La moral católica y la corrupción

En estas últimas semanas han proliferado los artículos que, sorprendentemente, vinculan el nivel de corrupción en nuestro país a la moral católica en la que hemos sido educados. Por dos veces, Jaime Botín, desde las páginas de El País, subraya ese vínculo, advirtiendo que la moral católica «va a acabar (...) con todos nosotros». En su opinión, dicha moral se asienta sobre el hecho de que «Dios es infinitamente misericordioso y la Iglesia tiene delegado el poder de perdonar», lo cual, es un «disparate (...), un principio fatal para la buena marcha de una democracia moderna donde no debe bastar con pedir perdón». Desde las páginas del mismo diario, Reyes Mate afirma que la diferencia, en términos de corrupción, es tan notoria con otros países «que algunos han pensado que la cosa tiene que ver con nuestra cultura católica». Él mismo apoya esta teoría argumentando que «al trocar la autoridad de la conciencia por el poder del confesionario, se libera al culpable del calvario de la responsabilidad pública».

Ambos artículos se apoyan, aunque lejanamente, en la obra clásica de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. No quiero entrar en estas línea a rebatir las teorías de Weber porque ésta es una discusión ya caduca de la que se han ocupado con fruto otros autores, acabando con el mito que ve en el catolicismo el origen del subdesarrollo y la corrupción.

Me interesa, sin embargo, desvelar uno de los equívocos sobre los que se asientan los artículos referidos y la teoría de fondo que ambos autores defienden, así como ofrecer una hipótesis de interpretación del fenómeno español de corrupción. El equívoco se refiere a la misma premisa de partida: nuestro país es, en la actualidad, hijo de la moral católica. Resulta asombroso que estos autores caigan en el error que se achaca normalmente a gran parte del episcopado español: piensan que nuestro país todavía es un país católico. Del mismo modo, es de una ingenuidad pasmosa (que siempre es menos culpable que la ignorancia) pensar que los hombres y mujeres que pueblan nuestras primeras planas pasan por el confesionario para descargar sus culpas y ahorrarse así la responsabilidad civil. Por otro lado, la tesis de fondo de estos autores parece desconocer la verdadera dinámica del sacramento del perdón, en el que se produce el encuentro entre un ser herido por su incoherencia y la inesperada e inmerecida misericordia divina que genera un hombre nuevo, con una relación nueva con la realidad.

Pero permítaseme adelantar una hipótesis diferente para explicar el origen de la explosión de la corrupción en España. Para exponerla partiré de una agudísima observación del escritor inglés C.S. Lewis, que se halla en una obra de recomendada lectura en el ambiente cultural en el que nos encontramos, La abolición del hombre. Resulta de una actualidad pasmosa y casi no necesita comentario:

«Es difícil abrir un periódico sin que te venga a la mente la idea de que lo que nuestra civilización necesita es más empuje, o dinamismo, o autosacrificio, o creatividad. Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos».

Hace mucho tiempo que en nuestro país hemos expulsado de la vida pública (y del discurso que consideramos digno de ella) todo aquello que tenga que ver con el significado de la existencia. Barriendo esta cuestión del humus cultural en el que crecemos, hemos extirpado de los hombres y mujeres de nuestra sociedad aquel órgano del que brotan los grandes ideales que conforman las vidas más excelsas, aquellas en las que siempre nos hemos mirado.

Nos escandalizamos de la corrupción y buscamos parches para tapar una vía de agua. Tal vez ha llegado el momento de tomar en serio nuestra humanidad y empezar a plantearnos, también en el ágora pública, alguna preguntas pertinentes: por qué trabajo, a dónde tiende mi avidez, qué sacia mi deseo sin fin... o lo que es lo mismo, ¿quién soy yo? Son preguntas, que junto con las propuestas de sentido, han acompañado siempre a toda sociedad que crece armónicamente. Nosotros nos reímos de ellas y luego, escandalizados, lloramos exigiendo virtud.

María de Villota nos ha ofrecido, en este «año y medio de vida», uno de esos pocos ejemplos que, de vez en cuando, se abren paso en medio de la espesura mediática y nos hacen volver a desear una vida más grande. Su afirmación, «ahora veo más», después del grave accidente que le arrancó un ojo, puso delante de todos, aunque sólo fuera por un instante, las grandes cuestiones y evidencias que todos anhelamos. Y nos hizo sentir de nuevo ese órgano... o el hueco dolorido tras su extracción.

Ignacio Carbajosa es profesor de literatura bíblica en la Universidad San Dámaso (Madrid).

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