La Pasión según San Mateo es, sin duda, música moderna. También es moderno su drama. Pero, ¿a qué voz atendemos nosotros? ¿Qué vida o qué muerte nos hemos perdido en el camino?»
EL 13 de febrero de 1727 se cerraron en silencio las puertas de Leipzig para albergar una procesión que acabaría en el Rabenstein, cerca del cementerio donde Bach sería enterrado años más tarde. Allí, un «pobre pecador» fue decapitado con la espada que todavía hoy cuelga de las paredes del museo de la ciudad. El recorrido comenzaba a unos metros de la Iglesia de Santo Tomás, desde la que enviaban un coro de niños para cantar mientras el condenado era expuesto, antes de que transitara las calles entre los soldados y la mirada de la muchedumbre. Las ejecuciones públicas no eran infrecuentes en Leipzig. La última ocurrió en 1824 cuando la espada cortó la cabeza del soldado Johann Christian Woyzeck, convicto de asesinar a su prometida. Un siglo después sería, sin pretenderlo, el protagonista de la ópera Wozzeck, de Alban Berg. La música, como la muerte, ocupaba en la historia un lugar más importante que el actual.
Días después, el viernes santo de 1727, se estrenaba en la misma iglesia de Santo Tomás la Pasión según San Mateo de Bach. Su enorme impacto se explica por la contundencia y la riqueza de la emoción musical con que nos presenta la muerte de Jesús, y por la solemnidad, la amplitud del recorrido tonal y el uso de dos coros, con dos órganos y conjuntos instrumentales enfrentados para subrayar la dialéctica del discurso, texto y música. Se trataba de darle el marco justo a las palabras de Jesús, siempre precedidas por el recitado del evangelista demorándose cada vez que pronuncia el «así habló Jesús». Y Jesús habla siempre grave y lentamente apoyándose en la plenitud de las cuerdas todas las veces menos una; aquella en que claudica el alemán para usarse el hebreo original: «Eli, Eli, lama asabthani». Las cuerdas callan entonces para resaltar la desesperación de la voz sola del Mesías con el órgano tenue del segundo coro en el bajo continuo. El evangelista lo traduce repitiendo el mismo diseño melódico en otro tono: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». Como en el Quijote, la historia se desenvuelve en múltiples niveles ligados entre sí: la palabra de Jesús y el relato del evangelista en los recitativos, la introspección del oyente en los coros y la libertad musical y literaria en las arias. Los personajes no sólo cantan su historia: reflexionan sobre los hechos y las palabras de otros y simulan ser el oyente final de cualquier época construyendo un mundo complejo y autosuficiente.
Quien en el Leipzig en 1727 acudía a los oficios en las iglesias de Santo Tomás o San Nicolás no oía, como la mayor parte de nosotros, el flujo de una música abstracta, sin texto recognoscible, al servicio de una historia que, en el mejor de los casos, identificamos sólo globalmente con una muerte legendaria; sino que asistía a una representación de la pasión de Jesús, paso a paso. Entendía el detalle de cada una de las palabras que conformaban un texto único. Y se conmovía con la música perfectamente adaptada a su sentido, interpretado por Bach en clave pietista, creyendo que no hay mayor sabiduría que el cumplimiento del propio deber, como dice el libro sapiencial, y abandonándose, con Job, ante la voluntad de Dios. No hacía falta una especial formación musical para comprender la representación de una muerte social y culturalmente mucho más próxima; o para identificarse con los coros meditativos que desempeñan una función semejante a la del coro en las tragedias griegas, hablando siempre desde la primera persona, como la reflexión del testigo que todos somos, expresando sus sentimientos y dirigiendo a Jesús, en segunda persona, una oración donde cristaliza la subjetividad del oyente. Toda la pasión es la explosión musical de esa subjetividad emocionada y ordenada, mediante la creación de un lenguaje artificial, el de la música, más poderoso, inteligente y autónomo que nunca. De nuevo la modernidad.
