La muerte de una nación

Bélgica corre peligro de desmoronarse. Durante más de seis meses, el país ha sido incapaz de formar un gobierno que pueda unir a los valones de habla francesa (32%) y a los flamencos de habla holandesa (58%). El monarca belga, Alberto II, intenta desesperadamente impedir que sus súbditos desguacen el estado.

Además del rey (que podría quedarse sin trabajo), ¿a quién le importa? Antes que nada, a los valones. Si bien los belgas franco-parlantes iniciaron la Revolución Industrial europea en el siglo XIX, ahora viven en un área urbana marginada necesitada de subsidios federales, una cantidad sustancial de los cuales proviene de impuestos pagados por los flamencos más prósperos y altamente tecnológicos. A un puñado de soñadores holandeses de derecha también les importa, ya que tienen la visión de unir a los flamencos belgas con la tierra madre holandesa.

Desafortunadamente para ellos, sin embargo, los flamencos no tienen ese deseo. Bélgica, después de todo, se convirtió en un estado independiente en 1830, precisamente para liberar a los flamencos católicos, así como a los valones, de ser súbditos de segunda clase en una monarquía holandesa protestante.

Pero quizás a todos nos debería importar al menos un poco, porque lo que está pasando en Bélgica es inusual, pero para nada único. Los checos y los eslovacos ya se separaron, como hicieron las diferentes naciones de Yugoslavia. A muchos vascos les gustaría separarse de España, al igual que a muchos catalanes. A los corzos les encantaría deshacerse de Francia y a muchos escoceses, de Gran Bretaña.

Luego, por supuesto, está el problema tibetano en China, el problema checheno en Rusia, y demás. Sin duda algunos de estos pueblos podrían sobrevivir perfectamente bien por sí solos. Pero la historia parece sugerir que el efecto acumulativo del desmoronamiento de los estados rara vez es positivo.

A los separatistas belgas les gusta observar que Bélgica nunca fue un no-estado natural, sino un accidente de la historia. Pero también lo son muchos, quizá la mayoría. El accidente en el caso de Bélgica se ubica normalmente a principios del siglo XIX, resultado del colapso del imperio europeo de Napoleón y la arrogancia holandesa. Por cierto, uno también podría ubicar el accidente en el siglo XVI, cuando el emperador Habsburgo se aferró a la Holanda del Sur (hoy, Bélgica) mientras que las provincias protestantes del norte se separaron.

Como sea, los estados-naciones muchas veces se formaron en los siglos XVIII y XIX para promover intereses comunes que trascendieran las diferencias culturales, étnicas, lingüísticas o religiosas. Esto fue así en el caso de Italia y Gran Bretaña, no menos que en el caso de Bélgica.

El problema ahora es que los intereses ya no son los mismos, ni siquiera comunes. La Unión Europea, que promueve activamente los intereses regionales, ha debilitado la autoridad de los gobiernos nacionales. Por qué depender de Londres, dicen los escoceses, si Bruselas ofrece mayores ventajas.

Cuando ya no prevalecen los intereses comunes, el idioma y la cultura empiezan a importar más. Una razón por la que los belgas flamencos resienten tener que apuntalar a los valones con su recaudación impositiva es que los consideran prácticamente extranjeros. La mayoría de los lectores flamencos no leen diarios o novelas en francés, y viceversa. Los canales de televisión son separados, como también las escuelas, las universidades y los partidos políticos.

De la misma manera, a los italianos del norte no les gusta que se utilicen sus impuestos para ayudar al sur, pero al menos ellos todavía tienen un idioma –más o menos- en común, así como las estrellas de televisión, una selección nacional de fútbol y a Silvio Berlusconi. Los belgas sólo tienen un rey, que desciende, como la mayoría de los monarcas europeos, de los germanos.

Nuevamente, ¿por qué esto debería importar? ¿No sentimos compasión por los tibetanos en su lucha por la libertad? ¿Por qué no deberían los flamencos seguir su propio camino?

Una cosa es apoyar a un pueblo que está siendo oprimido por un gobierno autoritario. Y los tibetanos realmente corren peligro de perder su cultura. Es más perturbador cuando un pueblo opta por estados-naciones separados porque se niega a compartir su riqueza, por motivos lingüísticos o étnicos.

Si los ciudadanos flamencos no quieren que sus impuestos vayan a manos de los valones, ¿por qué no ayudar a los inmigrantes desocupados provenientes de Africa, que en muchos casos pertenecieron a los belgas y fueron explotados por ellos como una fuente importante de su prosperidad? No debería causar sorpresa que el partido nacionalista flamenco (Vlaams Belang) también sea hostil con los inmigrantes.

De modo que el destino de Bélgica debería interesarles a todos los europeos, especialmente a aquellos que desean el bien de la Unión. Ya que lo que está pasando en Bélgica ahora podría terminar sucediendo a escala continental.

¿Por qué, por ejemplo, los prósperos alemanes deberían seguir aportando su recaudación impositiva para ayudar a los griegos o a los portugueses? Es difícil sustentar cualquier sistema democrático, ya sea a escala nacional o europea, sin un sentido de solidaridad. Ayuda si este sentido de solidaridad se basa en algo más profundo que intereses compartidos: un idioma, un sentido de historia común, orgullo de los logros culturales. La identidad europea todavía dista de ser sólida.

Tal vez los ciudadanos de Bélgica ya no tengan suficientes cosas en común, y quizá flamencos y valones estarían mucho mejor divorciados. Pero uno espera que no sea así. Los divorcios nunca son indoloros. Y el nacionalismo étnico desata emociones que casi siempre son indeseables.

Sabemos lo que pasó cuando los impulsos simultáneos de la sangre y el suelo en otros tiempos determinaron la política europea. Sin que haya sido su intención, la UE ahora parece alentar las mismas fuerzas que la unidad europea de posguerra se propuso contener.

Ian Buruma, profesor de Derechos Humanos en el Bard College. Su último libro es Asesinato en Amsterdam. La muerte de Theo van Gogh.