Justo antes y después de la muerte del senador John McCain, el sábado, leí varios tuits, publicaciones de Facebook y ensayos que dejaban claro y con belleza la importancia que tuvo.
Muchos mostraban el mismo interés por qué tan importantes eran los autores:
He aquí todo el tiempo que pasé con McCain. También soy cercano a su hija Meghan. Este es el halago que me dijo alguna vez. Le respondí esto. Voté por él todas estas veces. Estuve de acuerdo con él en estos temas, pero no en aquellos. Me cuesta describir cuánto dolor estoy sintiendo. He aquí una foto de cómo me veo de luto.
¿Eran himnos dedicados a McCain o arias de autocomplacencia? La línea se desdibujaba cuando el foco viraba del celebrado al celebrador.
Una parte de esto es inevitable e incluso correcta. Una de las mejores formas de expresar el impacto de alguien en el mundo es demostrar y universalizar su efecto en nosotros, y nuestros propios recuerdos e historias son los elementos inimitables que aportamos a la conversación.
Sin embargo, el uso de primera persona vale más cuando no es tan abundante.
¿Escucharon a Donald Trump el día en que murió Aretha Franklin? En la primera oración que le salió de la boca la definió como “una persona que conocí bien”. En la segunda, aludió a algunas de las presentaciones que hizo en hoteles de su propiedad: “Trabajó para mí”. El comentario fue clásico de Trump en términos de lo ofensivo que resultó. No obstante, también reflejó una combinación más generalizada de elogio y estrategia de relaciones públicas personales.
¿Vieron a Madonna en la entrega de los Video Music Awards de MTV? Se acercó al micrófono, empezó a rendir homenaje a Franklin y reflexionó ampliamente sobre la ambición pura, el ascenso incansable y la resiliencia resuelta de… ¡Madonna! “Tal vez se están preguntando por qué les estoy contando esta historia”, dijo por fin, cuando se apartó un poco de su estupor ensimismado.
No, no nos estábamos “preguntando por qué”, estábamos “impactados de que”. En las palabras de Stuart Heritage en The Guardian: “Madonna tomó el legado de Franklin y lo forzó a través de un prisma de tal amor propio que parecía que incluso los entusiasmados chicos de la audiencia estaban perdiendo la voluntad de vivir”. Sin embargo, aunque su autocomplacencia fue extrema, también fue emblemática.
El resto de nosotros no tiene ni los megáfonos ni la megalomanía de Trump y Madonna, pero tenemos algunos de los mismos impulsos cuando opinamos sobre las muertes de personas famosas. Encontramos ese punto de intersección donde nos cruzamos con ellos, incluimos algo forzadamente de nuestras propias biografías o alardeamos sobre nuestros propios currículos.
Reivindicamos nuestro carácter por medio de nuestro dolor… o nuestra falta de este (no faltaron aquellos en Twitter que consideraron apropiada la ocasión de la muerte de McCain para expresar su aversión por el senador). Es una manera clásica de señalizar nuestra virtud, que es impertinente y quizá merece ser definida por un término específico. ¿Luto virtuoso? ¿Oportunismo de obituario?
Al revisar las reacciones que hubo hacia las pérdidas de McCain, Franklin y otras figuras públicas que han muerto este año, uno termina sumido en anécdotas, información y declaraciones de principios ligadas de forma indirecta o torpe con la tristeza en cuestión.
Culpo a las redes sociales, las cuales pueden provocar que una suerte de respuesta inmediata parezca casi obligatoria, como una tarea de escuela. Son una partera del mal juicio y un multiplicador del narcisismo, con su promesa de generar reacciones de me gusta y publicaciones compartidas.
También culpo al periodismo, el cual se encuentra en una fase en la que fomenta que sus practicantes traten los acontecimientos notables como oportunidades para promocionar sus marcas, para tallar nuestros propios nichos en las historias de otros y para convertirse tanto en personajes como en guías de las historias. Es complicado hacerlo sin acicalarse al mismo tiempo y somos tantos los que no lo logramos que no voy a señalar directamente a nadie en esta columna. Por razones similares, no voy a apuntar con el dedo a los políticos y asesores que dieron un giro tan extraño para pasar de McCain a sus propios ombligos.
Hace seis años, cuando murió Nora Ephron, me percaté por primera vez de un exceso de elogios con un grado extraño de fanfarronería. Daba la impresión de que todo mundo la conocía en Hollywood, Nueva York y Washington. Tal vez así era: tenía una energía tremenda y un gran talento para conectar con la gente. Yo mismo enfaticé mi propia conexión con ella en un texto que escribí en aquel entonces. Lo recuerdo y me avergüenzo.
Muchos de nosotros no nos damos cuenta por completo de que lo hacemos y vaya que es una razón muy importante, entre muchas otras, para prestar más atención a este problema. Socava el que debería ser nuestro objetivo: poner a alguien más bajo los reflectores. No lo podemos hacer si acaparamos el escenario.
Hablando de escenarios, una pantalla ubicada detrás de la plataforma donde hace poco se presentó la banda Journey mostró fotos de Franklin a modo de homenaje. Un crítico musical hizo un comentario positivo de ese detalle en su reseña del concierto. Enseguida, lo contactaron el guitarrista de Journey, Neal Schon, y su publicista, quienes querían que corrigiera la reseña para especificar, en palabras del representante, que el tributo no fue idea de toda la banda, sino que “se le ocurrió solo a Neal”.
Pues lo dejó muy claro… al igual que el verdadero objeto de su homenaje.
Frank Bruni ha trabajado en The New York Times desde 1995 y tuvo varios cargos antes de convertirse en columnista en 2011, entre ellos reportero de la Casa Blanca, director del buró en Roma y director de críticas sobre restaurantes. Es el autor de tres libros éxitos de ventas.