La mujer invisible

Hace poco, una periodista del «International Herald Tribune», deseosa de comprobar en persona las sensaciones de una viajera musulmana en Occidente, voló desde Washington a París ataviada con el hijab -pañuelo que cubre el cabello y las orejas- y portando un ejemplar del Corán en la mano. Las reacciones que iba observando a su paso por el aeropuerto eran diversas: desde la desconfianza a la solidaridad, la curiosidad o la indiferencia. Pero lo más significativo es lo que ella misma vio, tras varias horas de experiencia, al pasar delante de un espejo. No una mujer, una periodista o una persona de determinado color o raza. Lo único que vio era una musulmana. El hijab definía sustancialmente su identidad de cara a los demás.

La cuestión del velo islámico salta de nuevo a primer plano con ocasión del proyecto de ley que prohibirá, en Holanda, vestir el burka o el niqab en lugares públicos. Semanas atrás, una polémica parecida fue desencadenada por el despido de una profesora de un colegio británico, por cubrir enteramente su rostro con el velo en una interpretación extrema de las normas islámicas sobre la modestia de la mujer en público. La medida fue defendida desde diversas posiciones en el espectro político, incluidos Tony Blair o Romano Prodi. Se llegó entonces a afirmar que algunos musulmanes parecen empeñados en recluirse en un «apartheid voluntario», y que la tolerancia hacia el hijab como símbolo religioso no puede extenderse a otro tipo de indumentaria que oculta completamente el rostro de la mujer.

Existe, efectivamente, una importante diferencia entre el hijab y otros atuendos que, como el niqab o el burka, cubren la cara por entero, dejando libre sólo una ranura para los ojos. No se trata de la cantidad de tela, o de medir en centímetros la virtud del pudor de la mujer musulmana. Se trata, sobre todo, de hasta qué punto Occidente puede permitir que la identidad religiosa suplante a la identidad individual, que la persona renuncie a definirse como individuo para difuminarse en el etéreo entorno de lo colectivo.

En las sociedades democráticas, la convivencia social se basa en la interacción de personas individuales libres, con identidad propia y única, en un clima de respeto que el sistema jurídico ha de garantizar. La visibilidad de los rasgos faciales no es únicamente un factor necesario a determinados efectos de seguridad ciudadana. Es también el elemento de identificación más elemental e inmediato en la vida cotidiana. Quien esconde del todo su cara en público parece como si quisiera dejar de tener voz propia en la sociedad civil para refugiarse en el interior de su sociedad religiosa. Al contrario de lo que sucede en el caso del hijab, una mujer sin rostro no es simplemente una mujer que en todo momento desea expresar su religión al resto de los ciudadanos. Puede interpretarse también como un deseo de no ser para la sociedad civil un individuo con características propias, sino sólo una musulmana anónima. Es una mujer invisible. Lo colectivo ha fagocitado a lo individual, lo religioso a lo secular.

Naturalmente, cualquier ciudadano es libre de oscurecer su personalidad individual en la vida social. También las mujeres que aceptan interpretaciones extremas de la shariah o ley islámica en uso de su libertad religiosa, aunque no siempre es fácil comprobar en la práctica que la decisión de la mujer es voluntaria y libre. A veces, el ambiente educativo que ha presidido el desarrollo de una mujer puede haber sido hermético, sin olvidar las frecuentes presiones familiares y sociales en comunidades que tantas veces llevan camino de convertirse en guetos.

En todo caso, ocultar ante los demás la propia identidad individual no puede sino tener consecuencias negativas en ciertos ámbitos públicos. Entre ellos, especialmente, la enseñanza. En el entorno de la educación debe garantizarse la transmisión adecuada de los valores esenciales de una sociedad democrática a las generaciones más jóvenes, que tendrán en sus manos las riendas de la vida social en un futuro siempre próximo. Esos valores incluyen la afirmación de la individualidad personal como un factor necesario de la vida ciudadana, y no se difunden sólo mediante las clases o la lectura de libros de texto: es preciso que los alumnos los vean materializados en el diseño del entorno escolar, en el que los profesores, y su conducta externa, tienen un papel esencial.

El debate sobre el velo islámico, sus diversas modalidades, y la legitimidad de su uso en diferentes entornos está lejos de concluir. En Francia se sigue discutiendo acaloradamente si es acertado que, desde 2004, una ley prohíba a los estudiantes de colegios públicos vestir símbolos religiosos ostensibles. En Alemania, leyes recientes de varios estados establecen que los profesores de la escuela pública han de evitar manifestaciones externas de su religión o ideología que contradigan el clima de neutralidad escolar. En el Reino Unido, la política de los centros en materia de uniforme, y sus implicaciones para las alumnas musulmanas, han sido objeto de importantes y contradictorias sentencias de la Corte de Apelación y de la Cámara de los Lores en 2005 y 2006, respectivamente. En noviembre de 2005, la Grand Chamber del Tribunal de Estrasburgo, en una polémica decisión, declaraba legítima la norma que prohíbe, en Turquía, el uso del hijab a las estudiantes de las universidades públicas.

Lo que la cuestión del velo plantea es, en realidad, la integración misma del islam en las sociedades occidentales a la luz de dos principios que son esenciales en nuestras democracias: la libertad religiosa y la neutralidad del Estado. Las soluciones nacionales, no pocas veces, obedecen más a un temor -no siempre fundado- hacia la utilización política de la simbología religiosa que a un razonamiento en clave de derechos fundamentales. Se impone un esfuerzo por buscar una coordinación a nivel europeo en esta materia, tratando de encontrar un equilibrio entre el respeto de las libertades individuales de todos -también, naturalmente, de los musulmanes- y la firmeza en el mantenimiento de ciertos principios que están en la base del Estado moderno y que constituyen, precisamente, la garantía de nuestro sistema de libertades.

Javier Martínez-Torrón, catedrático de la UCM.