La muerte del partido judicial y otras reformas

Una de las omisiones más clamorosas del Libro Blanco de la Justicia, que aprobó el Pleno del Consejo General del Poder Judicial el día 8 de septiembre de 1997, fue la de proponer una reforma de la demarcación judicial, omisión que fue reiterada años después en el fallido Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia suscrito entre los dos grandes partidos nacionales el día 28 de mayo de 2001. Parecería, a la vista de estos documentos y del nulo interés mostrado en su reforma en los últimos veinte años, que el modelo territorial consagrado en la Ley de Demarcación y Planta de 1988, siguiendo en lo esencial el diseño decimonónico de despliegue territorial de Juzgados y Tribunales, era y es un modelo adecuado para la Administración de Justicia del siglo XXI.

Sin embargo, el Ministerio de Justicia nos sorprendió hace unos días con un informe —o propuesta tal vez— realizado por una denominada «Comisión sobre Demarcación y Planta» en el que se presentan en apenas 19 folios lo que pretenden ser las líneas maestras de una profunda reforma de la planta y demarcación de nuestros Juzgados y Tribunales. Quizá lo más sorprendente de este documento sea la supresión del partido judicial como modelo de organización territorial básica de la Justicia española. El cambio no es pequeño. Juez y territorio han estado siempre indisolublemente unidos, y el poder jurisdiccional, como manifestación de la soberanía del Estado, se ha ejercido siempre en un ámbito territorial previamente delimitado. Allí y solo allí, dentro de esas fronteras infranqueables que son los límites de cada partido judicial, se ejerce el poder que la ley otorga al juez para resolver conflictos, para decidir sobre la libertad y hacienda de los ciudadanos.

Pero lo que durante mucho tiempo ha podido ser virtud quizá hoy no lo sea tanto. El partido judicial proporciona presencia del Poder Judicial en el territorio —acerca la Justicia al ciudadano, siguiendo esta manida expresión—, pero también fragmenta los recursos, encorseta la organización y la hace más ineficiente. Hay partidos judiciales en los que los jueces están claramente saturados de trabajo, en tanto que en otros ni de lejos alcanzan la carga que razonablemente les es exigible. Modificar esta situación no es fácil. La demarcación —los límites territoriales del partido judicial— solo puede ser alterada por ley, y esta modificación presenta siempre una extraordinaria dificultad política, atendidos los intereses locales que están en juego. Ningún municipio quiere dejar de ser cabeza de partido y los que no lo son aspiran a alcanzar esa categoría. Quizá por esto la propuesta ministerial sea acertada. Como el nudo es gordiano, cortémoslo y vayamos a un modelo radicalmente distinto en el que el partido judicial deje de existir. No sé si la organización que se apunta, superadora del partido judicial y basada fundamentalmente en la existencia de imprecisos órganos colegiados de ámbitos territoriales muy amplios, es la más acertada. Faltan datos y estudios de viabilidad para saberlo, pero esto no impide reconocer que avanzamos por el buen camino.

Pero esta propuesta no viene sola. Bajo la apariencia de una exclusiva reforma organizativa territorial, la propuesta ministerial incorpora otras de gran calado político y con las que sólo puedo disentir. Me refiero a la atribución de la investigación al Ministerio Fiscal, a la limitación de los poderes del Tribunal Supremo y a la supresión de la Audiencia Nacional con la creación de dos Tribunales Centrales, uno de lo penal y otro de lo contencioso-administrativo.

Tales propuestas están directamente dirigidas a la línea de flotación de una Justicia española independiente y de calidad. No es casualidad que los afectados por la voluntad reformista sean los dos tribunales de ámbito nacional más relevantes: la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. Como tampoco lo es que quiera atribuirse, una vez más, la investigación criminal al Ministerio Fiscal, precisamente ahora, cuando se cuestiona permanentemente al mismo, al ir abriéndose paso la idea de no saber bien al servicio de quién está.

La Audiencia Nacional en los últimos treinta años ha prestado un servicio extraordinario al Estado y a los españoles. En expresión de uno de sus presidentes, ha sido el portaaviones de la Justicia española, azote de terroristas y grandes delincuentes y supervisora de la legalidad de las más relevantes decisiones de la Administración General del Estado y de sus órganos reguladores. No hay ninguna razón para su supresión. Un Estado fuerte necesita instituciones fuertes y consolidadas, y la Audiencia Nacional hoy lo es, aunque a nadie se le escape que existe en la opinión pública la impresión de que alguno de sus servidores la haya utilizado para su propio servicio y beneficio. Quizá lo que no guste de la Audiencia Nacional es que se trate precisamente de un tribunal nacionalen sus competencias y en su denominación, cuando la Nación española es una noción discutida y discutible para aquellos que nos gobiernan. No solo la Audiencia Nacional debe permanecer, sino que incluso algunas de sus competencias deben potenciarse. Me refiero especialmente a las de su Sala de lo Contencioso-Administrativo, servida por excelentes magistrados, que debe convertirse, en unión de los Juzgados Centrales, en el gran órgano revisor de toda la actuación de la Administración General del Estado, en todos sus niveles y escalones.

Al Tribunal Supremo también dedica su atención el informe-propuesta ministerial. Quien lo lea, si no es avispado o no sabe de qué va esto, hasta podría pensar que se le trata de potenciar, cuando lo pretendido es exactamente lo contrario. La función que se reserva al Tribunal Supremo es exclusivamentela de la unificación de doctrina, la de mantener la pureza en la interpretación de las normas. A esto se añade —como simple añagaza, a mi juicio— el anuncio del posible carácter vinculante de la jurisprudencia. ¿De qué sirve, me pregunto, una jurisprudencia vinculante si el Tribunal Supremo no puede controlar su cumplimiento a través de la casación ordinaria? Será que se pretende, como manifestaban los antiguos virreyes de las Indias Occidentales, acatar pero no cumplir lo que dice en Derecho un Tribunal Supremo que está tan lejos, tan lejos, de los Tribunales Superiores de las Comunidades Autónomas que su poder se desvanece entre las brumas de su función nomofiláctica. Pues bien, ni es esto precisamente lo que quiere nuestra Constitución para el Tribunal Supremo ni es esto lo que esperan los españoles de su más alto tribunal.

Dejo para el final al Ministerio Fiscal, la gran paradoja constitucional. Se integra funcionalmente en el poder judicial y debe atenerse en su actuación a los principios de legalidad e imparcialidad, pero quien se encuentra a la cabeza de esta organización fuertemente jerarquizada es nombrado por el Gobierno y en ocasiones da la impresión de que solo a este sirve. El Ministerio Público no tiene hoy la apariencia de imparcialidad necesaria para encomendarle la investigación criminal sin que se extienda la sospecha de que lo que realmente se pretende con esta medida es que desde altas instancias políticas se quiere utilizar el proceso penal para unos fines que no son precisamente el resplandor de la verdad y de la justicia.

Antonio Dorado Picón, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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