La mujer como coartada

Por Irene Lozano, periodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005 (ABC, 08/03/06):

HAY algo que provoca repelús en los tintes narcisistas que ha ido adquiriendo el Día de la Mujer y en esas ráfagas de autocomplacencia que se cuelan por las rendijas del feminismo de escaño. Si de celebrar se trata, celebremos, pues una alegría nunca está de más, pero que el júbilo no nos impida ver con nitidez los grises derroteros por los que discurre la causa de las mujeres.

Razones para la satisfacción nunca faltan, desde luego: la igualdad de derechos y oportunidades, la libertad, el acceso a la educación y al trabajo, han cambiado por completo la vida de las mujeres europeas. Al fin somos individuos, que no individuas. De manera que si Mary Wollstonecraft levantara la cabeza y la pluma no volvería a escribir: «Espero que las mujeres me disculpen si las trato como a criaturas racionales». Hoy ya no hay que excusarse para hablar a las mujeres como sujetos libres titulares de derechos.

Esa consideración y la defensa de la igualdad de sexos forman parte de las verdades aceptadas en las sociedades occidentales, de lo que suele llamarse el discurso dominante. Aunque de cuando en cuando a algún machista recalcitrante se le escape un desprecio, a modo de acto fallido, todo el mundo parece abrazar la causa de la igualdad y hasta hay codazos entre ciertas figuras políticas, económicas y mediáticas por aparecer en el «top ten» feminista. Corrección política obliga.

Pero estar de moda entraña graves riesgos. Y uno de los que con más fuerza nos acechan hoy, a hombres y mujeres, es que la defensa de la igualdad de los sexos se utilice como coartada para otros fines.

Las afganas fueron empleadas como coartada para ocupar su país, pese a que en los cinco años anteriores de gobierno talibán a nadie le preocupara gran cosa el trato inhumano que dispensaban a las mujeres. Tras la guerra y el cambio de régimen se logró introducir en la Constitución la igualdad de sexos, aunque con escasas garantías, y ya se sabe que un derecho sin garante es casi lo mismo que ninguno: la entereza moral de Estados Unidos y Europa resultó ser quebradiza a la hora de implantar los derechos y la libertad de las mujeres.

Se ha conseguido que no las ejecuten en el estadio de Kabul, lo cual es una gran noticia, pero si eso se nos atribuye a los aliados, habrá que achacarnos también que las afganas carezcan de acceso a la Justicia y sean encarceladas por transgredir las costumbres sociales, por negarse a un casamiento impuesto o huir de familiares que las maltrataban. No vendría mal una mayor presión al amigo afgano para que respete los derechos humanos de las mujeres.

En cuanto a las de aquí, los gobiernos -sean centrales, autonómicos o municipales- hablan a raudales de sus derechos y ensalzan su papel social. El feminismo vende y eso tiene un aspecto positivo: como las mujeres representan la mitad de los votantes, es de esperar que los políticos se esfuercen por mejorar su situación. Pero también entraña un riesgo: que ese feminismo oficial se convierta en argumento de marketing, y pase a ocuparse más de las apariencias que de los logros reales. Se trata de una amenaza más preocupante aún por el hecho de que, lejos de percibirse como tal, es recibida con alborozo entre ciertos grupos de mujeres, que creen ser un «lobby»cuando están a punto de convertirse en comparsa.

Hay razones para pensar que esa amenaza se va materializando. Lo mejor que se puede decir de la ley de Igualdad aprobada la semana pasada por el Consejo de Ministros es que resulta inocua; y lo peor, proviniendo del ministerio llamado de Trabajo, que no aborda el problema más sangrante de las mujeres trabajadoras: la discriminación salarial. Se regulan con todo detalle unos planes de igualdad cuya elaboración y cumplimiento se deja al voluntarismo empresarial y a la capacidad negociadora de los sindicatos, al tiempo que se ofrece a las empresas modélicas en igualdad un distintivo oficial «que podrá ser utilizado en el tráfico comercial de la empresa y con fines publicitarios», según recoge la ley.

Consagrada queda la política de las apariencias, una coartada para obtener el voto femenino sin hacer nada por las mujeres. Al parecer la igualdad ya no es un noble objetivo ni un fin en sí misma, sino un objeto de mercadeo; lo importante no es solucionar los problemas de las trabajadoras, sino aparentar que se hace algo.

Entretanto, la brecha salarial entre hombres y mujeres europeos sigue estancada en torno al 27 por ciento. Una vez que se neutralizan los efectos de edad, formación, profesión y evolución profesional, queda aún una diferencia del 15 por ciento que «resulta necesariamente de mecanismos de infravaloración discriminatorios», según la Comisión de Derechos de la Mujer del Parlamento Europeo. De esa discriminación no dice ni una palabra la nueva ley. Y lo asombroso es que el manifiesto elaborado por asociaciones de mujeres contra esa ley aprobada a sus espaldas tampoco menciona la igualdad salarial ni esa sutil estafa ya institucionalizada de los contratos a tiempo parcial, que son la garantía de que las mujeres completen su jornada en casa, pero sólo tengan media independencia económica. De la importancia de un trabajo y un salario completos parecíamos saber ya, desde Simone de Beauvoir, que «tan pronto como la mujer deja de ser un parásito, el sistema fundado sobre su dependencia se derrumba». Pero no. El semiparasitismo vuelve a estar bien visto.

Así que o media jornada o un 15 por ciento menos de sueldo, pero tan contentas por las zalamerías que nos hacen desde los escaños los olvidadizos y los erráticos que tanto abundan por estos pagos. En Francia, en cambio, Jacques Chirac promovió el año pasado una ley para alcanzar la igualdad salarial y le puso plazo: «Tenemos cinco años para demostrar que las mujeres no son una fuerza de apoyo, sino un verdadero motor de nuestra economía».

Si el feminismo acepta la política de apariencias acabará, también él, convirtiendo a las mujeres en la coartada de su propia existencia como movimiento, perderá su aliento liberador, su afán transgresor y el alegre rechazo de la hipocresía que siempre lo caracterizó. Dejará de ser una ideología de valientes para convertirse en una rutina de burócratas.

Y hay que recordarlo hilando fino: defendiendo los derechos y la libertad de las mujeres del Tercer Mundo sin que eso sirva de justificación belicista; despreciando el lenguaje peyorativo con las mujeres sin caer en la censura de los puntos de vista ajenos; desenmascarando a quienes se adhieren enfáticamente a una igualdad que no practican allí donde tienen ocasión de hacerlo. Y sobre todo, impidiendo al discurso oficial hurtarnos un debate sobre la discriminación salarial.

No es fácil, desde luego, pero más complicado parecía implantar la prohibición de fumar y nos ha salido divinamente. Y lo que está claro es que es el momento. Porque para lograr la igualdad resulta imprescindible, como subrayó también Simone de Beauvoir, que llegue a haber igual número de mujeres y hombres incompetentes ocupando cargos públicos. Como eso ya estamos a punto de lograrlo, tal vez sea una buena ocasión para sacar la vieja brújula y reemprender un nuevo camino, con menos aires fariseos o censores y alguna que otra risa.