La Monarquía, cabeza de turco

Lo primero es intentar comprender. Se ha dicho estos días que el comportamiento del rey Juan Carlos estos últimos tiempos buscaba una compensación psicológica por los sufrimientos sin cuento que pasó en su infancia y adolescencia. Pero el cálculo político también debía estar detrás. El temor a tener que exiliarse no era infundado.

Recuérdese la peripecia de sus antepasados: desde hace 200 años, todos los reyes han vivido el exilio. Carlos IV y Fernando VII fueron deportados por Napoleón; la liberal Isabel II, destronada por los demócratas, y el demócrata Amadeo, por una República. Alfonso XII llegó del exilio materno; su hijo Alfonso XIII fue derrocado por otra República, y el sucesor, Juan, nunca llegó a reinar.

Juan Carlos nació en el exilio y padeció la mitad de su incierta vida entre las conspiraciones de Franco, su padre y su primo. Luego tuvo que hacer frente a golpes y más conspiraciones, facilitó la democracia y logró amplio apoyo popular. Pero seguramente ha pensado en la posibilidad de tener que volver al exilio la mayor parte de los días de su vida.

Yo conocí a varios políticos de esa generación que, aun sin tener cuentas en Suiza o Panamá, sí habían pensado seriamente y tenían muy claro adonde irían el día que tuvieran que exiliarse. No puede sorprender mucho que, ante una nueva adversidad, a Juan Carlos le haya saltado el reflejo de escapar.

Comprender no impide juzgar. Las consecuencias de la desaparición de Juan Carlos son serias. Pedro Sánchez no está muy ajustado cuando dice que hay que distinguir entre las personas y las instituciones. Esto vale para un partido político, que no es una institución pública; la corrupción de sus dirigentes no implica que el partido deba ser disuelto y una crisis no hunde el sistema porque hay otros partidos en la labor. La Familia Real, en cambio, sí es una institución, no tiene recambio y sus miembros tienen unos deberes que cumplir.

Un rey no electo no tiene legitimidad democrática de origen, sino que tiene que ganar una legitimidad de ejercicio. Juan Carlos la logró durante bastante tiempo y por eso había más juancarlistas que monárquicos. Felipe VI empezó por el buen camino. El actual vicepresidente del Gobierno declaró hace un tiempo que, si hubiera elecciones a presidente de la República, Felipe VI seguramente las ganaría. Puede ser un buen criterio que podríamos usar para estimar si la legitimidad de ejercicio está viva. Tratemos de imaginar que la persona que ocupa la jefatura del Estado es el presidente de una República. ¿Merecería su reelección al cabo de un término de cuatro o cinco años? Hace tiempo que Juan Carlos perdió el apoyo necesario.

Sobre Felipe VI, yo he dicho varias veces que un comportamiento demasiado precavido por su parte podría convertir la Monarquía en una cabeza de turco o, en lenguaje más políticamente correcto, una víctima propiciatoria.

Cuando un país sufre crisis económicas, sociales y políticas tan graves como España estos últimos años, la tentación más fácil es cargar la culpa a una institución unipersonal porque el blanco está claro y la coordinación para el ataque es casi espontánea. Mucho más difícil sería hacer responsables a las leyes que generan Gobiernos de minoría o conflictos con las comunidades autónomas, por citar otros factores de crisis que son sin duda relevantes. En cambio, la Monarquía está ahí, todos la ven e intentar cargársela es fácil. Un rey no electo tiene que ganarse la legitimidad día a día con iniciativas que contribuyan al buen gobierno del país o arriesgarse a seguir la suerte de sus antecesores.

La reacción de Pedro Sánchez refleja el instinto de refugiarse en el propio caparazón. Tras la desaparición de Juan Carlos, ha olvidado instantáneamente sus recientes planes de reformas constitucionales, incluido el artículo sobre la inviolabilidad del Rey. Ahora parece que hay que defender la Constitución como un paquete entero intocable. Una vez más, surge el miedo a la inestabilidad crónica: el terror a “abrir el melón”, como si dentro aguardara a punto de saltar el espantoso monstruo de la guerra civil. La paradoja es que el bloqueo de otras reformas puede acentuar la presión por cambios sobre la Monarquía.

Lo más chocante es que todo este enredo se produzca en medio de una terrible crisis económica y sanitaria que está dejando el país patas arriba. Es como si en medio de una fuerte tempestad, los marineros se pusieran a discutir si habría que quitarle el uniforme al padre del patrón del barco. En las circunstancias actuales, intentar un cambio de régimen institucional sería como intentar cambiar de barco en alta mar. El naufragio estaría casi garantizado.

Josep M. Colomer es economista y politólogo, autor de España: la historia de una frustración (Anagrama).

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