La muerte de Morsi, metáfora del régimen Al Sisi

Unas semanas antes del sexto aniversario del golpe de Estado ejecutado por el entonces ministro de Defensa de Egipto en 2013, Abdelfattah Al Sisi, la suerte de los líderes de los Hermanos Musulmanes en los tribunales y cárceles egipcias había dejado de interesar a la prensa mundial. La implacable represión contra el movimiento islamista se había normalizado completamente. Ya no era noticia. Sin embargo, la muerte del expresidente Mohamed Morsi, por haberse producido en unas extrañas y dramáticas circunstancias, parece haber despertado algunas adormiladas conciencias. Los focos de la actualidad se han vuelto a posar sobre las durísimas condiciones penitenciarias a las que estaba sometido el líder islamista. Su trágico final representa toda una metáfora sobre el funcionamiento del régimen Al Sisi, el más brutal de la historia contemporánea del país árabe.

Según la versión oficial de las autoridades egipcias, Morsi se desvaneció poco después del inicio de la sesión de un juicio en el que estaba acusado de “espionaje”. El político islamista se habría exaltado después de declarar durante cinco minutos y habría padecido una crisis cardíaca. Fue trasladado enseguida a un hospital, donde ingresó ya cadáver. Sin embargo, algunos medios afines a los Hermanos Musulmanes han puesto en duda esta versión, basándose en la falta de transparencia que rodeó el juicio. El histórico movimiento islamista llegó a calificar el suceso de “asesinato”. En la sala no había ningún periodista y el diario británico The Independent ha asegurado, citando a una fuente anónima, que Morsi permaneció durante 20 minutos tumbado en el suelo antes de recibir atención médica.

Con unos Hermanos Musulmanes extremadamente debilitados, no se ha producido ningún tipo de respuesta islamista en las calles. Sus partidarios ni siquiera pudieron expresar su duelo por la muerte del expresidente y convertir su funeral en un homenaje multitudinario. El Gobierno negó a la familia Morsi su deseo de que fuera enterrado en Adua, su pueblo natal en la provincia de Sharquia, en el Delta del Nilo. Las exequias del dirigente de la Hermandad tuvieron lugar horas después de su deceso en la más estricta discreción en El Cairo y solo se permitió la asistencia de sus familiares directos. De hecho, la gran mayoría de la población egipcia no tuvo acceso a esta información, pues los controlados medios de comunicación pasaron de puntillas por la noticia de la muerte de Morsi.

Así pues, la única consecuencia de su deceso podría ser conseguir un mayor escrutinio a nivel internacional del trato inhumano dispensado a los disidentes políticos en comisarías de policía y prisiones. En el caso de Morsi, diversas ONG han denunciado que su régimen penitenciario podía constituir tortura según la legislación internacional. El político islamista estaba aislado del mundo: no podía leer libros ni periódicos, tampoco hablar con el resto de reclusos. Durante los cerca de seis años de prisión, tan solo recibió tres visitas de su familia, en las que les hizo saber que no estaba recibiendo el tratamiento médico necesario para su diabetes crónica. Human Rights Watch, que ha pedido una investigación internacional independiente, estaba preparando un informe sobre el maltrato al expresidente en el que advertía del alto riesgo de que padeciera una muerte prematura.

El caso de Morsi no es una excepción, sino la encarnación del sufrimiento de miles de disidentes encarcelados. Según argumentaba hace algunos meses Mohamed Zaree, director de la ONG Cairo Institute for Human Rights Studies, su régimen de reclusión tenía una intencionalidad política. “Las durísimas condiciones de Morsi u otros presos políticos responden a la voluntad del régimen de enviar un mensaje a los disidentes: id con cuidado, que si entráis en la cárcel, quizás no saldréis con vida”, argumentó Zaree. De hecho, la ONG Arab Organization for Human Rights estima que desde el golpe de Estado han muerto más de 700 presos en las cárceles egipcias. Entre ellos, se cuenta Mohamed Mahdi Akef, el que fuera guía espiritual de los Hermanos Musulmanes entre 2004 y 2010.

Si en las cárceles y prisiones no se respetan los derechos humanos, no es de sorprender que tampoco los tribunales lo hagan con las garantías procesales, sobre todo en los juicios a disidentes políticos. En una muestra de los últimos vestigios de independencia del poder judicial, algunas cortes de apelación han ordenado la repetición de varios juicios, enojando al poder ejecutivo, concentrado en las manos de Al Sisi. Por eso, una de las enmiendas de la reforma constitucional aprobada en abril otorga todavía más poderes al presidente en el nombramiento de la cúpula judicial. Probablemente, de aquí unos años no habrá ni una sola sentencia a contrapelo de los deseos expresados en el palacio de Ittihadia.

A pesar de todo ello, no es de esperar que Al Sisi deba pagar una elevada factura por el triste final de Morsi. Hace ya tiempo que Occidente decidió aceptar al régimen egipcio en el concierto internacional, una vez pasados algunos reparos iniciales. Al extenderle la alfombra roja, los líderes europeos se acogieron a algunas formalidades para justificarse: la aprobación de una Constitución -que pronto se convirtió en papel mojado-, la celebración de elecciones legislativas y presidenciales -sin la presencia de la oposición mejor organizada-, etc. En línea con la narrativa oficial egipcia, la tesis entonces era que hacía falta apoyar la “transición democrática” en Egipto, a pesar de que esta fuera completamente imaginaria.

Después de la reciente enmienda constitucional para convertir a Al Sisi en presidente casi vitalicio y de unas elecciones presidenciales en las que se impidió la candidatura de cualquier candidato creíble, en varios casos por la fuerza, exponer este argumento en público resultaría sonrojante. Y a pesar de ello, la Unión Europea nunca ha estado más cerca del régimen egipcio, sobre todo desde que la presidencia austríaca señaló a El Cairo como un socio modélico por su control de los flujos migratorios. Al Sisi ha sido, sin duda, uno de los mayores beneficiarios del fenómeno global de liderazgos populistas y autoritarios, que han borrado de la agenda cualquier veleidad democratizadora.

Si bien es comprensible la voluntad de mantener unas fluidas relaciones con Egipto, habida cuenta de su valor geostratégico y de la inviabilidad de un “cambio de régimen”, no parece que el poder egipcio haya ofrecido casi nada a cambio de su reconocimiento. Un trato más humano a los presos políticos, y en concreto a Morsi, podría haber sido una moneda de cambio. No lo fue. La UE ni tan siquiera apretó las tuercas al régimen cuando torturó y asesinó salvajemente a un ciudadano europeo, el joven investigador italiano Giulio Regeni. Así pues, El Cairo no debe estar demasiado preocupado por las consecuencias de la muerte de Morsi. Una vez más, le saldrá gratis.

Ricardo González Samaranch, periodista y politólogo.

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