En mayo de 1961 el Presidente John F. Kennedy entusiasmó a Estados Unidos con estas palabras: “Creo que esta nación debería comprometerse en alcanzar la meta, antes de que termine esta década, de llevar un hombre a la Luna y traerlo de regreso a salvo a la Tierra”. La NASA lo logró apenas 8 años después, con notables beneficios para la ciencia, la tecnología y la economía mundiales. Hoy un grupo de destacados científicos, innovadores y economistas han identificado la misión lunar de nuestra era: encontrar dentro de nuestra generación modos de reemplazar los combustibles fósiles con tecnologías energéticas limpias.
Desde que este año un grupo de líderes políticos del Reino Unido diera inicio al Programa Global Apolo de Lucha contra el Cambio Climático, yo y muchos lo hemos apoyado con entusiasmo. El programa, cuyo nombre procede de la misión lunar de la NASA, se basa en la idea de un “cambio tecnológico dirigido”. En otras palabras, a través de un esfuerzo consciente y financiado con fondos públicos podemos señalar el rumbo de desarrollo de las tecnologías avanzadas necesarias para garantizar la seguridad y el bienestar de la humanidad. Una de las principales prioridades es la producción de energías limpias, que harán posible evitar el calentamiento global provocado por la combustión de ingentes cantidades de carbón, petróleo y gas en el planeta.
El proyecto Sendas de Descarbonización Profunda (DDPP, por sus siglas en inglés) ha demostrado que es posible un futuro con bajas emisiones de carbono y enormes retribuciones a un coste muy modesto. Por ejemplo, en los Estados Unidos reducir las emisiones en un 80% para el año 2050 no sólo es factible, sino que exigiría inversiones adicionales de apenas un 1% del PIB al año. Los beneficios podrían ser inmensos: condiciones climáticas más seguras, infraestructura más inteligente, mejores vehículos y un aire más limpio.
Las sendas a un futuro con bajas emisiones de carbono se centran en tres medidas principales: mejorar la eficiencia energética, producir electricidad a partir de fuentes de energía bajas en carbono (como la solar y la eólica) e ir utilizándolas en lugar del petróleo para alimentar vehículos (eléctricos o con pilas de combustible) y generar calefacción para edificios. Se trata de metas claras y posibles de lograr, y el sector público debería tener un papel importante en su consecución.
Es necesario que los políticos dejen de subsidiar la producción de carbón, petróleo y gas, y comiencen a aplicar impuestos a las emisiones que origina su uso. Más aún, deben satisfacer la necesidad de tender nuevas líneas eléctricas para llevar energía solar, eólica, geotérmica e hidroeléctrica desde áreas remotas (y plataformas costeras) a los centros habitados por el hombre.
Pero para lograrlo se necesitan avances tecnológicos que permitan a los sistemas energéticos de bajas emisiones de carbono competir con sus alternativas. A eso apunta el Programa Apolo y su ambicioso objetivo de hacer que los costes de la energía renovable sean inferiores a los del carbón, el petróleo y el gas.
Por supuesto, en ocasiones la energía renovable ya es más barata que los combustibles fósiles, como cuando el sol brilla fuerte o el viento sopla intensa y constantemente. El principal reto para las renovables es su almacenamiento, en dos sentidos.
En primer lugar, necesitamos almacenarla para su uso en vehículos a bajo coste y de manera eficiente. Si bien ya contamos con vehículos eléctricos de alta calidad, para ganar en la competencia con los convencionales tienen que mejorar en cuanto a variedad y costes. La máxima prioridad tecnológica es el desarrollo de baterías más baratas, de carga más rápida y menor peso.
Segundo, necesitamos almacenar la energía intermitente para cuando el viento no sopla, el sol no brilla ni los ríos corren con la fuerza suficiente como para activar las turbinas hidroeléctricas. Ya se están usando o desarrollando muchas tecnologías de almacenamiento de energía. Por ejemplo, la energía hídrica por bombeo, en que la energía solar y eólica sobrante se usa para bombear agua cuesta arriba hacia presas que más tarde puedan generar energía hidroeléctrica. También es posible convertir energía renovable en hidrógeno (mediante la separación de moléculas de agua) o producir combustible líquido sintético a partir del dióxido de carbono del aire. Otros ejemplos son el aire comprimido y el almacenamiento en baterías de gran escala.
En otras áreas también es posible mejorar notablemente las tecnologías con bajas emisiones de carbono. Las redes eléctricas que usan energías renovables precisan de sistemas más sofisticados para equilibrar la oferta y la demanda energéticas. Si se mejoran las tecnologías de captura y almacenamiento de carbono se podría hacer uso de algunos combustibles fósiles de manera segura. Además, se puede aumentar la seguridad de los diseños de las plantas nucleares mediante sistemas de seguridad pasivos (automáticos) y ciclos de combustible que dejen menos residuos radioactivos y material fisionable que pueda llegar a transformarse en armamento.
Considerando los billones de dólares en pérdidas potenciales del cambio climático causado por el ser humano y los billones que se invierten año a año en sistemas de energía globales, sería sensato de parte de los gobiernos del planeta invertir decenas de miles de millones al año en las tareas de investigación y desarrollo necesarias para un futuro energético con bajas emisiones de carbono. Con esto en mente, más de un político debería haber seguido ya los pasos de JFK y anunciado la misión lunar esencial de esta generación, ofreciendo los fondos públicos necesarios para hacerla realidad.
Ninguno lo ha hecho hasta ahora. Por ejemplo, en Estados Unidos el gobierno asigna una partida de cerca de 31 mil millones de dólares a investigación biomédica (con grandes beneficios para la sanidad) y alrededor de 65 mil millones al año a I y D militar, pero destina apenas 7 mil millones al sector energético no relacionado con la defensa y, de ellos, menos de 2 mil millones a I y D en energías no renovables. Se trata un error sorprendente en dos aspectos: primero, que EE.UU. y el mundo están perdiendo tiempo en el proceso de descarbonización y, segundo, que EE.UU. está desperdiciando la oportunidad de avanzar en el desarrollo de sus propias industrias de alta tecnología.
Juntos, el Programa Apolo y el DDPP señalan el camino a los gobiernos del mundo para el consenso al que deberían llegar en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebrará en París en diciembre. En primer lugar, los gobiernos tendrían que comprometerse a descarbonizar sus economías para mantener el calentamiento global por debajo de la zona de peligro extremo de los dos grados Celsius. Segundo, deberían prometer desvelar en los próximos años “sendas” nacionales para afianzar la descarbonización para el año 2050. Y, en tercer lugar, deberían unirse a las iniciativas de financiación de la nueva misión lunar global para el desarrollo de energías limpias. Habría que comenzar este fondo con un mínimo de 15 mil millones de dólares al año e ir elevándolo de modo importante de allí en lo sucesivo, a medida que vayan haciéndose evidentes las aplicaciones prácticas de innovaciones tecnológicas clave y con alto potencial de rentabilidad.
Como demostrara JFK, los grandes progresos comienzan con una gran meta, ambiciosa pero realista. La meta actual es la descarbonización profunda, respaldada por el Programa Apolo. Es tiempo de que los líderes mundiales se comprometan con la misión de desarrollar energías limpias que permitan salvar el planeta.
Jeffrey D. Sachs, Professor of Sustainable Development, Professor of Health Policy and Management, and Director of the Earth Institute at Columbia University, is also Special Adviser to the United Nations Secretary-General on the Millennium Development Goals. His books include The End of Poverty, Common Wealth, and, most recently, The Age of Sustainable Development. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen