La monarquía española necesita un referéndum

El rey de España, Felipe VI, en mayo de 2018. Credit Juan Carlos Hidalgo/EPA vía Shutterstock
El rey de España, Felipe VI, en mayo de 2018. Credit Juan Carlos Hidalgo/EPA vía Shutterstock

Las papeletas han sido impresas, la campaña lleva días en marcha y los estudiantes han sido llamados a votar el jueves 29 de noviembre en un referéndum simbólico que se repetirá en al menos trece universidades españolas con la misma pregunta: “¿Estás a favor de abolir la monarquía como forma de Estado e instaurar una república?”. El resultado es lo de menos, incluso para los convocantes. La intención es dar un nuevo paso en una ofensiva que al final tiene como objetivo derrocar al rey Felipe VI, quien llegó al trono hace cuatro años con la promesa de renovar la institución.

La votación universitaria se une a las organizadas en varios distritos de Madrid la próxima semana y a la decisión de Unidos Podemos, el tercer mayor partido del país, de presentar mociones en favor de organizar referendos similares en un millar de ayuntamientos. Los defensores de la monarquía, incluidos los partidos que la sostienen, ven las consultas como un ataque al corazón del Estado español. En realidad harían bien en aceptar el envite: la monarquía necesita un referéndum para garantizar su continuidad a largo plazo y renovar su legitimidad democrática.

Los intentos de tumbar la Corona parten de la premisa de que representa un sistema arcaico y antidemocrático. Solo lo primero es cierto. Las dinastías europeas son vestigios del pasado, con sus miembros reducidos a menudo al papel de celebridades, pero la monarquía española forma parte del modelo de Estado apoyado masivamente por los españoles en la Constitución de 1978, redactada tras la muerte del dictador Francisco Franco. Los partidos favorables a mantener ese pacto constitucional sumaron cerca del 70 por ciento de los votos en las últimas elecciones generales de 2016, muy por encima de los que piden abiertamente una república.

El argumento que vincula de forma inseparable realeza y autoritarismo es endeble. Tres de las cinco democracias más avanzadas del mundo —Noruega, Suecia y Dinamarca— mantienen sus monarquías. Muchos ciudadanos de Corea del Norte, Irán o Venezuela discreparían de la idea de que una república es garantía de mayor democracia, libertad o prosperidad. Y, sin embargo, incluso monarquías parlamentarias como la española, con un rey que reina pero no gobierna, tienen su punto débil en lo que Pablo Iglesias, el líder de Unidos Podemos, describe como el acceso a la jefatura del Estado “por fecundación”. Es decir, su carácter hereditario.

Ni las tradiciones monárquicas ni la atención educativa que reciben los herederos garantizan que el cargo pase siempre a una persona con suficiente capacidad intelectual o moral. Lo contrario es más probable: que el trono sea ocupado, tarde o temprano, por alguien incompetente o corrupto. Pero la eliminación de la Corona no es la única vía para subsanar un déficit que puede ser compensado con mecanismos constitucionales que permitan destituir a un monarca inapropiado e incluso eliminar la institución cuando una mayoría de la ciudadanía lo quiera. Ambas opciones son en teoría posibles en España, pero los padres de la Constitución se cuidaron de diseñar un proceso lo suficientemente complejo como para que nunca fuera puesto en marcha.

Resulta difícil saber qué apoyo tiene entre los españoles Felipe VI, visto por sus partidarios como una figura de estabilidad y unidad en un momento de fragmentación política y de desafíos independentistas en Cataluña y el País Vasco. El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el organismo público encargado de medir el pulso social del país, dejó de preguntar sobre la monarquía en 2015, después de que los escándalos de Juan Carlos I hundieran su popularidad.

Nadie ha encontrado falta en su hijo Felipe VI. Quienes conocen al rey de España aseguran que, de todos sus antepasados, encuentra especial inspiración en Carlos III, un monarca austero, ilustrado y reformista que convirtió su corte en la más aburrida de Europa por las mejores razones. Un retrato del regidor del siglo XVIII, al que se le conoce como el “mejor alcalde de Madrid”, adorna su despacho y fue la imagen que le acompañó en el discurso más importante de su reinado, hasta ahora, en respuesta al desafío del independentismo catalán.

Aunque Felipe VI no ha sido implicado en ninguna irregularidad, sus primeros años como monarca se han visto dañados por acusaciones a algunos familiares cercanos. Iñaki Urdangarin, su cuñado, se encuentra en la cárcel acusado de haber utilizado sus vínculos con la familia real para lograr contratos públicos. Mientras, los escándalos que obligaron a abdicar a su padre siguen ocupando las portadas. La revelación de audios en los que la examante del rey emérito, la princesa Corinna zu Sayn-Wittgenstein, aseguraba que Juan Carlos I cobró comisiones ilegales en el extranjero ha sido utilizada por los republicanos para pedir una investigación en el parlamento y dar un empujón a su campaña de consultas populares.

Lejos quedan los días en los que la monarquía española vivía un idilio casi perfecto con la ciudadanía, la familia real tenía una imagen impoluta y el debate sobre el modelo de Estado permanecía en la marginalidad política. Si la caída de Juan Carlos I fue especialmente dura, tanto para él como para los partidarios de la monarquía, fue porque durante demasiado tiempo su imagen estuvo sostenida en una fantasía. La prensa ocultó sus excesos, los políticos miraron para el otro lado y la élite económica le agasajó en busca de privilegios e influencia, creando un muro de protección tan cortesano como ficticio.

La tentación de los defensores de la monarquía, temerosos de que sus opositores busquen desmontar el sistema democrático salido de la Transición, es otorgar al actual rey una protección similar a la que se concedió a su padre. Felipe VI necesita exactamente lo contrario: abrir la institución a la calle, huir del hermetismo que promueve su entorno más conservador y reanudar el impulso reformista de sus comienzos, abrazando incluso la idea de que eventualmente su futuro sea decidido en un referéndum.

Para muchos historiadores Carlos III fue un adelantado a su época, por la forma en la que comprendió que la monarquía solo tenía sentido si demostraba su utilidad a la ciudadanía. Hay allí una enseñanza para Felipe VI. Los reyes modernos, además, deben estar dispuestos a medir esa legitimidad en las urnas.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El lugar más feliz del mundo.

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