La mujer del preso

La semana pasada recibí una carta que me ha hecho pensar mucho porque la remitente es una mujer a la que sobra razón en todo lo que dice. Viene escrita a mano y en las cuartillas, de color amarillo, me relata la historia judicial de su marido, preso preventivo desde hace casi dos años por un delito que jura y perjura no haber cometido.

«Por favor, haga que recupere mi fe en los tribunales. Estoy muy enferma y no quiero morirme sin ver que a mi esposo se le ha hecho Justicia». Candela, que así se llama mi comunicante, también se duele de que el juez que le ha tocado a su marido se niegue a recibirla, amarga evidencia que he podido comprobar, y se queja aún con mayor amargura de que para su señoría el asunto sea un número más. «Yo pienso que la nómina de los presos, ¡bien lo sabe Dios!, no puede ser un redil de ganado ovino», escribe con trazo grueso y subrayado.

Según los últimos estudios el número actual de presos en cárceles españolas es de 77.000, interno arriba, interno abajo, de los cuales alrededor del 22% son preventivos. A tenor de esos mismos datos, España es el país de la Unión Europea con mayor tasa de presos: 166 por cada 100.000 habitantes. Más cifras: hay un funcionario por cada 70 internos; construir un centro penitenciario cuesta alrededor de 100 millones de euros; el coste por interno cada año es de unos 28.000 euros; hay cárceles donde los presos extranjeros superan el 50%. Estos datos demuestran que, si nadie lo remedia, caminamos hacia el hacinamiento, fórmula muy eficaz para aumentar la tensión carcelaria e imposibilitar cualquier vía de reinserción social.

Hace años, quizá demasiados años, que me pregunto si la prisión es la única solución al problema de la delincuencia. La pena carcelaria, como paradigma de la sanción penal, no cumple, en muchos de los casos en que se aplica, la función que la justifica, máxime cuando cualquier persona medianamente informada -no sólo los especialistas- sabe que la cárcel no corrige ni menos resocializa a nadie. Ni a quien allí llega como primario, que queda estigmatizado para siempre y de quien todo el mundo desconfiará, ni al delincuente reincidente o habitual, a quien la estancia le servirá de perfeccionamiento de la técnica para ejercer mejor su profesión una vez liberado. Lo dijo Mercedes Gallizo, Secretaria General de Instituciones Penitenciarias, hace menos de un año: «Las prisiones españolas están llenas de pobres, enfermos y drogadictos; la cárcel se está convirtiendo en el único recurso asistencial y ésa no es su función». La señora Galllizo lamentaba que el principio constitucional de la función resocializadora de la pena privativa de libertad estuviera «cada día más lejano». A mí me parece que sería muy saludable para todos, para jueces y no jueces, que con frecuencia diéramos un repaso a esas líneas de El visitador del preso, en las que Concepción Arenal reprocha que algunas señorías son como esos médicos que recetan una medicina sin saber el efecto que causa, porque mandan al prójimo a la cárcel sin conocer cómo son. Y es que desde que Cervantes escribiera aquello de que la cárcel es «el lugar donde toda incomodidad tiene su asiento», en realidad las cosas no han cambiado tanto, aunque sí bastante.

«Las cárceles se pueden mirar con tres lentes distintas, la del que pone la materia prima, o sea, el preso, la del que tiene la llave y la del que pasa por la calle y mira», nos dice Camilo José Cela. Parecerá mentira, pero para muchos las prisiones siguen siendo rincones, mejor o peor acondicionados, donde se guarda a los delincuentes con fines exclusivamente represivos. Según ellos, el lema que rige es el mismo: salus publica suprema lex est, lo cual puede resultar harto peligroso. Todavía hoy, a la sombra de la cárcel, en los patios, galerías y celdas se crían el miedo, la tristeza y el sobresalto.

Es evidente que una sociedad ofendida por el delito se torna intransigente con el culpable, pero me permito suponer que el binomio seguridad-prisión no es un problema de antitesis sino de síntesis. La pena de privación de libertad ha de estar presidida por los principios de intervención mínima y de proporcionalidad. Salvo excepciones de presos a quienes el paso por ella no cambia, la prisión modifica la personalidad del interno hasta el extremo de que jamás vuelve a ser el mismo porque la mayor parte de su dignidad se queda detrás de la reja. Sin embargo, la realidad social no va por aquí. El clamor para que se encierre al personal es, a veces, ensordecedor. Mucha gente se queda tan contenta cuando a alguien se le manda a la cárcel, y no sólo por razones de seguridad ciudadana y, por tanto, personal, sino porque estiman, entre otras cosas, que los jueces están para retirar de la circulación a los indeseables y ejercer la venganza social. Para ellos la justicia es como una quijada de burro contra el delincuente, presunto o confeso. Esa idea no es moral, ni cierta. Las decisiones judiciales implacables, como las leyes implacables, han sido siempre causa de injusticias. Una clemencia a tiempo puede ser un bálsamo mágico para el agudo dolor de corazón de quien jamás tuvo dolor de corazón porque jamás lo usó. A mí lo que siempre me chirrió de una cárcel fue la puerta, como la puerta de un cementerio o la de un convento de clausura.

