulosa “conversación nacional” o “refundación del pacto social” que parece llegar tarde, como un cortafuegos que pretendiera sofocar el incendio habiendo dejado casi intactas las condiciones inflamables. Condiciones que Le Pen aprovecha para insertar dinamita en las grietas abiertas por el malestar social. Para entender y aplicar las lecciones debidas hay que dejar de pensar esta ira como un estallido extemporáneo y reconstruir el proceso de ebullición de un malestar social gestado a fuego lento.

Dos películas de Stéphane Brizé, La loi du marché (2015) y En guèrre (2018), de amplio eco en Francia, ofrecen un relato ficcional pero sumamente verosímil de este proceso, aportando elementos de reflexión que es preciso considerar. Reconstruyen un retrato inquietante de lo que pasa cuando en política se comete el error imperdonable de llevar a los ciudadanos al límite de lo soportable. La primera película narra la historia de un trabajador cualificado, Thierry, arrojado al paro con cincuenta años, padre de familia. Tras un penoso peregrinaje por varios cursos de formación y motivación, denigrantes e inútiles, ha de aceptar un empleo subcualificado como vigilante de un hipermercado. Allí es testigo de prácticas de crueldad y humillación ante las que debe callar para llevar un sueldo a casa. Vincent Lindon, actor cuya expresión atraviesa la pantalla, transmite con la mirada de Thierry, su personaje, el silencio, el horror y la derrota de quien no tiene más opción que colaborar a diario con la violencia estructural del mismo sistema que le ha tratado a él como un juguete roto.

La segunda película narra en clave colectiva la movilización de esas vidas rotas que desde una organización sindical luchan denodadamente por no perder su empleo. De modo infame, la fábrica en la que trabajan cierra no por ser improductiva sino por no satisfacer los avarientos márgenes de beneficio de sus inversores. Los trabajadores son engañados para aceptar un sacrificio salarial en aras de la competitividad que resulta en vano, pues el objetivo final es la deslocalización. El sindicalista Laurent (también Lindon) recrimina repetidamente a la patronal que “han faltado a su palabra”, que han roto la confianza social. En un pico de tensión, los trabajadores pierden el control en una acción de protesta, atacan el coche de un directivo y sellan así la derrota de la negociación, del sindicato y del propio Laurent, que acaba con su vida. En resumen: deslealtad, abuso de poder, humillación, injusticia, dignidad, lucha y derrota son los elementos de estas dos historias que hacen reflexionar sobre los límites de lo que alguien puede resistir para seguir conectado a un sistema que le considera superfluo y desechable. También muestra que los estallidos de violencia surgen de una cadena previa de violencias estructurales, naturalizadas, que nadie se ha preocupado por prevenir. Como advierte Judith Shklar, “no debemos ignorar los costes políticos de una ira organizada” porque “lo propio de la democracia es aceptar como imperativo de cambio las expresiones de injusticia percibida”, escuchar.

Necesitamos hoy instituciones políticas sensibles a esta escucha y que las élites económicas, casi inevitables, actúen con cordura: si no por convicción en el igualitarismo que lo hagan al menos por prudencia, pues las sociedades injustas y desigualitarias son esencialmente inestables. Invocar a la cultura de pacto, apelar a la “conversación nacional” debe hacerse antes y no después. No es una fórmula retórica: ha de corresponderse con bases aceptables, prácticas decentes y compromisos cumplidos. La situación de Portugal no es ningún “milagro” sino un ejercicio de realismo político, un giro social consciente de que ninguna recuperación económica o pacto son posibles allí donde la confianza entre agentes sociales se rompe. “Qué hay de lo mío” se lo pregunta todo el mundo. Pero es la política de altura la que aborda lo verdaderamente difícil: combinar todos esos “míos”. Por toda Europa, muchos Thierrys observan, aparentemente mudos, lo que sucede cada día. No deben ser olvidados.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III.

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