La Monarquía del siglo XXI

Por Ramón López Vilas, catedrático de Derecho Civil y magistrado del Tribunal Supremo en excedencia (EL MUNDO, 08/11/05):

El nacimiento de la Infanta Leonor, heredera del Príncipe de Asturias, es un acontecimiento de clara proyección institucional que trasciende el aspecto humano y familiar que siempre significa el feliz y dichoso nacimiento de un hijo. El hecho de que la heredera del Heredero haya sido niña supone una magnífica oportunidad en pro de la más plena consolidación de la Monarquía en la medida en que permite la definitiva configuración de la Corona de España como una Monarquía identificada y partícipe de principios y valores propios del siglo XXI que ha hecho suyos la inmensa mayoría de los españoles, decididamente favorable a la supresión, también en temas relativos a la Corona, de criterios propios de épocas pasadas y que hoy resultan manifiestamente anacrónicos e insostenibles a la luz de la realidad social del tiempo presente. Son criterios que van, sin duda, contra la lógica de los tiempos.

Ejemplos paradigmáticos de tales anacronismos son los matrimonios reales encorsetados o condicionados por razones de Estado o por viejas pragmáticas y el principio discriminatorio de postergación de la mujer al varón en la sucesión en la Corona.

Fue precisamente el Príncipe Felipe al tomar la decisión de su compromiso matrimonial con Letizia Ortiz, hoy Princesa de Asturias, el primero que asumió, en clara consonancia con los tiempos, esa decisión inequívocamente rupturista con la tradición secular de la Monarquía española, según la cual todos los Príncipes de Asturias se casaban siempre con miembros de Familias reales.De este modo, los matrimonios «por amor» han pasado a integrarse pacíficamente en la sucesión a la Corona, superando vetustos y anacrónicos criterios (Pragmática de Carlos III) incompatibles con la vigente Constitución española y que suponían hasta entonces nada menos que la pérdida de los derechos sucesorios para aquellos infractores que incurrieran en matrimonio desigual o morganático.

Vigente aún en el art. 57.1 de la Constitución Española el principio discriminatorio de postergación de la mujer, el nacimiento de la Infanta Leonor viene a poner de rigurosa actualidad la necesidad de la reforma constitucional de un precepto cuyo texto se explica, entre otras razones históricas, por la imperiosa necesidad que presidió la redacción de los artículos consagrados a la Corona en la etapa constituyente de reforzar prioritariamente la tesis de que estábamos ante una restauración de la Monarquía histórica española y no, como había previsto Franco y seguían pretendiendo los sectores franquistas, todavía fuertes y pujantes en aquélla época, ante una instauración ex novo de la Monarquía del 18 de Julio y de los Principios del Movimiento. Por eso los constituyentes optaron por reproducir literalmente los preceptos correlativos de nuestras constituciones monárquicas del XIX, para así entroncar la Monarquía de Juan Carlos I («legítimo heredero de la dinastía histórica», enmienda fundamental introducida por J. Satrústegui en el Senado y con la que se ponía término a las disquisiciones dinásticas) con la Monarquía histórica borbónica, de la que trae causa y es parte y rigurosa continuación Juan Carlos I.

La previsión constitucional del procedimiento «agravado» del art. 168 de la Constitución para lo que afecte in genere al Título II (De la Corona) supone la aplicación de un precepto que ha sido certeramente llamado del rigor mortis «por su extrema rigidez o fortísimo blindaje, pensado por los constituyentes, en lo que respecta a la Corona, para evitar que se cuestionara la Monarquía como forma política del Estado español, cuando se produjera la alternancia en el poder, esencia de la democracia, y la llegada al Gobierno del partido que se proclamaba históricamente republicano.

Es verdad que la alusión al Título II se hace en el art. 168 sin ningún tipo de restricción o especificación y que, en consecuencia, cabe afirmar que «donde la ley no distingue no debemos distinguir» (principio jurídico que ha merecido el calificativo de axioma de la «pereza intelectual»), de modo que cualquier cambio afectante a la Corona ha de encauzarse por esa vía aparatosa y traumática del procedimiento agravado que comporta, entre otras cosas, la disolución de las Cámaras y la convocatoria de referéndum.

