La Monarquía que yo defendí

En 1966 publiqué un libro con el siguiente título: Las monarquías europeas en el horizonte español. Antes había dedicado varios artículos en periódicos y revistas al mismos tema. Algunos de mis mejores amigos me echaron en cara -amablemente- que yo defendiese a la Monarquía como la forma del próximo Estado español. «Es una solución política -me dijeron- que carece de futuro». No obstante el mínimo eco que tenía entonces la defensa de la Monarquía, pensé que valía la pena mantener mi postura, tanto en los textos firmados con mi nombre como en los suscritos por Secondat, mi seudónimo habitual desde hace más de 50 años.

Naturalmente que la Monarquía con la que entonces soñé no era ni la absoluta ni la que podía instaurarse según la Ley Orgánica del Estado, de 22 de noviembre de ese mismo año 1966. Como conclusión de lo razonado en mi libro escribí que la Monarquía tenía que ser un régimen con cinco calificativos esenciales: parlamentario, popular, prestigioso, permanente y progresivo. Todos estos calificativos, curiosamente, se escriben con p.

Expliqué que, como en todo régimen parlamentario, las cámaras representativas habrían de supervisar la tarea de los gobiernos. Ya habían pasado a la historia de Europa, sin posible renacimiento, aquellas monarquías incontroladas, con unos ministros pendientes de la voluntad, o el capricho, de reyes soberanos, advertía yo. Hoy la Monarquía o es parlamentaria -algo más que constitucional- o nace sin condiciones de viabilidad.

Insistía: en cuanto regímenes populares, los reinos de Europa reciben de abajo, del cuerpo social formado por todos los ciudadanos, el apoyo y el impulso. Es lo que tenemos que imitar aquí. Gracias a un consenso popular, periódicamente ratificado o revisado, las monarquías permanecen a pesar de las profundas transformaciones experimentadas por los sistemas políticos en los últimos decenios; y gracias a que el pueblo -ahora soberano- considera y respeta a los reyes, que han de ser modelos de conducta privada y pública.

Como regímenes prestigiosos, los reinos europeos no tropiezan con obstáculos insuperables en sus relaciones exteriores. Son estados con amplio crédito y buena reputación en los organismos internacionales. Las uniones de pueblos en que estas monarquías se han integrado -Benelux, Unión Nórdica, Commonwealth- son ejemplos que obligan a meditar en muchas zonas geográficas del planeta. Esta observación de 1966 resultaba políticamente herética, ya que aquí las fronteras nacionales parecían muros indestructibles.

Como regímenes permanentes, unos formalizados por constituciones del XIX, otros articulados con normas y convenciones venerables, los reinos de Europa amparan en su seno una vida social, económica y política que ofrece, a rádice, perfecta continuidad. Nada de equilibrios inestables; nada de incógnitas agobiantes en el porvenir. La abdicación del rey en el sucesor es un trámite aconsejable a veces. Don Juan dio un ejemplo con la renuncia de sus derechos a favor de Don Juan Carlos.

Como regímenes progresivos, finalmente, las monarquías europeas han avanzado al ritmo de los tiempos. Adecuaron sus instituciones a las necesidades de cada hora y hoy son aceptadas por países ampliamente socializados, de auténtica democracia gobernante.

No se piense, sin embargo, que tan elevado nivel de convivencia fue otorgado a esos pueblos europeos por un acto de liberalidad de sus reyes. No ocurrió así. Yo me inclino a pensar, con ciertos autores clásicos, que ningún poder se autolimita voluntaria y generosamente. Es necesario que el poder frene al poder. Desde luego, los reyes absolutos se resistieron mucho antes de ceder sus atribuciones. Y costó enormemente reducirlos a su actual estatuto, con una prerrogativa de primeros magistrados… sólo en el orden del protocolo.

Téngase en cuenta que, según unos datos de G. Eeckhout, hacia 1890 en Inglaterra no podía votar más que el 11% de la población adulta; en Alemania, algo más: el 20%; y en Francia el 26%. Los constituyentes belgas de 1831 concedieron el sufragio a una minoría de ciudadanos: alrededor de un 2%.

