El mundo parece estar al borde de otra “gran transformación”, con cambios mucho más profundos que los titulares económicos o políticos sobre el ascenso económico de Asia o los fuegos en Oriente Medio. Los próximos cambios determinarán fundamentalmente la nueva naturaleza de nuestras relaciones económicas mutuas y la dinámica social que subyace a ellas.
Se trata de una transformación de la magnitud del paso, hace 8.000 años, de las sociedades nómadas de cazadores y recolectores a las agrarias sedentarias, que con el tiempo propició el ascenso de las ciudades. Una transformación similar se produjo en Europa en el siglo X, con la aparición de los gremios, asociaciones de trabajadores especializados que regían el ejercicio de su oficio en una ciudad determinada y que prepararon el terreno para la Revolución Industrial.
Las características particulares de la transformación inminente aún no están claras. Puede muy bien entrañar revoluciones en la biotecnología, la nanotecnología y la tecnología digital, junto con una revolución en las redes sociales que elimine las barreras geográficas y culturales. Sin embargo, lo que ya está claro es que, como las transformaciones anteriores, ésta entrañará un cambio fundamental en todas nuestras relaciones económicas y las relaciones sociales en las que se basan.
La corriente principal de la economía ofrece un análisis sencillo de semejante transformación y una reacción normativa al respecto. Siempre que los imperativos tecnológicos o de otra índole permiten que las personas reciban compensación por los beneficios que se otorgan mutuamente (menos los costos), el sistema de mercado basado en los precios puede ajustarse. Cuando los cambios crean externalidades, se requiere una reestructuración económica –ajustes, pongamos por caso, de los impuestos y las subvenciones, cambios de la reglamentación o una mayor protección de los derechos de propiedad– para compensar los costos y beneficios que el mercado no puede abarcar, y, cuando los cambios originan niveles de desigualdad particularmente elevados, hacen falta medidas redistributivas.
Ese planteamiento se basa en el supuesto de que, si todo el mundo recibe plena compensación por los beneficios netos que otorga a otros, las personas que persiguen su propio interés se verán movidas, como dijo Adam Smith, “como por una mano invisible”, a servir también al interés público. Según esa opinión, todo el mundo es homo economicus: un individualista con interés propio y totalmente racional.
Pero, como demuestran las “grandes transformaciones” del pasado, ese planteamiento es insuficiente, porque no tiene en cuenta los puntales sociales de las economías de mercado. En dichas economías, se suelen cumplir los contratos voluntariamente, no mediante una imposición coercitiva. Lo que hace funcionar a dichas economías no es un policía que proteja todos los escaparates de tiendas, sino la confianza, la equidad y la fraternidad de las personas, gracias a las cuales se cumplen las promesas y se obedecen las normas imperantes. Allí donde falta ese vínculo social –como entre israelíes y palestinos– las personas no pueden aprovechar todas las oportunidades económicas existentes.
Esa vinculación resulta evidente en el profundo significado social de la mayoría de las transacciones económicas de una persona. Cuando las personas adquieren automóviles, ropa de marca y casas opulentas, todos ellos caros, por lo general lo hacen por deseo de reconocimiento social. Cuando las parejas o los amigos se hacen regalos mutuamente o se van de vacaciones juntos, realizan transacciones económicas inspiradas en la afiliación y el interés por los demás.
En resumen, la corriente principal de la economía –como también el concepto de homo economicus– reconoce sólo la mitad de lo que nos hace humanos. No cabe duda de que estamos motivados por el propio interés, pero también somos seres fundamentalmente sociales.
La omisión de esa característica resulta particularmente negativa con miras a la transformación inminente, que derribará los pilares de la sociedad contemporánea. De hecho, en la actualidad, pese a una integración económica sin precedentes y nuevas oportunidades de cooperación, nuestra integración social sigue estando atomizada.
El problema radica en unas concepciones de la identidad profundamente arraigadas y divisorias. El mundo está dividido en Estados-nación, cada uno de los cuales controla muchos de los instrumentos de política pública. Además, las lealtades sociales de las personas están divididas por la religión, la raza, la profesión, el sexo e incluso el nivel de ingresos.
Allí donde las barreras sociales son suficientemente fuertes, no dejarán de aparecer barreras económicas, que pueden ir de políticas comerciales proteccionistas y controles cada vez más estrictos de la inmigración a guerras religiosas y depuración étnica.
Está claro que el éxito económico depende decisivamente de cómo conciban las personas sus filiaciones sociales. Una opinión es la de que nuestras identidades son inmutables, impermeables, de origen exógeno e intrínsecamente opuestas unas a otras. Esa clásica dicotomía de “nosotros frente a ellos” propicia la identificación con el grupo propio y un conflicto implacable con los otros grupos, causa interminable de conflictos a lo largo de la Historia.
Pero otra opinión es posible: todas las personas tienen identidades múltiples, cuyo predominio configuran las motivaciones y circunstancias de las personas. Esta idea, que está firmemente arraigada en la neurociencia, la psicología, la antropología y la sociología, significa que una persona tiene un importante margen para modelar sus identidades.
Con ello no quiero decir que las identidades religiosas y nacionales no sean de la mayor importancias, sino que somos cocreadores de nuestras identidades. En lugar de elegir unas que nos dividan, con lo que resulte imposible abordar la multiplicación de los problemas mundiales, podemos moldear otras que amplíen nuestro sentido de la compasión y la responsabilidad moral.
Un cúmulo en aumento de documentación científica muestra que se puede hacer arraigar y realzar la compasión, como cualquier otra aptitud, mediante la enseñanza y la práctica. Así, pues, las instituciones educativas pueden contribuir a desarrollar la capacidad de los estudiantes para preocuparse por los demás, junto con sus capacidades cognoscitivas.
Dicho en sentido más amplio, se deben dirigir las sociedades de todo el mundo con un objetivo común que transcienda sus diversos antecedentes históricos. Un buen aspecto por el que comenzar es el de resolver problemas que superan las fronteras, con estrategias que entrañen tareas específicas para grupos y países diversos con miras a lograr un bien mayor. Iniciativas como los cursos prácticos para la resolución de conflictos, las comisiones de reconciliación, los programas educativos transculturales y servicios civiles obligatorios para los que abandonen la escuela podrían ser útiles también.
La opinión más generalizada de que las personas son agentes económicos totalmente movidos por el interés propio niega nuestra capacidad innata para la reciprocidad, la equidad y la responsabilidad moral. Profundizando las afiliaciones sociales, podemos preparar el terreno para una nueva forma de economía en la que se puedan aprovechar muchas más oportunidades.
Dennis J. Snower is President of the Kiel Institute for the World Economy and Professor of Economics at the Christian-Albrechts Universität zu Kiel. Traducido del inglés por Carlos Manzano.