Corría el mes de abril de 1862, cuando Ferdinand Lassalle pronunciaba en Berlín una conferencia de enorme influencia en el Derecho Constitucional y la Ciencia Política: ¿Qué es una Constitución?. En ella, se reivindicaba un concepto de Constitución real, superador de lo dispuesto en sus meros preceptos escritos. Una noción que iba más allá de los postulados de una encorsetada concepción racional y de un formalismo nominalista. Y así se afirmaba que «las Constituciones escritas no tienen valor, no son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social». Pues bien, si realizamos un examen de lo que ha sido el ser y hacer de nuestra Monarquía parlamentaria en estos treinta años de reinado de Don Juan Carlos y de los veintiocho de régimen constitucional —tras la aprobación de la Carta Magna de 1978—, podemos afirmar que ésta se conforma y actúa en la sociedad española de forma real.Yes real, porque forma parte estructural de ella y sintoniza con la misma.
La Monarquía ha sabido aglutinar —con el refrendo diario— el legado tradicional de la Monarquía española, en tanto que Don Juan Carlos es —como dice el artículo 57.1 de la Constitución— «el legítimo heredero de la dinastía histórica», al tiempo que la Corona —nombre que recibe en el Título II del Texto constitucional— se configura como un órgano constitucional en el entramado político del Estado. Pero, además, y como adelantábamos, la Monarquía parlamentaria encarnada en Don Juan Carlos —como hará en su día Don Felipe de Borbón— sobresale por ser una institución no sólo acomodada a la realidad social,sino por ser parte esencial, precisamente, de esa realidad política constitucional.
Las razones de ello son variadas, aunque por encima de todas destaca la indisoluble ligazón de la Monarquía —desde un primer momento y de manera activísima— al lado del pueblo español en la superación de las heridas fraticidas de una cruenta Guerra Civil con su cainita fragmentación entre vencedores y vencidos; en el desmantelamiento y superación de los esquemas del autoritario y caduco régimen franquista; en el impulso de una ejemplar Transición Política;y en el respaldo al proceso constituyente, que se sintetizaba, ¡por fin!, en la Constitución de 1978: la Constitución de todos y para todos, que ponía término a un sobresaltado y azaroso constitucionalismo. Y una circunstancia añadida: el protagonismo decisivo, en una situación excepcional, como fue el frustrado golpe de Estado de febrero de 1981, en el restablecimiento del orden constitucional. ¡Esta sí es la verdadera memoria histórica!
Ello ha hecho que el actual Jefe del Estado haya asumido, simultáneamente, las tres modalidades de legitimidad política apuntadas por Max Weber. Primera, la legitimidad histórica, la clásica de las Monarquías, ya que éstas hunden sus raíces en la tradición. Segunda, la legitimidad racional, la característica de los Estados de Derecho que asumen una forma democrática de ejercicio del poder. En ella, el Monarca despliega un papel moderador —por encima de la refriega partidista—en el que los tres poderes del Estado se encomiendan a órganos diferenciados: el poder legislativo a las Cortes
Generales (artículo 66 CE), el poder ejecutivo al Gobierno (artículo 97) y el poder judicial a los jueces (artículo 117). Por ello se dice que el Rey reina, pero no gobierna, o que no disfruta de potestas,pero sí de autoritas.Y, por último, la legitimidad carismática, la que se vincula al liderazgo en la conducción de los asuntos públicos. Esta razón explica —aunque no se debe extrapolar intencionadamente más allá de su correcta comprensión—, la recurrente expresión de que los españoles son juan-carlistas. El día de mañana se hablará de felipistas. No olvidemos que las experiencias republicanas fueron un estrepitoso fracaso. Como afirma Stanley Payne, «la primera colapsó el país, y la segunda lo dividió en una Guerra Civil».
