La muerte de una joven

Tras el revuelo mediático por la muerte de Érika Ortiz hay sosiego. En este caso, como debería ser en todos, la agitación periodística ha sido moderada como muestra de respeto a la persona fallecida y a la institución a la que une su parentesco. La reacción de los miembros de la familia real española, destacable por su humanidad y expresada sin disimulo ni protocolo, contribuye a mantener este respeto, a diferencia de lo ocurrido hace más de diez años en el seno de la monarquía británica tras el mortal accidente de Diana de Gales en París. La antigua profesión de la princesa Letizia favorece también el autocontrol de la prensa, así como el cariño y simpatía de la gente, acentuados por su estado de gestación. La tragedia personal y familiar debe vivirse en la intimidad, por más que una oleada de respetuosa solidaridad se esté dejando sentir en apoyo de quienes han sufrido la dolorosa situación, más allá de los cargos que desempeñan. Determinadas palabras quedaron así excluidas de las crónicas periodísticas, y estas se vieron limitadas a las informaciones que poco a poco fueron apareciendo sobre el caso.

A pesar de todo, el fallecimiento de Érika Ortiz abre dos vías de reflexión ante las cuales, como seres humanos, no podemos permanecer ajenos, más allá de toda especulación. De una parte, la gente se pregunta si la presión, por no decir acoso, de los paparazis comporta un peso tan insoportable que lleva a tomar decisiones extremas, incluso si el asedio de la prensa rosa se combina con otra serie de factores como, en este caso, la absoluta falta de voluntad de una persona por figurar en la escena pública, a excepción de sus nexos familiares, inevitables como es obvio. Esta primera vía de reflexión se inserta en el marco de la ética.

Planea una segunda inquietud. ¿Puede cualquiera de nosotros verse impulsado, en situaciones de estrés o ansiedad, a actuar sin evaluar las consecuencias de un acto que no tiene retorno? ¿Puede una madre llegar a pensar que lo mejor para su hija, aún niña, sea dejar de existir? ¿Es genética la propensión a sucumbir a estas ideas? Planteada de este modo, la cuestión nos interroga a todos. Apunta al psiquismo humano, a su fragilidad e imprevisibles reacciones. Bien mirado, las dos perspectivas se entrecruzan y superponen: la persecución mediática, criticada en muchas ocasiones pero ejercida en otras tantas más, es el correlato de otras acciones similares que se han intensificado en los últimos años. El maltrato, el mobbing, el bulling, el acoso, son también persecuciones, modos en que los fuertes, o los que creen serlo, se ceban con los desprotegidos o los débiles. Son sobrecogedoras las cifras de mujeres maltratadas, de alumnos o profesores víctimas de violencia, de horas de trabajo perdidas a causa de bajas por estrés o por depresión reactiva al acoso o al mobbing.

El sociólogo Zygmunt Bauman ha calificado a la sociedad contemporánea con el epíteto de líquida en contraposición a la solidez que nos ofrecían los puntos sólidos de referencia social. Estos puntos hoy se presentan confusos. Flotamos en un mundo en el que las normas y los límites parecen, en efecto, haberse licuado.

¿Incide tal situación en nuestras reacciones psíquicas? Por supuesto que sí. En todos los ámbitos, y especialmente entre los jóvenes. El joven se enfrenta con un doble pánico: se le exige que asuma responsabilidades para las que tal vez no se encuentra preparado. Debe, ade- más, mantener la ilusión sobre unos ideales que los mismos adultos han visto derrumbarse. Eso le genera agresividad. En ocasiones, impotente para encontrar los recursos adecuados y hallar una salida a esa agresividad, no le queda más remedio que revertirla contra sí mismo. A veces, pesa tanto la amargura que la idea de acabar con ella llega a incluir el riesgo de acabar con todo.

Superar este riesgo en etapas de sobrecarga emocional y encauzar un sufrimiento que ha llegado a ser excesivo no es una cuestión de fuerza de voluntad. Tampoco es una cuestión hereditaria. Los patrones de conducta no se transfieren a los genes en una sola generación. Ni se generan forzosamente a través de modelos educativos. A menudo los profesionales de salud mental recibimos la crítica de atribuir a los miembros adultos de la familia la responsabilidad de cuanto pueda acontecer a los más jóvenes. Esta crítica es injusta: sabemos muy bien que ni la carga genética ni la educación recibida en la infancia durante los contactos cotidianos bastan por sí solas para condicionar de forma definitiva las reacciones vitales importantes de orden psíquico. Los seres humanos, como nuestras neuronas, somos un entresijo de conexiones, nudos y factores.

Una chica de 31 años ha muerto. Es lo peor que le puede pasar a una familia. Es lo peor que le puede pasar a una sociedad. No hay remedios ni consejos para enfrentar un acontecimiento tan espantoso. Únicamente reconocer la insuficiencia de nuestra especie. En cualquier familia, la mayor valentía es enfrentar la realidad de que tan solo somos seres humanos.

Aureli Gracia, psicoanlaista.