La muerte encaminada

La vida, camino hacia la muerte. No sé si es una metáfora o el más real de los caminos, el único por el que, día y noche, todos nos aventuramos. Jorge Manrique cantó nuestras huellas de ríos que van a dar en el mar que es el morir, y el camino de este mundo para el otro, que es morada sin pesar. Antonio Machado, quien tanto pensó la soledad de los campos castellanos cruzados por riberas, álamos y cañadas, dejó dicho que al borde del sendero un día nos sentamos, que ya nuestra vida es tiempo, y que nuestra sola cuita son las desesperadas posturas que tomamos para aguardar … esa cita que nunca falla. Cuando nos aprestamos a celebrar la pasión de Jesucristo, símbolo de la muerte de todos y esperanza, también para todos, de alguna forma de resurrección (esto sí parece una metáfora), me viene a la memoria el evangelio de Marcos, que, enfocado en la Pasión, se anuncia como preparación del camino abierto a nuestros pies: «Mira, envío mi mensajero delante de ti, que preparará tu camino». Y prosigue con una voz gritando en el desierto, otra imagen de la vida desolada, que junta el camino del hombre con el de Dios, porque todo se funde en este océano de misterios: «¡Preparad el camino del Señor, rectificad sus sendas!»

Extraordinario poeta del dolor que somos, Salvador Espriu, en su viaje hacia las nieblas del alma, se apoyó también en el evangelio de Marcos -leía la Biblia desde niño- para hablar de la mort caminada, la muerte que camina, o es caminada, por la vida. Lo hace en el último de sus grandes libros, Setmana Santa, cuyos primeros poemas publicó en 1963 para la cofradía de San Magín, de Tarragona, y completó en 1971 para los Quaderns de Poesia de su amigo Tomás Garcés, escribiendo con la sabia lentitud que imprimía a cada uno de sus gestos. Acababa de contarnos cómo, más allá del hielo de la lenta comitiva -los pasos congelados de una procesión- una voz en agonía va gritando que sólo quiere la cenicienta compañía de las palabras. ¿Qué otra cosa podemos desear en la antesala del duelo sino el consuelo de algunas palabras susurradas bajo la desnudez recordada de los cabellos negros del sol? El misterio de la vida y de la muerte iguala también el brillo y la oscuridad, la ceniza y el fuego, el principio y el fin. Es entonces cuando dice: «¿Quién pedía / hoy unas palabras / que lo acompañen? / Luces en este cortejo / de la muerte caminada». Debía de recordar Espriu el cortejo de las procesiones que de joven vio en Arenys de Mar, Viladrau o Palamós, aunque no es el rito lo que importa, sino la gravedad de sílabas cayendo por un pozo sin fondo. Al encabalgar la imagen última de cada poema con el principio del siguiente, desvela la naturaleza de esa senda cuyo espanto nadie puede vencer: «Se acercaba ya la muerte y le abríamos en nuestro interior este árido camino que ha de dejarnos en lo más hondo del abismo». Un camino que serpentea dentro de nosotros hasta ese término inevitable que es negación de todo lo que conocemos, dejándonos solos ante preguntas que no tienen respuesta. ¿Moríamos contigo o eres tú quien murió con nosotros? Perdidos en el abismo.

Espriu se consideró agnóstico «por humildad» al tiempo que confesaba su profunda inquietud religiosa. Su obra lo atestigua. En Setmana Santa, al hilo de sucesivas metáforas de la Pasión, se pregunta por la verdad, así, en abstracto, como si sólo hubiera una; como Dios, si Dios existe. Por tres veces lo repite, tantas como Pedro negó a Jesús y cantó el gallo de la mentira. Una: «¿Qué es la verdad? / La soledad del hombre / y su secreto espanto». Dos: «¿Qué es la verdad? / Vidrio lanzado, hecho añicos / a los cuatro vientos de la ciudad». Tres: «¿Qué es la verdad? / Quién sabe si tú, tal vez tú / o también tú. Quizá nadie». La soledad del miedo, un cristal roto, no sabemos quién, en caso de que haya alguien al otro lado de la pregunta. Solo, nada, nadie; un lienzo en blanco, otro enigma sin solución. Pero nos quedan la poesía y las preguntas, que seguramente son lo mismo. No se entendía la canción de la noche, de tan claras como eran las palabras, sentenció Espriu. No tenemos palabras, de tan oscura como es la noche del alma, pudo haber dicho San Juan de la Cruz si los siglos dialogaran entre sí. En el prólogo a Setmana Santa, nuestro poeta lo aclara: «Creo que nos pertenece el libre, fundamental e imprescriptible derecho de interrogar e indagar, sin rendirnos jamás a la coacción de ninguna pretendida autoridad, sea ésta del color que sea, sobre toda clase de problemas y cuestiones». Da igual quien sea la autoridad. Si Dios no nos coacciona para dejar que lo interroguemos a Él, ¿cómo no vamos a poder cuestionar a nuestros semejantes? El ser humano es la medida de todas las indagaciones sobre la complejidad del mundo y, a la vez, su propia, amarga, pesadilla. Podemos sentirnos semilla, espada, clamor, estrago, y convertirnos en un largo y solitario lamento, o entregarnos -de palabra, de obra- a nuestros compañeros de camino y sed y polvo.

En estos tiempos de catalanismo y españolismo enredados entre el olvido de los hombres y mujeres que en Sepharad siguen anhelando paz, trabajo y libertad, merece la pena recordar, como Espriu hizo en Setmana Santa, a los que son capaces de vender por treinta monedas la dignidad de su cielo, los campos, las fuentes, el trigo, todo el país de mar a mar; y, sobre todo, a quienes, siguiendo los versos lúcidos de La piel de toro, desde la diversidad de sus lenguas convinieron muchos nombres a un solo amor, cautivando a los pájaros de las canciones del aire, donde no hay fronteras. ¿Lo hemos convenido, por fin? ¿En algún universo posible acordamos vivir juntos como una sola familia? Nada se entiende sin fe, sin esperanza, sin fraternidad: un viento malvado nos va estrangulando con lazos de miedo, y velos teñidos confunden la verdad. No sería justo someter la honda poesía de Espriu, su austero civismo, a la ordalía de un proceso imaginario. Unos y otros -público, abogados, jueces- quedaríamos muy por debajo de su estatura moral, ensombrecidos por una transparencia de luna llena. Mejor será limitarnos a cultivar su memoria y sus versos, tan certeros como los círculos en el cielo de un halcón volando sobre la certeza de nuestra muerte («volaven falcons / damunt la certesa / de la meva mort», final memorable de una de las Canciones de Ariadna). Estamos en la Semana Santa y quienes tengan la suficiente humildad podrán volver a esperar alguna clase de salvación. Si ésta llega, será gracias al libre, irredimible, derecho a preguntar y al difícil deber de amar. Moriremos quizás sin ninguna sabiduría, pero ricos en pasos de perdidos caminantes. No intentaré enmendarle ninguna palabra más al buen poeta. Lo escrito, escrito está.

Antonio Hernández-Gil es miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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