La mujer de Lot y el vicio nacionalista

Ahora que cunde el pánico en la UE hay que declararse explícitamente más europeo que nunca. A la caída del turbio universo soviético, quienes se habían camuflado de «internacionalistas» y comunistas para estar en el poder se convirtieron de la noche a la mañana en nacionalistas, patriotas, propietarios y millonarios. No querían sino el poder y el dinero, eran todos comunistas de derecha y, con la ayuda de un débil y enfermo capitalismo, construyeron sus pequeñas patrias, inventaron himnos gloriosos y se volvieron sus líderes, en muchos casos totalitarios, ese tic nacionalista. Con razón en el diccionario del doctor Johnson, el gran pensador y lexicógrafo define el patriotismo como «el último refugio del sinvergüenza».

Con una cierta frecuencia, articulistas y pensadores tratan de encontrar una diferencia entre el patriotismo (como sentimiento lúcido y memoria de la tierra) y el nacionalismo, esa manía de primates (como dijo Jorge Luis Borges), pero a mí se me antoja que esa diferencia, al final, es una farsa: son el mismo perro con distinto collar. En mi caso particular, ni soy nacionalista de nada ni patriota de ninguna parte (ni siquiera de mi propia lengua, en la que hablo y escribo): soy sólo y nada menos que constitucionalista, y por eso ciudadano español, y me adscribo con todas las consecuencias y una vez al criterio de Fernando Savater desarrollado en su ensayo Contra las patrias.

Como en algunos ensayos de Popper, a quien los marxistas al uso condenaron al infierno para luego pasarse en tropel, y sin excusas previas ni postreras, al otro bando ideológico, en Contra las patrias no hay ninguna confusión: la creencia en una tierra mítica y en una raza («no hay tierra como mi tierra/ni raza como mi raza») es un principio hitleriano que comienza con una noche de cristales rotos, suelta a la bestia criminal de las masas dirigidas por otros criminales y termina con campos de concentración, fumigación, gaseado humano y triunfo del asesinato colectivo de millones de personas: la patria (el destino) así lo exige porque la patria está por encima del mundo (de todo lo demás). Repasen el himno todavía vigente y saquen conclusiones.

Con respecto a la jarca de comunistas de derecha que se quitaron las máscaras del internacionalismo y se plegaron con entusiasmo y en tropel a la exigencia primaria de la tribu, el retroceso en el mundo europeo es obvio y vergonzoso: la guerra de los Balcanes dejó al descubierto que las patrias son un engaño (aunque parezca que triunfaron) y que lo que subyace debajo de ese disfraz abyecto que se llama nación y que no es más que una máscara dizque moderna de la vieja tribu, maniática y retrógrada.

En el País Vasco, el entramado de ETA lleva el mismo camino que aquellos comunistas de derecha cuyos abuelos y padres asaltaron los Palacios de Invierno. Después de la matanza organizada contra el Estado de Derecho (contra la Constitución, contra los ciudadanos) durante más de 30 años, ahora buscan «la integración» en la sociedad abierta y libre, y abusan de sus leyes abiertas, pero no transigen en su proyecto de crear otro Estado de Derecho que privilegie «la raza», la tierra y la clase (los nacionalistas, que son los patriotas; y ni uno más). Mañana se pasarán a las leyes del capitalismo y serán los nuevos ricos del Neguri, los jefes de las mafias del dinero y los mandarines de la nación por la que tanto lucharon matando a los demás y echando después a correr como conejos muertos de pánico ante la presencia del cazador.

Todavía, después de tantos años, no salgo de mi asombro de aquella aventura política de Rafael Escuredo, cuando se puso en huelga de hambre para que Andalucía tuviera los mismos derechos nacionales que se estaban repartiendo Cataluña, Euskadi y Galicia. Nacionalistas y socialistas andaluces fueron de la mano al matadero de las autonomías y el PSOE, que nos había educado en el internacionalismo y el respeto civil al individuo, comenzó a caer en picado una vez que traicionó, desde arriba, todo cuanto nos había enseñado en la época de Franco. Sí, nacionalistas de derecha (todos los nacionalistas lo son) y socialistas (se supone que de izquierda) hicieron saltar la caja de Cataluña y se zamparon el tesoro en una rapiña feroz que ha terminado en lo que algunos suponíamos que ocurriría inexcusablemente: la ruina del país.

El nacionalismo y el socialismo, juntos y en buena compañía, recuerda demasiado al nacionalsocialismo, de tan triste recuerdo, y es una variante, pónganse como se pongan, del nacionalcatolicismo que imperó en España durante más de 40 años. Sólo que en el nacionalsocialismo el nacionalismo acaba siempre tragándose las pobres ínfulas de socialismo que le quedan a esa superstición ideológica. Por eso con tanta frecuencia recibo yo mismo anónimos (inequívocamente de nacionalistas e independentistas canarios) y mensajes telefónicos donde se me acusa de nazi y fascista, porque me declaro sin esfuerzo alguno constitucionalista, jacobino y, a fuer de jacobino, federalista. Federalista por europeo, porque ya sabemos dónde está exactamente el mal de Europa: donde siempre, en las tensiones nacionales, en el enfermizo fervor patriótico («por encima de todo el mundo estás tú», recuerden la cancioncita), en la falsa verdad de la soberanía nacional, muerta hace más de 50 años pero tratando de salir de la tumba disfrazada de nuevo con su máscara tribal.

Si no cedemos en esa tensión, nos vendremos abajo con la UE entera. Si no hacemos ceder a los demás patriotas, cada uno de su nación, de su madre y de su padre, a través del diálogo y el consentimiento de las partes, estaremos cavando la fosa de Europa y, de paso la nuestra.

La tentación de la mujer de Lot es constante en Europa: mirar hacia atrás nos convertiría en estatua de sal, naciones destruidas, campos de concentración y muertes masivas. Huir de aquel pasado tiene que ver con la idea de que las patrias, las naciones, ya no sirven para el tiempo que estamos viviendo y las tensiones entre ellas, entre las patrias y sus máscaras (las naciones), no son más que el resultado de la voz de la tribu, la bestia primaria que nos exige que esclavicemos al adversario y matemos al enemigo.

No sin razón, el gran Ambrose Bierce recoge y define en su magnífico diccionario los términos de patriota y patriotismo. «Patriota: alguien al que los intereses de una parte le parecen más importantes que los del todo. Bobo que manejan los políticos e instrumento de los conquistadores». Cuando se refiere al patriotismo, Bierce lo define como «basura combustible siempre a punto para que se le aplique una antorcha cualquiera que abrigue la ambición de iluminar su propio nombre».

Más aceite de un ladrillo. La construcción verdadera de la verdadera Europa exige sin tardanza la sesión de derechos que están ahora en manos de la nación. ¿Cómo si no, por ejemplo, podríamos hacer frente, con energía y eficacia, a eso que se llama la presión de los mercados internacionales si no tenemos un arma pacífica, ejemplar e internacional para hacerle frente a esa casta de especuladores?

Juan José Armas Marcelo es escritor.

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