La muerte del patriarca

Ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en aquella oficina, solo y vestido, y muerto al parecer de muerte natural durante el sueño, como estaba anunciado desde hacía muchos años en las aguas premonitorias de los lebrillos de las pitonisas” (El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez).

Así fallece el patriarca otoñal de esa novela. Y así —como si se muriera en uno de sus libros— falleció García Márquez: tras varias falsas alarmas, poderoso y remoto, y anunciado su deceso por presagios funestos. La noche del 15 de abril pasado, dos días antes de su muerte, ocurrió un eclipse de luna roja, voceado con alardes de Apocalipsis. Aquella luna sangrienta imitó a sus ficciones, donde los desastres siempre vienen precedidos de malos augurios (¿y qué mayor desastre que la muerte propia, ese apocalipsis personal?).

Quedamos aquí sus lectores. Tal como les ocurre a los asombrados ciudadanos de aquella novela, que entran al palacio vacío y ruinoso para encontrar al patriarca muerto, nosotros, ni siquiera viendo su catafalco escoltado de presidentes, nos atrevimos a creerlo. ¿Se habrá muerto, realmente, García Márquez?

La respuesta es sí y no. Por la negativa se pronuncian sus obras. Pocos escritores recientes, en nuestro idioma, han dejado una obra más viva. Cien años de soledad, releído casi medio siglo después, no envejece. Y la razón es sencilla: ya era viejo ese libro cuando su autor lo escribió. Anacrónico su lenguaje, extemporáneos sus personajes, eternos sus mitos. Sacando bien las cuentas, Cien años de soledad tiene la edad del tiempo, o sea, es atemporal.

Posteriormente, varias generaciones de escritores más jóvenes que nuevos, apurados por matar al patriarca, han querido enterrar ese libro (con su autor, en lo posible). Confieso que yo también lo deseé, ocasionalmente, cuando en aulas o cafés europeos o estadounidenses, algún latinoamericanista experto me salía con la monserga de esta “realidad mágica” que explicaría, sin razonarlos, nuestro atraso y sus utopías. Pero ocurre cada vez menos. Y, en todo caso, ese estereotipo no fue culpa de García Márquez; más bien al contrario, fue consecuencia de su genio. Si sus tres o cuatro novelas magistrales engañan a incautos, que las toman por espejos en lugar de espejismos, es porque él creó con ellas un universo paralelo, donde el tiempo circula en vez de pasar. En ese tiempo viven sus obras, sin recibir lesión apreciable con los años. Y él vive en ellas.

Pero otras cosas sí han muerto con el patriarca. Con García Márquez ha fallecido, finalmente, el boom narrativo latinoamericano. Una revolución literaria cuya muerte anunciada venía dilatándose tanto, que ya parecía una de esas eternas transiciones a la democracia de nuestros países. Es cierto, quedan Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards, plenamente vigentes. Pero ambos evolucionaron, alejándose de las estéticas y las políticas que mantuvieron en los sesenta del siglo pasado. Mientras, García Márquez no evolucionó. Parió su cosmos realista mágico y lo habitó durante el resto de su vida creativa (con pocas excepciones). Igualmente se domicilió en sus ideas: detenido en la arcadia de la revolución cubana, fue fiel a Fidel hasta el ataúd. Cultivó esa anacronía como si fuera otro arcaísmo de su lenguaje. Por esta política y por aquella poética, García Márquez representó como nadie lo que fue el boom. Y por eso este muere con su patriarca.

Comparar la larga agonía del boom con una transición a la democracia, quizás no sea una licencia poética. Bendición para la narrativa latinoamericana, que de pronto apareció en el mapa literario mundial, la revolución del boom acabó —como tantas— prohijando una oligarquía. Lo que ha venido después se parece más a una democracia de masas, donde no hay un puñado de escritores excelsos, sino miles, revueltos. Y cada uno tiene un solo voto, y nadie tiene veto. Y predomina una estética populista, donde pesan menos los méritos literarios de las obras que los pesos —o los euros, o los dólares— de sus ventas. Es una democracia del gusto, además, sin jerarquías claras, sin cánones indudables (como ese que constituyó el boom). Lo dicho: con el patriarca murió un sistema de poder literario. Ahora, en los palacios arruinados de su estética, sus seguidores rutinarios mercadean una demagogia novelesca que ofrece oropeles de color local, en vez del oro real que José Arcadio Buendía buscó en Macondo.

Pero no todo es demagogia en esta narrativa democrática. También escriben quienes aprendieron la lección del patriarca para superarla. Ante la facundia del estilo garcíamarquiano (que voy parodiando, indudablemente sin éxito, en este artículo), algunos autores reaccionaron como Beckett lo hiciera ante el desafío de Joyce: optando por una lengua parca y por una mirada comprimida. Y otros guardaron sus novelas bajo las siete llaves de la pura literatura. Y otros las dejaron correr por pistas globales, que ya no pueden llamarse latinoamericanas. Y otros… En fin, que reina una algarabía narrativa. El patriarca ha muerto y con él su régimen. En las calles de nuestra literatura hay más libertad… y también más caos.

García Márquez conoció esa cumbre y abismo de los grandes artistas: fue mayor que él mismo. Y así se le habrá venido encima la muerte, como al patriarca de su invención: “Que estaba condenado a no conocer la vida sino por el revés, condenado a descifrar las costuras y a corregir los hilos de la trama y los nudos de la urdimbre del gobelino de ilusiones de la realidad”.

Carlos Franz es escritor.

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