La muchacha indecible

Tiene La dolce vita, la película de Federico Fellini, uno de los finales más extraordinarios de la historia del cine. Marcelo, alter ego del director, tras deambular por la noche romana en busca de aventuras eróticas y noticias para la revista de cotilleo en que trabaja, termina en una de esas fiestas interminables en que un grupo de burgueses se entrega a todo tipo de previsibles excesos. Abandonan la casa al amanecer para acercarse a la orilla del mar, atraídos por un grupo de pescadores que sacan sus redes del agua. Han atrapado a un pez monstruoso y todos lo miran con sorpresa y repulsión. Marcelo se aparta un momento de ellos atraído por una chica muy joven, casi una niña, que le hace señas desde la distancia. Se conocen, pues unas escenas antes han coincidido en un pequeño bar de la zona, en el que ella trabaja de camarera. La chica está lejos, separada del grupo por una lengua de agua, y trata de decirle a Marcelo algo con sus gestos. Insiste varias veces, pero este, que no la entiende, se encoge de hombros y se aleja siguiendo el rastro de tedio, quejas e infelicidad del grupo de trasnochadores.

La muchacha indecibleGiorgio Agamben, en su libro La muchacha indecible, habla de una muchacha así. Es la Kore griega (korai son las muñequitas que en las proximidades de un templo eran colgadas en las ramas). Kore está jugando con otras jóvenes cuando Hades la rapta. “Que una joven muchacha que juega se vuelva cifra perfecta de la iniciación suprema y de la consumación de la filosofía (...) he ahí el misterio”. Ella era la figura esencial de los misterios de Eleusis. Sus actos y gestos representaban, como afirma Agamben, “un tipo de conocimiento que hemos perdido, un conocimiento que permite a los iniciados mirar su propia existencia de un modo completamente nuevo y más feliz”. Un conocimiento que hemos perdido... por eso, en la película de Fellini, Marcelo no entiende lo que le dice la muchacha y se aparta de ella (como hace José Sacristán al final de Magical Girl, la película de Carlos Vermut, cuando dispara contra la niña mágica al no soportar su mirada).

En su novela Dora Bruder, Patrick Modiano se enfrenta al enigma de una muchacha como estas. Todo empieza porque un día el novelista lee en un viejo periódico de 1941 este anuncio: “Se busca a una joven, Dora Bruder, de 15 años, 1,55 m, rostro ovalado, ojos gris marrón, abrigo sport gris, pullover burdeos, falda y sombrero azul marino, zapatos sport marrón. Ponerse en contacto con el señor y la señora Bruder, bulevar Ornano, 41, París”. Patrick Modiano conoce bien esa calle, pues la ha recorrido muchas veces con su madre cuando iban a un mercado de pulgas que había cerca. Más tarde, en su juventud, una amiga suya vivió en esa misma calle. Había allí un par de cafés y un cine que frecuentaban y Patrick Modiano pasó numerosas veces frente al portal donde había vivido Dora Bruder con sus padres.

Es esta misteriosa proximidad la que le hace iniciar una investigación tras las huellas de la muchacha. Quiere saber cómo vivía, la forma en que veía cada mañana las mismas calles y lugares que él recorrió en su propia infancia. Y va descubriendo cosas: que ha estado en un internado, de donde se fugó, y que más tarde regresa con sus padres para volver a fugarse; que es judía y que su pista se pierde en el campo de concentración de Auschwitz un día de julio de 1942.

Modiano se pregunta si lo que la impulsó a fugarse es la misma decepción que él mismo sufrió respecto a sus padres, que no le supieron querer. Y se da cuenta de que al tratar de seguir su rastro no está haciendo sino levantar el acta de su propia memoria y de su propia vida. “Por entonces era ya igual de sensible que ahora en lo tocante a las personas y las cosas a punto de desaparecer”, escribe. Eso es la muchacha indecible, alguien, en quien presencia y ausencia, pensamiento y visión se confunden. ¿Símbolo tal vez de ese sentido, de esa verdad que se esconde cuando tratamos de alcanzarla?

Cuando Dora Bruder se fuga del internado París es una ciudad hostil, patrullada por soldados y policías, con constantes toques de queda, y arbitrarias detenciones. Estamos en la Francia ocupada. Un país donde las ordenanzas alemanas, las leyes de Vichy y los artículos de los periódicos no conceden a los judíos otro estatus que el de apestados y de delincuentes comunes, y en que estos se veían obligados a obrar como forajidos para sobrevivir. Y Modiano los ama precisamente por eso.

Descubre cartas de padres y familiares que preguntan por sus hijos, maridos y mujeres desaparecidas en los campos de concentración. Se pregunta por otra joven, Hena, que había nacido en Polonia en 1922, a la que se detiene por su deseo de casarse con un ario, y que vivía en una calle cuya cuesta también él ha subido muchas veces. Se pregunta por aquellas mujeres que los alemanes llamaban las amigas de los judíos, que tuvieron el valor de llevar la estrella amarilla en solidaridad con los perseguidos. Una se la colgó desafiante al cuello de su perro, el primer día que los alemanes impusieron a los judíos la obligación de llevarla.

Patrick Modiano anota los nombres de todas ellas, los nombres de las calles y de los lugares que recorrieron, toma nota de los cambios climatológicos que entonces tuvieron lugar, en su afán de no perder por completo el contacto con esa muchacha lejana. “Vuelven las palabras, intactas —escribe—, como los cuerpos de aquellos dos novios que encontraron en la montaña atrapados en el hielo, y que llevaban cientos de años sin envejecer”.

En la obra de Modiano se repite una y otra vez la imagen de esas ventanas iluminadas en la noche de las que no podemos apartar la mirada. “Nos decimos que detrás de ellas alguien a quien hemos olvidado espera nuestro regreso desde hace años, o bien que ya no hay nadie. Salvo una lámpara que se ha quedado encendida en el piso vacío”. La muchacha indecible ha estado en una habitación así y la lámpara que queda encendida es su último gesto antes de marcharse. Giorgio Agamben nos recuerda que originalmente misterio significa solo una praxis: “gestos, actos y palabras a través de los cuales una acción divina se realizaba eficazmente en el tiempo y en el mundo para la salvación de lo humano”. No hay en esa salvación ninguna certeza, solo titubeo, precariedad, porque tiene lugar en esa zona de indefinición donde lo alto y lo bajo, la luz y la sombra, el sueño y la vigilia se comunican.

La Kore de los misterios de Eleusis, la Dora Bruder de Modiano, la muchacha de la última escena de La dolce vita permanecen en umbrales así. Son pocos los escritores o los cineastas actuales que las prestan atención y se inclinan a seguirlas. Patrick Modiano siempre lo ha hecho. Dora Bruder, La hierba de las noches, El café de la juventud perdida son algunas de las novelas en las que nos habla del misterioso regreso de esas muchachas del mundo de los muertos. “Nunca sabré cómo pasaba los días —escribe al final de su libro Dora Bruder—, dónde se escondía, en compañía de quién estuvo durante los primeros meses de su primera fuga y durante las semanas de primavera en que se escapó de nuevo. Es su secreto. Un modesto y precioso secreto que los verdugos, las ordenanzas, las autoridades llamadas de ocupacion, la prisión preventiva, la historia —todo lo que nos ensucia y destruye—, no pudieron robarle”. Modiano no escribe para desvelar ese misterio, pues ¿cómo podría hacer algo así?, sino para protegerlo.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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