La monarquía de Felipe VI: pasado, presente y futuro

El 19 de junio de 2014 se inauguró una nueva época para la Monarquía española. La víspera, Juan Carlos I sancionó la ley orgánica de abdicación. Felipe de Borbón y Grecia iba a convertirse en nuevo Rey de España: Felipe VI. Los actos de aquella jornada se desarrollaron en tres espacios madrileños: el palacio de la Zarzuela, por la mañana, con la imposición por parte del Rey padre a su hijo del fajín rojo de capitán general de las fuerzas armadas; a continuación, el Congreso de los Diputados, donde Don Felipe, con uniforme militar de gran gala y acompañado en el estrado por su esposa doña Letizia y las dos hijas de ambos, juró la Constitución y fue proclamado rey de España; y, finalmente, el Palacio Real, a cuyo balcón salieron los ya flamantes reyes, junto con sus hijas y con don Juan Carlos y doña Sofía, para saludar a las personas allí concentradas. Los fastos terminaron con una recepción para unos 2.000 invitados.

El discurso pronunciado por Felipe VI ante las Cortes es una pieza impecable, una pequeña gran obra de orfebrería de la palabra. Todo el programa de la Corona para la época que comenzaba emergía en los poco más de 25 minutos que invirtió el monarca en su lectura ante las dos cámaras reunidas. En el Parlamento, preparado para la ocasión, se desgranaba todo lo que la Corona debía hacer, al margen de su estricto y pulcro cumplimiento de la Constitución: cercanía, conducta íntegra, honestidad, transparencia, responsabilidad social, autoridad moral, principios morales y éticos, ejemplaridad. Don Felipe de Borbón se comprometía, en fin de cuentas, con «una Monarquía renovada para un tiempo nuevo».

Hoy, seis años y un día después, podemos preguntarnos si realmente estamos ante una Monarquía renovada para un tiempo nuevo. La respuesta no puede ser más que afirmativa. Ello no impide, sin embargo, introducir algunos matices y, en especial, poner encima de la mesa tres elementos en mayor o menor medida condicionantes: el peso del pasado, las pasiones populistas del presente y las incertidumbres del futuro. Comoquiera que sea, resulta posible hacer un balance altamente positivo de los seis años de reinado de Felipe VI. No han estado, sin embargo, exentos de dificultades: la imposibilidad de formar Gobierno y la provisionalidad en 2015-2016 y, de nuevo, en 2019, con sus efectos sobre el arbitraje y el papel exterior del monarca; el golpe separatista de 2017, que obligó al Rey, ante unos hechos gravísimos que alteraban sustancialmente el funcionamiento institucional y atentaban contra la legalidad y la integridad del Estado, a pronunciar un oportuno y solemne discurso televisado el 3 de octubre; las rémoras del pasado, desde el caso Nóos hasta las investigaciones sobre la fortuna del Rey Emérito; y, por último, en 2020, la nueva situación creada por la crisis del Covid-19.

A pesar de todas estas circunstancias, la Monarquía de Felipe VI ha sido hasta hoy impecablemente parlamentaria, democrática, moderna y ejemplar. La síntesis entre tradición y modernidad, en la que destacan las contribuciones de la Reina Letizia, es un acierto. La ejemplaridad y la transparencia presiden todas las actuaciones. La acción pública de los Reyes, con la creciente visibilidad de la princesa Leonor y su hermana Sofía, y las reformas en la propia institución monárquica han permitido recuperar una parte importante de la dignidad y popularidad perdidas en los estertores del reinado anterior. Se pueden haber cometido algunos errores puntuales o debatir los grados de exposición pública de las figuras reales o bien discutir la velocidad de las reformas, pero la nueva monarquía ha sabido aprender del pasado y llevar a cabo una apuesta de futuro. El Rey de España es un Rey de su tiempo y para su tiempo.