Al final de su carta, Candela me pregunta «si los jueces saben que los hombres y mujeres que se mandan a la cárcel siguen perteneciendo a la especie humana y no han abdicado de uno solo de los derechos que le asisten». Luego me dice que «si en nuestra Constitución se habla del derecho a la libertad y se dice que todos los españoles y no españoles tienen derecho a ser considerados inocentes hasta que no se pruebe lo contrario, ¿entonces por qué se le niega a mi marido la libertad hasta que un tribunal decida, después del juicio, que es culpable?».

En España el número de presos preventivos es superior a 16.000. A mí esto se me antoja una innecesaria y gratuita crueldad. Uno de los problemas que el Derecho Penal de todo el mundo tiene aún por resolver es el de la pena anticipada de prisión provisional, ese suplicio psíquico de esperar tiempo y tiempo un juicio, tejiendo y destejiendo miedos y angustias. Esto es lo que me permite afirmar que no sólo el abuso, sino ya antes el uso de la prisión provisional es radicalmente ilegítimo y además, como la experiencia enseña, la quiebra de muchas garantías penales y procesales. Lo lamentable es que existan juristas que se han acostumbrado a ella hasta a la insensatez y encuentran razonable lo que es monstruoso. Que haya juzgados de Instrucción con más de 100 y hasta 200 presos preventivos es un disparate intolerable. Para la gran mayoría de los presos, la cárcel es un calvario en el que, semana a semana, día tras día, hora tras hora, cada cual arrastra su cruz particular y mide el tiempo por los latidos de la amargura y el tic-tac de la desesperación. Al preso preventivo no le asusta la evidencia sino la duda y todas las noches suplica -cada uno a su propio dios- que la serpiente venenosa de la insoportable incertidumbre no se despierte.

Confieso que estas palabras mías son un alegato más contra la prisión provisional, asunto sobre el que me llevo pronunciando sin vacilación hace bastante tiempo, digamos 25 o 30 años -que recuerde desde que fui Juez de Vigilancia Penitenciaria de Cataluña allá por el año 1981- y también un nuevo aviso sobre los peligros del regodeo en la crueldad de la medida. Rechazo que a un hombre se le pueda tener provisionalmente entre rejas más allá de un año, pero encuentro todavía peor que se le pueda encerrar por comodidad, indolencia, clamores del populacho e incluso por venganzas o afanes persecutorios de algunos aparatos de poder. ¡Qué horror! ¡Qué manera de galopar los desbocados caballos de la venganza! ¡Qué chorro de maldad y de sufrimiento cuyos zarpazos no restaña ni el mismo tiempo!

A la gente del montón le entusiasma, quizá también le reconforta, ¡qué rencorosa desvergüenza!, hacer leña del árbol caído y en la España nuestra tenemos ejemplos suficientes de la verdad de cuanto digo. Es Montesquieu el que nos recuerda que para poner a una sociedad en contra, basta con poco. Echar carne a las fieras es suficiente. Eso por no hablar del riesgo de condenar a un hombre inocente, uno de los más sanguinarios verdugos de la Justicia porque procede siempre de muy veloces latigazos y jamás por saludables misericordias o clemencias. En ocho años, en España 130 personas inocentes han permanecido presas; presas por error; presas por fallos irreparables.

Una nueva reforma del Código Penal está a punto de publicarse en el Boletín Oficial del Estado. El Senado acaba de dar su visto bueno. Ojalá resulte jurídicamente equilibrada y constituya un acierto político. De lo que me permito dudar es de su carácter terapéutico. Me preocupa que, lo mismo que otras, ésta sea tributaria de inquietudes sociales, algo inconcebible en un ordenamiento jurídico democrático. Con mano maestra lo dejó escrito quien fue presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente: «Gobernar atemorizando, gobernar castigando, es la tentación acaso inexorable de todo poder fuerte». Un Derecho Penal simbólico puede que, a corto plazo, sea tranquilizador; pero a larga, es destructivo.

«Defienda a mi marido», me ruega Candela. En la garganta de esta mujer tiembla la voz de la desesperanza y en sus ojos asoman las lágrimas amargas de la desilusión, del desencanto, del desamparo, cosa que me sirve de estímulo suficiente. La culpa de todo esto la tienen algunos títeres que gobiernan el mundo de la justicia sin saber hacerlo y confunden la seguridad y el orden con la Justicia -con mayúscula-, el Derecho Penal con el hacha de la venganza y el culo con las cuatro témporas. Encierra una peligrosa falacia la teoría de que es justo lo que es necesario. El orden, como la conveniencia es una idea en sí, algo que ha de supeditarse a la Justicia -otra vez, con mayúscula-. El pensamiento de Danton de que con leyes duras y hasta temibles todo vuelve al orden, puede ser atractivo para una elucubración o una tertulia, pero no es ni moral ni justo. Las leyes intransigentes han sido siempre causa de desorden y su aplicación, al margen de la clemencia o de la magnanimidad, fuente de dolorosas injusticias.

A Candela, la mujer del preso que me escribe, mi amable y desesperada comunicante, tras expresarle mis respetos, sólo una cosa le digo. Que, pese a todo, siga teniendo esperanza y creyendo en la Justicia -también con mayúscula- porque si no la vida le resultará más triste aún. Las causas perdidas encierran una gran belleza y su defensa puede justificar una vida entera.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado en excedencia.