La muerte y el arte

Por Francisco Nieva, de la Real Academia Española (LA RAZON, 02/05/04):

Ya he expresado más de una vez mi desconfianza hacia el arte de circunstancias. ¿Quién le pide a Francisco de Goya que pinte los «Fusilamientos del tres de mayo»? Se lo pide a sí mismo, y no inmediatamente: hace que el recuerdo se pose un poco. Necesita ver con distancia. Dicho cuadro vale tanto como pintura que como drama. El drama es real, pero el arte lo transforma en «objeto precioso». Lo mismo ha sucedido con el «Guernica» de Picasso.

Bertold Brecht, además de poeta y dramaturgo, era un filósofo del arte —uno de esos alemanes de provecho— que juzgó necesario, para el mismo espectador de su teatro, un proceso de «distanciamiento» sentimental, para juzgar en toda justicia. Saber estar dentro y fuera del espectáculo. No se aplacan los sentimientos, sino que se les mira en perspectiva y con reflexiva objetividad. No puede definirse mejor el sentido del arte y el de su dialéctica principal.

Un acontecimiento tan luctuoso como el «11 de marzo» el arte no puede traducirlo en términos supuestamente «imperecederos», convertirlo en «objeto precioso». Eso sí que me parece inhumano. Ante un dolor social de tal importancia, el arte y sus interpretaciones se quedan en nada. Porque un acontecimiento así sólo me inspira consternación, terror, condolencia; me resulta imposible usarlo para conmover a algún probable espectador. Y menos, para distraerlo. Porque al teatro vamos a distraernos, en calidad de «distanciados». Siempre terminamos por asumir la muerte, pero sí nos ayuda un poco a ello una muerte de teatro, no un espectáculo letal y sangriento de verdad, como es el caso señalado. El arte aleja y supera. El arte retrata lo que muere, pero guarda en conserva el «tiempo perdido». Lo hace con una técnica —y una táctica— muy especial. Nuestros sentimientos, antes de pasar por el colador de «la forma», necesitan pasar por el colador de la psique, ser intelectualizados. Esto no se hace por mandato: —«Tome usted estos sentimientos conmocionantes e intelectualícelos enseguida, al servicio de tal o cual organización compasiva». Y lo peor: —«Haga usted una obra de arte que los perpetúe». ¿Adónde van ustedes con tales exigencias? Sólo falsos artistas se prestan a una cosa así. Y no es el caso de mi admirado y buen amigo Antonio López, del cual se ha elegido una cabeza de niño —que es doble, con los ojos cerrados y abiertos— para recordar el suceso. Un acierto en este sentido. Es un paradigma de distanciamiento reflexivo y profundo: «La muerte también es la vida». Y, precisamente, Antonio López no hace otra cosa con su pintura sino mantener en conserva el tiempo que pasa para siempre.

El arte lo recicla todo, y más que nada la muerte, que sale convertida en noción estética distanciada. Un Cristo torturado de Grunewald sólo causa una impresión estética, incluso en el más ferviente católico, que sabe que la muerte de Cristo fue mucho peor de lo imaginado por un pintor del siglo XVI. Pero lo imaginado tiene su valor como «objeto precioso», y esto no se lo niega nadie.

Sin duda, hay cantidad de gentes que confunden el mensaje del arte, incluso personas que podemos considerar cultas, o suficientemente informadas. No encuentran la línea divisoria entre la vida más común y el arte, el arte y la política, el arte y la beneficencia, el arte y las costumbres, el arte y la falta de alimentos en Uganda. Nada, no pueden y, si fueran analfabetos, se comprendería, pero no se comprende si se manifiestan como intelectuales, periodistas y hasta en críticos de arte, que es lo más paradójico. Se pudiera decir de ellos: —«Hay que ver lo poco que sabe este hombre de lo que quiere parecer que sabe».

Una de las más fuertes asignaturas en la enseñanza debiera ser el arte para hacer extensiva esa noción sublimadora de la vida, que traza una línea divisoria entre el reflejo y lo reflejado; qué significa histórica y materialmente un hecho y qué significa su traducción a las específicas pautas del arte.

Puede incluso decirse que, entender de arte, es casi un privilegio, el pasatiempo más inagotable: porque el arte se hace para ser gozado y para perseguir ese gozo, descubrirlo en lo más impensado. —«Aquí hay arte». Se descubre como un venero de agua o una mina de oro. Hacer extensivo ese privilegio es o puede parecer una utopía. Pero no veo yo que lo sea tanto. Lo que sí veo es la fuerza que tienen los ignaros y los resistentes, aquellos incapaces de aceptar esa división desde sus posiciones de poder. El pobre y santo de Oscar Wilde pensaba que el socialismo sería un gran reconocedor del arte y el arte se manifestaría de otra forma, con mayor plenitud ecuménica.

Precisamente ¿qué es el drama de Wilde, «Salomé»? Una visión y una superación sensual de la muerte. Lo que refleja no es la verdad, pero es una necesidad visceral del hombre hacerlo así, y el arte le ofrece ese lenitivo inestimable. Como se persigue la alfabetización de las gentes, se debiera perseguir la iniciación didáctica al arte, porque en el fondo es todo lo que se define como cultura. Cultura «superior» para todos, como lo soñara el pobre y santo de Oscar Wilde.

La muerte y el arte tienen una relación muy estrecha. Pero la muerte sale ganando una trascendencia mental en su relación con el arte, que la asume con estremecimientos sensuales de vida. El arte es curativo, a la vez consolador y excitante. Por lo cual, hay que «saber curarse» y enseñarlo con tino desde la guardería y en las escuelas más elementales, como se enseña a cruzar las calles, con el suficiente instinto de conservación.