La erosión de legitimidad y popularidad de la Monarquía, fruto de múltiples errores, un exceso de confianza y la no adaptación a los nuevos tiempos, en una España en graves dificultades desde 2008, acabó por impulsar a Juan Carlos I a abdicar la Corona en 2014. Algunas cuestiones colearon en los primeros años del reinado de su sucesor, en especial el caso Nóos, con su definitiva sentencia en 2018 y el encarcelamiento del cuñado del nuevo rey, y las famosas grabaciones del ex comisario Villarejo y Corinna Larsen. En 2020 se añaden las investigaciones sobre la fortuna y el supuesto papel de comisionista del Rey Emérito, que han obligado a Felipe VI a tomar drásticas medidas. El pasado no acaba de pasar, lo que alienta lecturas negativas y revisionistas del anterior reinado. Resulta imprescindible compatibilizar un máximo de transparencia sobre estas actuaciones y una preservación institucional frente a ataques interesados y desleales. La Casa Real ha tomado por ahora decisiones acertadas. Quizás no sería una mala idea que el Rey Emérito diera otro paso al lado.

Mientras que el ayer puede resultar un lastre tan innegable como complejo de gestionar, los usos y abusos partidistas y demagógicos de este pasado, al que algunos grupos mediáticos y políticos se están aficionando, constituyen un factor desestabilizador de la monarquía. Nadie debería poner en duda la libertad de información, pero no todo está permitido en una sociedad abierta. El sensacionalismo y la apelación al morbo, trufado de mentiras y medias verdades, resulta una irresponsabilidad. Por lo que a la política se refiere, vivimos en una época de crispación y desmadrada pasión populista, auspiciada por las crisis recurrentes que estamos viviendo en los últimos tiempos. Populistas de izquierdas y populistas independentistas, en especial los catalanes, no dudan en aprovechar cualquier resquicio para minar, con altas dosis de demagogia, la institución monárquica. Para los primeros, una república atemporal es la solución a todo y, en cambio, la Monarquía es el pilar fundamental del denostado «régimen del 78» y de la democracia liberal. Para los independentistas, la Corona es el fundamento y el pegamento de la unidad de España, y, en consecuencia, el principal enemigo a batir. Unos y otros no van a desperdiciar ninguna oportunidad para cuestionar la monarquía parlamentaria y democrática: comisiones con trampa, reprobaciones, consultas y todo tipo de acciones simbólicas.

La ejemplaridad de la Monarquía, la difícil gestión de los ecos del pasado y los ataques populistas a la institución deben ser ubicados en una época llena de incertidumbres, que va a condicionar toda evolución futura. Vivimos tiempos confusos y gaseosos, en los que los efectos de una crisis aún no resuelta han dejado paso a otra de consecuencias todavía en buena medida ignotas. Los cambios tecnológicos y generacionales, junto con las incapacidades de la clase política, anclada en el cortoplacismo, y la erosión de algunas instituciones del Estado, abren un panorama lejos de poder ser considerado tranquilizador. Cualquier llamada a la responsabilidad y el rigor es bienvenida en estas circunstancias.

De cara a afrontar este incierto futuro propongo que miremos a nuestro alrededor y, sobre todo, a los otros Estados europeos de régimen de monarquía parlamentaria. Todos los indicadores disponibles en los últimos años apuntan a que estos países se encuentran entre los que disponen de más altos niveles de calidad democrática y capacidad regeneradora. No es cierto, como dicen algunos, que la Monarquía sea anacrónica e incompatible con la democracia, el progreso y la modernidad. La Monarquía parlamentaria es democrática por definición. Lo anacrónico hoy no es la Monarquía, sino afirmar que la Monarquía es anacrónica. La experiencia histórica, asimismo, tanto la general como la española en particular, muestra que las monarquías fomentan la estabilidad y han resuelto de manera más efectiva e incruenta los momentos de crisis a lo largo del siglo XX. Si a todo ello le sumamos la actuación de la Corona española en la media docena de años de la Monarquía de Felipe VI, entre 2014 y 2020, solamente resulta realista y sensato desear que esta pueda cumplir, a partir de hoy, muchos más.

Jordi Canal es historiador y profesor en la EHESS (París).

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