Con la supresión del Ministerio de Igualdad naufragan las esperanzas que habíamos depositado en una España menos patriarcal, menos violenta con la mujer y más igualitaria. Era una apuesta creíble y posible, no solo por ser el instrumento gubernamental más dotado para liderar la política de equiparación material de los géneros en todos los ámbitos de la vida social, económica y jurídica, sino porque, siendo el supremo paradigma de la acción y el poder político, la mujer se hacía visible como enseña y referencia permanente del empeño común por la igualdad, como único camino hacia una sociedad más justa y más próspera.
Europa, en el entendimiento de que la igualdad no es una política social más, porque la mujer no es un colectivo desfavorecido, sino la mayoría de la población en situación de desventaja histórica, a partir del Tratado de Ámsterdam de 1999, y la Decisión del Consejo de 20 de diciembre de 2001, adoptó, como objetivo prioritario, alcanzar la igualdad real, elaborando la estrategia del mainstreaming, que extendía y lanzaba un impulso de intervención transversal o generalizada sobre toda acción de gobierno, lo que imponía que toda decisión o impulso legislativo, por mínimo que fuera o por ajeno que pudiera parecer a "la problemática de la mujer", contara de forma prevalente con la perspectiva de la paridad en la motivación de su conveniencia u oportunidad, valorando el impacto sobre la igualdad, como requisito primordial e inexcusable.
En España, cumpliendo con el mandato europeo, la Ley 30/2003, de modificación del artículo 22.2 de la Ley 50/97 de 27 de noviembre, la Ley del Gobierno, con una exposición de motivos de enmarcar, impuso que todos los proyectos legislativos contaran en su tramitación con el informe preceptivo de impacto de género. La norma, que carece del desarrollo reglamentario, como apuntara el Consejo de Estado en su memoria 2004, se cumple a regañadientes y normalmente solo como un requisito formal, resultando evidente que la abnegada tarea del Instituto de la Mujer no pudo imponer su aplicación material. Su ausencia es clamorosa en los Presupuestos del Estado, lo que significa que tampoco se ha dado, ni se da, cumplimiento al mandato de la ONU de analizar el impacto sobre la igualdad de los Presupuestos Generales de los Estados, según advierten Lourdes Benería y Carmen Sarasúa en su artículo ¿A quién afecta el recorte del gasto? (EL PAÍS, 28 de octubre de 2010).
La llegada de Zapatero enarbolando la política de paridad, con la Ley contra la Violencia de Género de 2004 y la Ley de Igualdad de 2007, y sobre todo con su primer Gobierno paritario, parecía corregir la deriva dando un nuevo impulso al cumplimiento real de las leyes de igualdad frente a las reticencias a cumplir en sus términos la legalidad europea y nacional. Pero fue la creación del Ministerio de Igualdad la que hizo abrigar ilusiones de que algo podía cambiar, pues solo un órgano dotado de imperium podía imponer la intervención transversal necesaria y permanente que el empeño reclamaba.
Fue a partir de entonces cuando, medio alcanzada la paridad, al menos de forma virtual, empezamos a soñar con romper el techo de cristal y hasta parecía alcanzable que en los altos Tribunales del Estado, cumbre institucional de la visibilidad, los dos sexos estuvieran representados de forma paritaria y que de verdad se pusiera en práctica la transversalidad que exige Europa, que se trabajara sin desmayo por la eliminación del lenguaje androcéntrico, por la educación en igualdad o por la creación de mecanismos interdisciplinares hasta lograr la eliminación de la violencia de género, atacando sus causas. Su inexplicada supresión y su degradación a Secretaría de Estado, apéndice del Ministerio de Sanidad, solo puede interpretarse como una rendición ante los que opinan que la igualdad de género es una mera "política social" y no una prioridad en la que queda mucho por andar, que el Ministerio de Igualdad, con su modesto 0,3% del presupuesto, era un gasto innecesario, un mero adorno o, incluso restaba credibilidad, en lugar de ser una necesidad para ejecutar la legalidad, tal y como explica Soledad Murillo con toda claridad en su artículo Los costes de una decisión (EL PAÍS, 26 de octubre de 2010).
Siendo equivocada la supresión del Ministerio de Igualdad, lo peor es que vuelven a quedar sin bridas las fuerzas telúricas del poder masculino, que desde su sentimiento de expropiación ante los avances de la mujer, alienta el espíritu de la última remodelación de Gobierno, como desde aquí señalara Fernando Vallespín (Vuelve el hombre, EL PAÍS, 29 de octubre de 2010), porque resulta implícito que mientras se considera al Ministerio suprimido una frivolidad, se alimenta la tutela patriarcal, al encomendar la recuperación de la credibilidad del poder a lo más granado y sensato de entre nuestros mejores caballeros y paladines. Se podía haber hecho sin poner en riesgo las políticas de igualdad y sin devolver a la mujer a la invisibilidad.
Inmaculada González de Lara, magistrada.