La Monarquía en tiempos revueltos: el relevo en el horizonte

La declaración de la Infanta Cristina, conocida en su integridad esta semana, no aportó nada sustancioso a la investigación sobre los delitos que atribuye el juez Castro a la hija del Rey y a su marido, Iñaki Urdangarin.

Para la opinión pública es difícil de creer que una mujer preparada, como es Cristina de Borbón, no se enterara de nada de lo que sucedía a su alrededor, que utilizara una tarjeta de crédito a discreción sin saber contra qué cuenta operaba, o que firmara documentos de Aizoon en barbecho.

Sin embargo, su equipo de abogados (Roca, el político; Silva, el técnico) está satisfecho con la declaración. La Infanta no se salió del guión, aguantó la presión que supone comparecer durante cinco horas ante un juez que impone respeto y que se conoce el sumario al dedillo, y no dejó ningún resquicio por donde colar el delito de blanqueo que, a todas luces, parece el más evidente para imputar a su comportamiento.

Las evasivas de Cristina de Borbón -en su disciplinada comparecencia ha demostrado un nivel que contradice su aturdimiento en relación a Aizoon, fruto del amor a su marido- dificultan el mantenimiento de la imputación y, aunque con la Justicia es muy arriesgado hacer apuestas, ahora la opinión mayoritaria entre las personas que conocen del caso es que el juez podría ahorrarle el banquillo a la Infanta.

Lo que sí hizo durante su comparecencia, no sabemos si consciente o inconscientemente, fue dejar a la intemperie a su marido. No pronunció ni una sola palabra que pudiera ser interpretada como disculpa o coartada al comportamiento de Urdangarin. La frase: «Confiaba en mi marido», suena a reproche a la luz de las tropelías cometidas durante años por un hombre que utilizó a la Casa Real para su enriquecimiento personal.

La opinión del fiscal, del equipo de abogados de la Infanta, e incluso de fuentes del Gobierno y de la propia Zarzuela coincide en una cosa: Urdangarin ingresará en prisión.

Tanto la decisión de imputar a la Infanta, como la de no hacerlo, así como la imagen de su marido ingresando en un centro penitenciario, serán otros dos baldones en el prestigio de una ya muy magullada Monarquía.

¿Tiene futuro la más alta institución del Estado en España? ¿Cuáles son los posibles escenarios que nos aguardan en los próximos meses?

Vivimos en una sociedad utilitarista. La Monarquía se convirtió en una de las instituciones más valoradas por unos ciudadanos que, en su mayoría, no se consideran monárquicos.

El Rey Don Juan Carlos adquirió una popularidad sin precedentes no ya en España, sino en Europa, como el «Monarca de la democracia».

Ahora, la Monarquía ha perdido el apoyo de la mitad de los ciudadanos. Un desgaste que tiene que ver con la falta de ejemplaridad que, en el caso de Urdangarin, ha alcanzado sus máximas cotas.

No creo que plantearse ahora un cambio de modelo de Estado, la implantación de una Tercera República, sea lo mejor para España y sus ciudadanos. La reforma constitucional en un asunto tan esencial, justo cuando el propio Estado afronta el reto del independentismo catalán y la posibilidad de que a éste se sume el nacionalismo vasco, sería una aventura tan arriesgada que podría terminar con la convivencia pacífica de la que ha disfrutado España desde la muerte de Franco.

No soy monárquico, pero creo que la Monarquía es ahora y será en el próximo futuro la mejor garantía para que España conserve su identidad y saque partido a sus enormes potencialidades.

Afortunadamente, ninguno de los dos grandes partidos, ni el PP ni el PSOE, se plantea otro horizonte.

Dicho esto, hay una realidad ineludible. El peor remedio para una enfermedad es ignorarla.

Hablaba de escenarios. Yo creo que en un plazo no muy prolongado, el Rey debería abdicar en su hijo, el Príncipe Felipe.

Es necesario pasar página. Don Juan Carlos, cuyos servicios a España han sido tan importantes como indiscutibles, fruto de la edad y de su mala suerte, no puede mantener ya una agenda como la que requiere su alta responsabilidad.

Al Rey, es evidente, le gustaría salir por la puerta grande. No marcharse en un momento en el que su popularidad está en los niveles más bajos de su reinado.

Es loable el esfuerzo que está haciendo Don Juan Carlos por mantener su actividad, por mejorar su imagen. Pero debería ser consciente de que el tiempo no corre a su favor.

La abdicación es una decisión personal del Rey. Debe ser él y sólo él quien decida el momento y la circunstancia. Pero, para España, el relevo sería bueno.

Don Felipe representa lo mejor -junto a la Reina- de la Casa Real. Es un hombre muy bien formado e informado, sin tacha, leal y profesional.

Es, en mi opinión, la mejor garantía de que la Monarquía puede recuperar el nivel de prestigio que tuvo durante muchos años.

Y no es una tarea fácil, precisamente. Hoy, la mayoría de los jóvenes consideran a la Institución como algo caduco y desconectado de un mundo en el que la meritocracia es la forma de alcanzar altos niveles de responsabilidad.

Pero el Príncipe podría hacerlo con un poco de ayuda de todos los implicados.

Hay rumores sobre sus desavenencias matrimoniales, pero díganme un sólo matrimonio que no las tenga.

Utilizar ese asunto como justificación para retrasar un cambio necesario es un argumento de lo más retrógrado.

Don Felipe, que vivió su niñez y adolescencia en el seno de una familia donde no se respiraba precisamente amor a raudales, quiso no repetir errores y por eso rehusó entrar en la componenda del matrimonio de conveniencia con una mujer de sangre real. Quiso casarse por amor, y lo hizo.

Ya en eso demostró que no es un heredero a la vieja usanza, sino que es un hombre de su tiempo.

Don Felipe es, sobre todo, un profesional. Ha sabido esperar y sabrá esperar. La cuestión no es la impaciencia-que no existe en este caso- para asumir la tarea que le corresponde por línea dinástica, sino que España necesita, ahora como hace cuarenta años, que la Monarquía juegue un papel dinamizador y ayude a serenar las disensiones separatistas.

Desde luego, desde EL MUNDO, vamos a mantener una posición respetuosa y leal hacia la Corona. Por ello, nunca ocultaré mi opinión.

Casimiro García-Abadillo, director de El Mundo.

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