Se equivocan, por tanto, quienes opinan que los reyes españoles del siglo XIX se comportaron de forma diferente -y peor- que los monarcas de la Europa contemporánea a ellos. Más o menos, por el estilo, si en el recuento no incluimos al desastroso Fernando VII.

Un par de años después de la aparición de mi libro sobre la Monarquía, en enero de 1968, Don Juan de Borbón hizo una visita a Cataluña. El periódico que entonces dirigía Enrique del Castillo, Diario de Barcelona, publicó de forma destacada una fotografía en la que aparecíamos los dos, el director y yo, con su alteza real (9 de enero de 1968). Fue una noticia extraña, desacostumbrada en la prensa monótona de la época.

Las reacciones no se hicieron esperar. El Conde de Barcelona era mal visto -y peor tratado- por los mandamases del franquismo. Encabezaba la lista de los españoles contra los que se lanzaron calumnias sin cuento en los años negros de la dictadura.

Tanto en esa visita a Cataluña de 1968, como en otras ocasiones, anteriores y posteriores, tuve la oportunidad de comprobar el talante democrático de Don Juan. El 20 de junio de 1966 nos habíamos reunido en Barcelona con S.A.R. más de 400 comensales en una cena homenaje con motivo del cumpleaños del jefe de la Casa Real española. La Vanguardia del día siguiente informó del acto y acogió mis palabras en estos términos: «Habló el profesor Jiménez de Parga, que hizo una exposición de sus puntos de vista sobre el futuro de la Monarquía española, que ha de ser -afirmó- democrática, es decir, implantada y sostenida por una voluntad nacional que sea mayoritaria».

Entre mis recuerdos especiales se halla la cena que en el Hotel Estoril Sol celebramos en homenaje a Don Juan el 14 de junio de 1975. Fue una reunión de 118 comensales, venidos a Portugal desde diversos puntos de España, que tuvo como consecuencia indeseada que el Gobierno de Madrid prohibiera al Conde de Barcelona acercarse a cualquier punto de la frontera. Franco moriría meses después y Don Juan, en ese momento, era un proscrito.

Durante la Transición me correspondió defender el proyecto del texto constitucional en el Congreso. Fue el miércoles 12 de julio de 1978, según aparece en el diario de sesiones número 108 (año 1978). Adolfo Suárez me pidió que subiera a la tribuna, en mi condición de diputado por Barcelona, para explicar lo que era la Monarquía como forma de Estado y defender lo establecido en la ponencia. Afirmé ante los diputados: «Si ahora nosotros hubiéramos aceptado la sugerencia de Alianza Popular y además de conceder al Rey, como se le ha concedido, la Jefatura del Estado, se le quisiera implicar en otras cosas concretas y se llegara, incluso, a concederle el estatuto de representante supremo de la nación española, estábamos desfigurando la idea capital y básica de la Monarquía como forma de Estado».

A Don Juan le acompañé, en posterior ocasión, el 15 de abril de 1980, en los actos del aniversario del fallecimiento de S.M. la Reina Victoria Eugenia. Fue en Lausana y asistí como embajador de España ante la Organización Internacional del Trabajo, con sede en Ginebra. El Conde de Barcelona se hallaba preocupado por el futuro de España como nación. La unidad de nuestra patria era su primer afán. Además no veía clara la subida espectacular, en varios países de Europa, de los grupos presentados como ecologistas o verdes. De estos y otros temas me expuso su opinión, en una audiencia exclusiva, con advertencias que no he olvidado.

No sé lo que Don Juan de Borbón, padre del actual Rey, diría si levantara la cabeza, milagrosamente resucitado. El espectáculo que tenemos delante no nos gusta. A veces se lucha en la vida sin éxito, en defensa de algo.

Manuel Jiménez de Parga es catedrático de Derecho Constitucional, presidente emérito del Tribunal Constitucional y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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