La desproporción flagrante entre las previsiones del art. 168 y la reforma puntual que se pretende, claramente favorable a la modernización y actualización de la Monarquía española, puede aconsejar, a mi juicio, una interpretación más flexible de la Constitución que permita, evitando aquella desproporción, la modificación que se precisa por vía de ley orgánica. Es la flexibilidad con la que, en su día, se encaró la modificación que permitió ser electores a los ciudadanos extranjeros residentes en España en las elecciones municipales y la misma que se anunció por prestigiosos juristas cuando hace pocos meses se preparaba la adaptación de la Constitución española a la non nata Constitución europea.

En todo caso, conviene recordar que es opinión unánime y generalizada entre todos los juristas que cualquier reforma legislativa debe ir acompañada inexcusablemente de dos exigencias: la necesidad o justificación de la reforma y que la misma se haga en su momento oportuno. Pues bien, creo sinceramente que la reforma preconizada, si se llevara a efecto cuando ya hubiese nacido un hijo varón de los Príncipes de Asturias tras el feliz alumbramiento de la Infanta Leonor, sería siempre una reforma literalmente extemporánea, es decir, hecha a destiempo.

Soy consciente de que el Derecho ofrece y permite fórmulas que pueden situar el comienzo de los nuevos efectos de la reforma en la persona deseada o que permiten salvar, en su caso, la tesis de los derechos adquiridos con el argumento (en ocasiones auténtica finta jurídica) de estar sólo ante meras expectativas de derechos, referidos a la nueva generación. Pero temo que algunas de estas fórmulas o similares podrían ser semillero de discusiones o de interpretaciones polémicas. La coexistencia en el tiempo de dos legitimidades controvertidas (extremo nada ajeno a nuestra Historia); el uso abusivo o acomodaticio del principio de retroactividad o, en su caso, de irretroactividad; la correcta interpretación del párrafo 2º del art. 57 y su mención literal «desde su nacimiento», redactada cuando Don Felipe ya era niño y Príncipe de Asturias desde el Real Decreto de 21 de enero de 1977... son cuestiones que han de ponderarse y que invitan, a mi juicio, a no descartar, si la realidad de un segundo embarazo se produjera en corto tiempo y siendo varón el nasciturus, a la utilización consciente y forzada de la reforma puntualísima y concreta de que se trata por una de las siguientes tres vías:

1. Por medio de ley orgánica, con invocación flexible del nº 5 del art. 57 de la Constitución: «Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica».

2. Por el cauce del art. 167 para reformar el 168, según la tesis de juristas como Francisco Laporta.

3. Con la convocatoria de una sesión solemne de las Cortes Generales con el fin de proclamar que la Infanta Leonor, como primogénita de los Príncipes de Asturias, será en todo caso la heredera del Trono, fórmula propuesta por el jurista Jorge de Esteban.

Mejor, en mi opinión, una reforma flexible y aun relativamente forzada antes del nacimiento de un varón que una reforma cuando ya hubiere nacido aquél, pues creo que lo que se debe evitar a toda costa es que se dé el supuesto de un «afectado» o «perjudicado» en vida. Así ocurrió, por ejemplo, con la reforma de la Monarquía sueca, sin antecedentes de discusiones dinásticas, y que mereció la crítica, por tardía, de varios constitucionalistas y del propio Rey Carlos Gustavo, quien públicamente lamentó el «retraso en un año» de la misma: el Príncipe Carlos Felipe, hermano de la Princesa Heredera Victoria (1977), nació en 1979 y la reforma constitucional concluyó en 1980.

En definitiva, y siempre con la exigencia del máximo consenso parlamentario necesario entre los partidos mayoritarios, creo que la reforma anunciada y unánimemente aceptada deberá llevarse a efecto sin apremiantes urgencias, pero sin caer tampoco en aplazamientos indebidos. Una reforma bien hecha, «sin prisas pero sin pausas», que supone únicamente la derogación de un viejo criterio tradicional, rigurosamente incompatible con los principios que identifican hoy a cualquier sociedad moderna, en la que el hombre y la mujer gozan de igualdad de derechos y que situará a la Corona de España -junto con el impulso dado por el Príncipe de Asturias con su matrimonio «por amor» (superador también de vetustas tradiciones)- en el marco de las monarquías europeas propias del siglo XXI.