La mordida de los perros uruguayos

Edinson Cavani festeja después de anotar su segundo gol en el partido contra Portugal. Credit Odd Andersen/Agence France-Presse — Getty Images
Edinson Cavani festeja después de anotar su segundo gol en el partido contra Portugal. Credit Odd Andersen/Agence France-Presse — Getty Images

Si los perros jugaran al fútbol los mejores llevarían la pelota cortita a la altura del hocico, driblando a contrincantes al ras del césped. En ese campeonato de perros, la selección uruguaya sería el campeón indiscutible.

Alcanza con ver imágenes de Nahitan Nández y Lucas Torreira trancando con la cabeza, ofreciéndola a cualquier patada que sería ilegal hasta en las luchas de Vale Todo, y uno se da cuenta de que los perros uruguayos, a diferencias de los señoriales dogos de burdeos o los hipervigilantes pastores alemanes, son una extraña mezcla de muchas especies descastadas.

Un famosísimo texto de Hernán Casciari comparaba a Lionel Messi con un perro, por la diversión innata del animal que persigue un juguete sin importarle nada más que el juego, al igual que el ídolo argentino en su mejor versión. En la peatonal Sarandí, en plena Ciudad Vieja montevideana, hay un espectáculo recurrente que suele captar la atención de los turistas. Día por medio un pitbull sale a pasear y se prende de una palmera, queda colgado y se agita pendularmente en el aire. Puede permanecer horas hasta que su dueño vuelve a llamarlo y el perro por fin la suelta.

Si la comparación de Messi con un perro se basa en el placer instintivo del juego, en Uruguay lo animal no se manifiesta en la libertad, sino en esa otra convicción ciega: la del maxilar herméticamente trancado, la de la espuma en la boca, la de la tenacidad que nos guió en este glorioso 2 a 1 contra Portugal.

Uruguay nunca aflojó. Permaneció prendido de su presa desde el primer minuto, con Diego Laxalt y Torreira devorándose todo lo que apareciera por las bandas, Diego Godín y Josema Giménez cerrando con candado el área y Rodrigo Bentancur bajando para cambiar la formación de un 4-3-1-2 a un 4-4-1-1. Si alguien preguntara cuál es la formación uruguaya, uno debería decir: 4 defensas natos, 3 defensas de contención en el mediocampo, un defensa creativo en el centro y dos defensas ofensivos presionando arriba. Habría que recurrir a la tecnología GPS para ver, en esos gráficos del campo donde se marca el terreno recorrido por el jugador, todo lo que cubrió Edinson Cavani. Seguramente revelarían una cancha toda cubierta con un celeste fluor, encandilante.

Para Cavani fue un partido consagratorio, no sólo por sus dos golazos, sino por su capacidad inhumana para cubrir todo el campo de juego. Uno lo veía cabeceando en el área chica, después trancando en el medio y luego predistigitándose en el borde de la medialuna del área oriental. Más que material para estudiosos del fútbol, el partido de Cavani, aún con su lesión a poco del final, es un caso para estudio de la ciencia: un material para analizar todo lo que puede alcanzar y aguantar un cuerpo.

El primer gol llegó temprano, quizá demasiado, empujándonos del libre albedrío del cero a cero a la responsabilidad de retener ese gol desde los ocho minutos. Portugal quiso en todo el primer tiempo, pero Uruguay demostró ser el equipo que mejor ha marcado a Cristiano Ronaldo. La pelota en pies de Cristiano era rodeada por abejas como un trozo de fruta fresca: nunca se lo vio ni mínimamente cómodo.

La presión, más que una mera estrategia futbolística, es una auténtica idiosincrasia uruguaya. En la explanada de la intendencia de Montevideo un padre llevaba a su hija a caballito, que miraba la pantalla gigante desde las alturas de sus hombros. Lo primero que festejaron los dos, antes que el gol de cabeza de Cavani, fue la barrida que le hizo Laxalt a Cristiano. El padre no necesitó explicarle nada a la niña: ella lo vio caer y gritó y aplaudió. Simplemente por el placer de verlo rodar, él y sus muslos de He-Man exhibidos en los tiros libres, él y su corte de pelo patentado, él y sus pies milagrosos. Aprende rápido: el hincha uruguayo, el que celebra las barridas y los tranques más que si fueran jugadas de gol.

Pero de goles vive el hombre, algo que se volvió patente cuando llegó el empate, por medio de pelota parada —la que tanto nos salvó en otras ocasiones—, en la cabeza de Pepe, el más uruguayo de todos los portugueses.

A esa altura, la posibilidad de volver a adquirir ventaja parecía algo lejanísimo. Suponía cambiar sobre la marcha un sistema de juego que había parecido infalible hasta el gol portugués. Mientras nos debatíamos si meter cambios o no, si el Cebolla Rodríguez entraba por Bentancour, un pelotazo dejó mal parada a la defensa portuguesa y el jugador que estaba a punto de salir se la dejó servida a Cavani, que en plena carrera abrió el borde interno y la colocó impecablemente contra el segundo palo.

El gol de la ventaja sólo significaba una vez más el repliegue y la vuelta al ordenamiento defensivo. En la media hora que restó, Portugal intentó e intentó, pero Uruguay jugó a un nivel de concentración extraordinario. Bilardo dijo alguna vez: “Un médico tiene que estar doce horas concentrado para que no se le muera el paciente; yo pido 90 minutos nada más”. Esa media hora fue para Uruguay una operación a corazón abierto.

Pero la Celeste siguió y terminó cerrando el partido. Si hay algo que ha ido demostrando hasta ahora el campeonato es que la posesión no es todo. Uruguay, siempre cómodo con que los otros tengan el control, ha sido posiblemente la máxima expresión de esta noción, pero que también se mostró en la debacle de Alemania, que murió con los ojos abiertos mientras seguían haciendo los pases laterales; o con Argentina, que apelotonaba el medio a puro toque, pero sucumbió a los contragolpes elegantes de Francia.

Uruguay ganó y hasta Tabárez se incorporó, caminando con sus muletas como si fuera otro de los milagros que brinda la Celeste. La gente en la avenida 18 de julio convulsionó, con autos que iban a contramano y esquivaban una marabunta de hinchas envueltos en una nube de olor a vino, mate y marihuana.

La explanada se fue vaciando, las hordas de personas iban en procesión hacia el Obelisco y, entre los que quedaban, se vio a Daniel Martínez, intendente de Montevideo, con una bolsa en mano, juntando los restos de los festejos, como si fueran los resabios de una fiesta ocurrida en su casa. Posiblemente haya sido un acto para la tribuna, una jugarreta propagandística a pocas semanas de que comience la campaña electoral que lo presume como candidato a la presidencia. Pero la sola imagen de él con las bolsas de nylon mientras todos festejaban parecía una metáfora de algo mucho mayor, difícil de precisar, sobre la naturaleza del orgullo uruguayo.

Ser un perro en el fútbol suele ser considerado un término peyorativo, pero Uruguay demostró, una vez más, ser el que mejor sabe jugar a ese juego, ser el mejor de su raza.

Agustín Acevedo Kanopa.

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