La muerte de un mar minúsculo

El poema más famoso de Pere Gimferrer empieza a desplegarse con el verso "tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos". Y si la experiencia nos dice que descifrar esos símbolos es una tarea imposible, no menos compleja es la mecánica que mueve los mares, incluso si son pequeños, o, como el Mar Menor, lagunas de agua salada.

Pero el mar, además de la geografía, lo hacen el olor a salitre, el sonido de los barcos en los puertos (la jarcia que cruje y golpea: esa promesa de aventura) y una cultura (ciertos aparejos iguales en Cartagena, en Nápoles y en Tarragona, formas de hacer nudos y de cocer el pescado). Y por todo esto puede decirse que el Mar Menor es mar y además es -era- un paisaje impresionante. Al fondo quedan La Manga y su arquitectura que parece una parodia (¡muchos chalés tienen torreones y almenas!), a un lado los jubilados se aplican una costra de cieno de dudosas propiedades curativas que les da aspecto de extraterrestres seniles; y algo más allá, el cielo se nubla por culpa del algodón de azúcar: hay niños correteando entre los tornillos mal apretados de la feria de Lo Pagán. Pero incluso durante agosto, en lo más profundo y abrasador del verano español, la mayoría del Mar Menor seguía siendo un paisaje conmovedor: atardeceres de colores sorprendentes, caminos estrechos entre las salinas, zonas de cañas pobladas -antes- por flamencos, de una orilla y caballitos de mar, de la otra; y, sobre todo, el viento de levante y sus olas que nunca son tan pequeñas.

Hace 20 años que navego por el Mar Menor y es allí, en Santiago de la Ribera, y no en un club de tecno berlinés o en Malasaña, donde he vivido mis mejores momentos. Por eso me cuesta escribir sobre lo que está ocurriendo. Porque frente a los que han estado de paso, yo defiendo que el Mar Menor es -fue- uno de los paisajes más especiales de nuestro país y lo hago sin ironía y sin apelar al encanto kitsch de La Manga o a la nostalgia de los veranos en familia. Sigue habiendo naturaleza y es -fue- exuberante, sigue habiendo mucho que hacer por allí además de emborracharse en agosto -que también-, y porque siento aquel mar minúsculo como propio, me cuesta transmitir lo que he visto. Podría -a veces querría- seguir mirando hacia otro lado o quitarle importancia a tanto descalabro, pero entonces sería como esos amigos que asisten sin poner trabas a la degradación de un colega con talento y adicciones, o como las madres que defienden a su hijo yonqui y se ofenden cuando alguien les señala: "Señora, lo de su chaval ya no puede ser". Y es que callarse, tal y como se han puesto las cosas, es otra forma de complicidad con quienes se han cargado el Mar Menor.

Este octubre, la mayoría de animales en el interior de la laguna han muerto. Esto significa que muchísimos peces se han ahogado por falta de oxígeno en el agua y han quedado flotando boca arriba y otros muchos, buscando ese oxígeno que les faltaba, han nadado hasta la orilla para agonizar entre estertores en las playas, junto a miles de langostinos en la misma situación desesperada. Llevaba tiempo acostumbrado al horizonte verde (en 2016 se dio un episodio de eutrofización que, al fin, hizo sonar algunas alarmas sobre el estado del agua); también a que la turbidez fuera cada vez mayor y hasta había asumido como inevitable el color marrón que cerca de la costa dominaba las aguas tras las inundaciones. Pero lo que acaba de ocurrir ha sido una catástrofe terrorífica, inimaginable. Un episodio que parece inspirado en las peores plagas y maldiciones del Antiguo Testamento, una desgracia colectiva (afecta a varios pueblos enteros, ya empieza a oler a pescado podrido) que sólo me parecía posible en las novelas.

Recuerdo que en La Saga/Fuga de JB, de Torrente Ballester, una ciudad levita varios metros sobre el suelo durante las noches de niebla, recuerdo Comala, donde todos están muertos, y recuerdo sobre todo Ágata Ojo de Gato, una novela de Caballero Bonald que se desarrolla en una marisma inhóspita (nuestro Mar también lo puede ser: la negrura de las noches sin luna, los espejismos de un mediodía sin viento). En esta obra, una familia muy humilde encuentra un tesoro, lo entierra entre los cenagales, y se instala cerca, queriendo imponerse a las mareas y los reflujos del agua y comportándose de manera cruel y codiciosa. El golpe de suerte se va convirtiendo en un castigo que la marisma impone a sus nuevos pobladores: ellos se vuelven locos y su mansión se hunde en el fangal.

El tesoro envenenado alrededor del Mar Menor es la agricultura de regadío que llena el Campo de Cartagena de melones, pimientos o sandías. Desde los 80, este tipo de agricultura no ha hecho más que crecer y con ella, una demanda de agua que el Trasvase Tajo-Segura no ha podido satisfacer. A falta de medios legales para conseguir agua de cara a aumentar la producción agrícola (y el beneficio económico), muchas empresas y agricultores llevan décadas excavando pozos ilegales (que desecan los acuíferos) e instalando desalinizadoras, también ilegales, cuya salmuera vierten directamente a las ramblas. Por si fuera poco, los nitratos que se usan para favorecer los cultivos terminan también en la laguna, especialmente cuando son arrastrados por aguas torrenciales, de modo que la flora marina crece exponencialmente formando lo que se llamó sopa verde e impidiendo el paso de la luz solar. Éste es un problema de sobra conocido y documentado (se calcula que el 85% de la contaminación del Mar Menor es de origen agrario) ante el que ninguna Administración ha hecho nada durante lustros.

Pero hoy -lo siento, es el momento del duelo- sólo quiero compartir mi tristeza, también mi desconsuelo, al haber asistido a un proceso madurado durante años y que, sin embargo, ha explotado en pocas horas: el colapso de todo un ecosistema. Científicos y activistas (en muchos casos las mismas personas) han avisado de que algo así podía pasar y casi nadie quiso escuchar. No estamos preparados para discursos pesimistas y las advertencias siempre causan rechazo (siguen vociferando los que se quejan de las formas de Greta Thunberg). Y, de repente, una mañana estás paseando por la playa y se suicidan a tus pies miles de doradas, anguilas, cangrejos y mújoles con un comportamiento incomprensible y macabro. Ya no se trata de que el agua últimamente esté más caliente, de que retiren una bandera azul o de datos difíciles de interpretar. Ya es un síncope completo en la naturaleza, el primero, sospecho, de muchos que irán llegando.

Enrique Rey es ingeniero naval.

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