Algo de eso debía advertir el auditorio cuando Jesús, retirándose al huerto de Getsemaní, pronuncia despacio «mi alma está triste hasta la muerte» y el tenor, atento, recita «¡Oh dolor! ¡Cómo tiembla su corazón angustiado!». Por debajo de su voz, un diseño de semicorcheas en el bajo, hasta 48 notas iguales consecutivas, simula los latidos acelerados del corazón. No mucho después, Jesús se dirige a Judas, que lo va a traicionar, «querido amigo, a qué has venido», y un dúo de soprano y contralto, las mujeres del pueblo que presencian la escena, cantan cómo Jesús ha sido preso y «la luna y las estrellas se han ocultado a causa del dolor». Pero el lirismo del aria es interrumpido tres veces por un coro angustioso, «dejadle, soltadle, no le atéis», divididas las sílabas en dos grupos de dos corcheas, y otro de tres, para que las dos cantantes se persigan luego en un canon señalando cómo «le llevan maniatado». Así hasta que los dos coros protagonizan una fuga de tema trepidante: «¿Han desaparecido los rayos y truenos de las nubes?». La música remeda la tormenta. Y cuando esa fuga parecía el clímax, la orquesta, tras una pausa inesperada, acomete una última sección aún más angustiosa, donde el coro grita «abre tu abismo de fuego, oh infierno, destroza, derriba, aniquila, con cólera súbita, al malvado traidor, al asesino monstruoso». Es difícil imaginar una música más adecuada para esa precisa emoción. El constante diálogo entre los personajes, los coros y los conjuntos instrumentales, también duplicados, contribuye a la profundidad de la pasión dentro de la Pasión.
En la segunda parte, el Gólgota es el centro del drama. El coro «A otros ha salvado y no puede salvarse a sí mismo» finaliza en mi menor e introduce un breve recitativo en do menor para que el evangelista cuente que los mismos bandidos con Él crucificados le insultaban. En el arioso «¡Ah Gólgota, infeliz Gólgota!» las ondulaciones de la contralto parecen independizarse del motivo de cuatro notas que los oboes dacaccia hacen sonar veintinueve veces con una variedad armónica tal que elimina toda sensación de reiteración. Acaba en la tonalidad de la bemol mayor, muy alejada de las anteriores, sintetizando esa fluctuante diversidad tonal de la Pasión que caracteriza todo su discurso musical dotándolo de sentido como una voz propia dentro de las muchas voces que la obra es. No hay duda de que los cambios de tonalidad provocan un contraste de color que el oyente, aún el no familiarizado con la técnica musical, percibe epidérmicamente en forma de impacto emocional.
El 11 de marzo de 1829, Mendelssohn repuso en Berlín aquella Pasión que antes sólo se había representado cuatro veces, sepultada por un estilo más galante y simple. Se ponía en pie, de nuevo, la subjetividad amaestrada que obligaba a tomar conciencia del tiempo y de las relaciones entre quienes cantaban un drama todavía familiar y simbólico. Aquellos berlineses, además del lenguaje, conservaban el asombro por la representación única, la individualidad del romanticismo, la capacidad de sentir el propio tiempo plegado sobre el tiempo de la Pasión escuchada. Música y muerte seguían teniendo más que ver con la vida. No sé bien qué podríamos decir hoy, casi doscientos años después, acostumbrados a que la música se oiga mecánicamente una y otra vez, replicando secuencias planas de sonidos donde hasta las emociones parecen estereotipadas y la muerte del hijo de Dios un eclipse, una ausencia apenas amortiguada. La Pasión según San Mateo es, sin duda, música moderna. También es moderno su drama. Pero, ¿a qué voz atendemos nosotros? ¿Qué vida o qué muerte nos hemos perdido en el camino?
Antonio Hernández-Gil, abogado.