En consecuencia, la función transversal de la anarquía, como símbolo de la unidad y permanencia del Estado —relevante dada la pulsión nacionalista—, y arbitro y moderador del funcionamiento regular de sus instituciones (artículo 56.1 CE), se halla por encima del titular de la Corona, por muy ejemplar que sea el fructífero reinado de Don Juan Carlos. De la misma suerte, es inexacto argumentar que el papel de un Monarca encuentre su piedra de toque en los momentos de anormalidad política. ¡Es todo lo contrario: la Monarquía es sinónimo de estabilidad y continuidad y, por tanto, ajena a los sobresaltos! Monarquía y normalidad son categorías interdependientes, al margen de que ésta pueda ser —como se ha demostrado—, una excelente fórmula de hacer frente a momentos de estado de necesidad. ¡No debe extrañar, pues, que la Monarquía se presente —como publica el Centro de Investigaciones Sociológicas— como la institución mejor valorada por la ciudadanía, que la considera real es decir, propia!
Un carácter real que se satisface también, claro que sí, en la futura sucesión de Don Felipe de Borbón. Nuestra Constitución no institucionalizó ninguna modalidad de ley sálica —las mujeres transmiten sus derechos dinásticos y pueden reinar—, aunque en el momento de su aprobación se recogiera—siguiendo el criterio histórico de Las Partidas de Alfonso X el Sabio— la preferencia del varón en igualdad de grado, es decir, entre hermanos. Hoy, tras el nacimiento de la Infanta Leonor, nadie, empezando, ¡claro que sí!, por la Familia Real —el Príncipe se ha referido a ello en varias ocasiones— y siguiendo por los ciudadanos, pone en discusión que, en su momento, será Reina de España. Aunque no hay urgencia en abordar la reforma de la Constitución para acomodar la realidad constitucional a la realidad social. Monarquía y ciudadanía comparten ya, al margen de su formalización, tal necesidad real. La Monarquía es parte de la realidad social y la asume como propia. ¡Y es que estaríamos hablando —¿dónde está la desasogante premura?— de la heredera del Heredero del actual Monarca! Entre tanto, disfrutamos de un Monarca con buena salud, mientras la sucesión regular está asegurada en el Príncipe de Asturias.
La reforma constitucional no es pues urgente, por más que hay que estar preparado para abordarla; pero ésta debe instarse en el momento oportuno. Una oportunidad que no se da. En primer término, porque la reforma, como las otras anunciadas por el presidente del Gobierno —Comunidades Autónomas, Unión Europea y Senado—, ha de auspiciarse en momentos de distensión política, algo que lamentablemente no acontece. Y, en segundo lugar, porque las reformas deben ser impulsadas, cuando afectan a aspectos básicos de la organización constitucional, por el conjunto de formaciones políticas, y no, como ha sucedido equivocadamente, como programa político de un Gobierno de turno.
Mientras, no están de más cinco recordatorios. El primero, que la reglamentación del artículo 57.1 CE está pensada para la sucesión a la Jefatura del Estado, pero no directamente para la del Príncipe de Asturias. El segundo, que hasta que no se produzca el llamamiento a título de Rey de Don Felipe de Borbón, todos sus hijos gozan —con independencia de su edad y sexo—, de la misma condición: la de Infantes de España con tratamiento de Alteza Real (Decreto 1368/87). El tercero, que no existen derechos adquiridos —en todo caso simples expectativas—frente al poder de reforma de la Constitución, pues éste no se encuentra sujeto a límites materiales. El cuarto, que la reforma requiere el respeto al procedimiento agravado del artículo 168 CE —disolución de las Cámaras y sometimiento a referéndum—. Las propuestas de instrumentarla a través de una ley orgánica, de revisar el artículo 168 o de realizar declaraciones solemnes de las Cámaras son bien intencionadas, pero no adecuadas. Y, el último, que las reformas señaladas habrán de presentarse conjuntamente, no vaya a ser que una puntual revisión se convierta en un plebiscito, no tanto sobre la Monarquía —que se halla firmemente enraizada en la realidad— como sobre el respaldo a la política concreta de un Gobierno. Vean sino los últimos referéndums sobre la Constitución europea. ¡Los países serios no se plantean cada treinta años las bondades de sus formas de gobierno, especialmente si éstas son reales y funcionan de manera real! De aquí la responsabilidad de los partidos de ponerse de acuerdo, y pronto, sobre sus términos. Que así sea.
Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.